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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (15 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Cierra el pico.

—¡Que te lleve el diablo! Espera. Deja tu espada. Son muchos, mejor que no tengas que repetir el tajo. Toma mi sihill. Con él basta dar una vez.

El brujo tomó el arma del enano sin vacilación y sin decir palabra. Señaló otra vez a Milva el desertor que vigilaba los caballos. Y luego saltó por encima de los tocones y se movió con rapidez hacia las chozas.

Brillaba el sol. Los grillos se escapaban a sus pies.

El que guardaba los caballos lo vio, sacó una jabalina de una funda junto a la silla. Tenía los cabellos muy largos y desgreñados, que caían sobre una cota de malla rota, remendada, con los alambres desgarrados. Llevaba unas botas nuevecitas, por lo visto no hacía mucho que las había robado, con unas hebillas relucientes.

El guardián dio un grito, otro desertor salió de detrás de la cerca. Éste llevaba el talabarte con la espada al cuello y se estaba abrochando la bra­gueta. Geralt estaba ya muy cerca. Desde el montón de paja le llegaron las risas de los que se estaban divirtiendo con la muchacha. Respiró hondo, y cada aliento incrementaba en él el deseo de matar. Podría haberse tranqui­lizado, pero no quería. Quería tener algo de placer.

—¿Y tú quién eres? ¡Quieto parao! —gritó el de los cabellos largos al tiempo que sopesaba la jabalina—. ¿Qué es lo que quieres?

—Estoy harto de mirar tranquilamente.

-¿Qué?

—¿Te dice algo el nombre de Ciri?

—Yo a ti...

El desertor no alcanzó a decir más. Una flecha de plumas grises le acertó en el centro del pecho y lo arrojó de la silla. Antes de que cayera al suelo, Geralt escuchó el susurro del vuelo del segundo disparo. La saeta le dio al otro soldado en la barriga, bajo, entre los dedos que sujetaban la bragueta. Gritó como una bestia, se dobló por la mitad y cayó de espaldas sobre la cerca, derribando y rompiendo las varas.

Antes de que los otros tuvieran tiempo de apercibirse y echar mano a las armas, el brujo estaba ya entre ellos. La espada del enano brilló y cantó, sonaba un poquito como si fuera una plumilla y la hoja afilada como una navaja de afeitar exigía rabiosa un tributo de sangre. Los cuer­pos cortados casi no ofrecían resistencia. La sangre le salpicaba en el ros­tro, no tenía tiempo de limpiársela.

Incluso si los desertores habían albergado intenciones de luchar, la vista de los cadáveres cayendo y de los ríos de sangre silbando les quitaron las ganas. Uno tenía los pantalones por las rodillas, no tuvo tiempo siquie­ra de subírselos, recibió un tajo en la arteria del cuello y cayó boca arriba, balanceando graciosamente su masculinidad todavía insatisfecha. El otro, del todo imberbe, se cubrió la cabeza con las dos manos, pero el sihill las cortó las dos por las muñecas. Los demás huyeron, se dispersaron en va­rias direcciones. El brujo les persiguió, maldiciendo en su fuero interno el dolor que de nuevo le latía en la rodilla. Esperaba que la pierna no se negara a funcionar.

Dos desertores consiguieron llegar a la cerca, intentaron defenderse, pusieron las espadas. Paralizados de miedo, lo hicieron mal. La sangre de los hombres cortados por la espada del enano regó de nuevo la cara del brujo. Pero los otros aprovecharon el tiempo, consiguieron huir, ya esta­ban montando en los caballos. Uno cayó de inmediato, alcanzado por una flecha, agitándose y retorciéndose como un pez arrojado de la red. Dos lanzaron los caballos al galope. Pero sólo consiguió escapar uno, porque en el campo de batalla apareció de pronto Zoltan Chivay. El enano agitó el hacha y la lanzó, acertando a uno de los que huían en mitad de la espalda. El desertor gritó, cayó de la silla, dando una voltereta con los pies. El último se aferró al cuello del caballo, atravesó la zanja llena de muertos y galopó en dirección al camino.

—¡Milva! —gritaron a la vez el brujo y el enano.

La arquera ya iba corriendo hacia él, de pronto se detuvo, se congeló con las piernas abiertas. Bajó el arco tenso y comenzó a subirlo poco a poco, cada vez más alto y más alto. No escucharon el sonido de la cuerda, Milva tampoco cambió su posición, no tembló siquiera. Vieron la saeta sólo cuando dio un quiebro en el vuelo y cayó hacia abajo. El jinete se removió sobre el caballo, una flecha emplumada le sobresalía por el hombro. Pero no cayó. Se enderezó y, con un gritó, espoleó al caballo a un galope aún más rápido.

—¡Pero qué arco! —bramó con admiración Zoltan Chivay—, ¡Pero qué tiro!

—Un tiro de mierda. —El brujo se limpió la sangre del rostro—. El hijo de puta ha huido y nos traerá a sus cantaradas.

—¡Le ha dado! ¡Y eran por lo menos doscientos pasos!

—Podría haber apuntado al caballo.

—El caballo de nada es culpable —resopló Milva, acercándose. Escupió mientras miraba al jinete que desaparecía en el bosque—. Le yerre al hideputa puesto que aspiré un poco... ¡Lagarto, lagarto, gafe, fuera de mis flechas! ¡Que ésta te traiga la negra!

Oyeron un relincho que provenía del camino y, de seguido, el grito pe­netrante de un hombre asesinado.

—Jo, jo. —Zoltan miró a la arquera con admiración—. ¡Lejos no ha ido! ¡No funcionan mal tus trastos! ¿Veneno? ¿O son hechizos? ¡Porque incluso si el bellaco cogió la viruela, el mal no se cría tan rápido!

—No fui yo. —Milva miró al brujo significativamente—. Ni la viruela. Pero me da en las napias que sé quién es.

—Yo también lo sé. —El enano se mordió el bigote en una mueca de sonrisa—. Advertí que miráis constantemente hacia atrás, que alguno va a escondidas tras nuestro. En una potranca castaña. No sé quién haya de ser, pero en tanto que a vosotros no os moleste... No es asunto mío.

—Sobre todo, puesto que provecho hay en tener tal retaguardia —dijo Milva, mirando a Geralt elocuentemente—. ¿Cierto estás de que el tal Carm­es enemigo tuyo?

El brujo no respondió. Devolvió la espada a Zoltan.

—Gracias. No corta mal.

—En buenas manos. —El enano mostró los dientes—. Había oído histo­rias sobre brujos, pero tumbar a ocho tíos en menos de dos minutos...

—No hay de qué enorgullecerse. No sabían defenderse.

La muchacha de las trenzas se puso a cuatro patas, luego se incorporó, se estremeció, con manos temblorosas intentó sin éxito arreglar los destro­zados restos de ropa que llevaba encima. El brujo se asombró de que no se pareciera a Ciri en nada, absolutamente en nada, cuando sólo un instante antes hubiera jurado que parecía su hermana gemela. La muchacha, con un movimiento descoordinado, se limpió el rostro, se movió rápida en di­rección a la choza. Sin rodear los charcos.

—Eh, espera —gritó Milva—. Eh, tú... ¿Podemos ayudarte en algo? ¡Eh!

La muchacha ni siquiera miró en su dirección. Se tropezó con el um­bral, casi cayó, se apoyó en las puertas abiertas. Y luego las cerró de un golpe tras de sí.

—El agradecimiento de los humanos no conoce límites —dijo el enano. Milva se volvió como un muelle, el rostro se le endureció.

—¿Mas por qué habría de estar agradecida?

—Exacto —añadió el brujo—. ¿Por qué?

—Por los caballos de los desertores. —Zoltan no bajó los ojos—. Los matará para la carne, así no tendrá que matar a las vacas. Se ve que es resistente a la viruela y ahora tampoco la asustará el hambre. Sobrevivirá.

Y el que gracias a ti se haya evitado una diversión más larga y el fuego en estas chozas, lo comprenderá cuando pasen unos días, cuando comience a pensar. Vámonos de aquí antes de que nos alcance el aire pestilente... Eh, brujo, ¿adonde vas? ¿A que te den las gracias?

—A por las botas —dijo Geralt con voz fría mientras se agachaba sobre el desertor de los cabellos largos, que tenía los ojos muertos clavados en el cielo—. Me parece que me van a estar que ni pintadas.

Los días siguientes comieron carne de caballo. Las botas de las hebillas brillantes eran muy cómodas. El nilfgaardiano llamado Cahir seguía yendo tras de ellos en su potranca castaña, pero el brujo no miró hacia atrás.

Penetró por fin los secretos del juego de la quinta e incluso jugó con los enanos. Perdió.

No hablaron sobre lo sucedido en el prado del bosque. No tenía sentido.

Capítulo tercero

Mandrágora a. rareza, especie de planta de la familia de las solanáceas, que comprende las plantas herbáceas, sin tallo, con raíces de tubérculo, en las que se pueden encontrar parecidos con figuras humanas. Las hojas están unidas en rosetón. Las m. autumnalis y officinalis son culti­vadas a pequeña escala en Vicovaro, Rowan e Ymlac, casi nunca crecen silvestres. Las bayas son verdes, luego amarillentas, se comen con vina­gre y pimienta, las hojas se usan crudas. La raíz de la. m., hoy día apre­ciada en medicina y farmacia, tenía antaño una gran importancia en determinadas creencias supersticiosas, especialmente en las de los pue­blos del norte; se tallaba en ellas figuras humanas (alruniki, alraune) y se las guardaba en las casas como talismán venerado. Se las considera­ba como protectoras ante las enfermedades, daban suerte en los pleitos, a las mujeres les aseguraban la fertilidad y un parto fácil. Se las vestía con trajes y durante la luna nueva se les ponía, ropa nueva. Las raíces de la m. se comenzaron a mercadear y su precio llegó a alcanzar sesenta florines. Para ello se utilizaban raíces franqueadas (vid.). Según las creencias, la raíz de la m. se usaba para encantamientos y filtros mágicos, así como venenos. Este prejuicio volvió durante la época de la persecución a las hechiceras. La acusación de uso criminal de la m. se oyó entre otros durante el proceso de Lucrecia Migo (Vid). Se supone que la legendaria Filippa Alhard (vid). usó también de la m. en calidad de veneno.

Effenberg y Talbot, Encyclopaedia Máxima Mundi, vol. IX

 

El Camino Viejo había cambiado algo desde que el brujo lo había recorrido por última vez. Una senda antaño igualada, cubierta de planas losas de basalto, construida por los elfos y los enanos hacía centenares de años, se había convertido en una ruina roída de agujeros. A veces, los agujeros abiertos eran tan profundos que recordaban a pequeñas canteras. La velo­cidad de la marcha se redujo, el carro de los enanos sorteaba con gran esfuerzo los hoyos, se atascaba una y otra vez.

Zoltan Chivay conocía las causas de la devastación de la carretera. Des­pués de la última guerra con Nilfgaard, explicó, se acrecentó considerablemente la necesidad de materiales de construcción. Entonces los humanos recordaron que el Camino Viejo era una fuente inagotable de piedra labrada. Y puesto que la ruta, descuidada, situada en despoblado y que conducía de la nada a la nada, hacía mucho tiempo que había perdido importancia para el trasporte y servía para poco, la devastaron sin piedad y sin medida.

—Construisteis todas vuestras grandes ciudades —se quejaba el enano entre las chirriantes blasfemias del loro— sobre los cimientos nuestros y de los elfos. Para los castillos y las ciudades pequeñas pusisteis funda­mentos propios, pero para las paredes seguís usando nuestras piedras. Y a esto, todo el tiempo repetís que es gracias a vosotros, los humanos, que se produce el desarrollo y el progreso.

Geralt no dijo nada.

—Pero vosotros ni siquiera sabéis devastar con cabeza —maldijo Zoltan, dirigiendo de nuevo otra acción para sacar la rueda de un agujero—. ¿Por qué no arrancáis las piedras gradualmente, empezando por los lados del camino? ¡Sois como niños! En vez de comeros consecuentemente el bu­ñuelo, sacáis la crema que tiene dentro con un dedo y luego tiráis el resto porque ya no sabe tan bien.

Geralt le explicó que de todo era culpable la geopolítica. La parte occi­dental del Camino Viejo yace en Brugge, la oriental en Temería, mientras que el centro está en Sodden, por lo que cada reino devasta su parte según le parece. Como respuesta, Zoltan mencionó con terribles palabras el lugar que le podían chupar los reyes y comentó en forma harto vulgar lo que pensaba de su política, mientras que el Mariscal de Campo Duda añadió su opinión en torno a las madres de los soberanos.

Cuanto más avanzaban, peor. La comparación de Zoltan con el buñuelo y la crema, era cada vez menos acertada: el camino recordaba más bien a un pastel de pasas al que le hubieran arrancado concienzudamente todos los frutos que contenía. Daba la sensación de que se iban acercando al inevitable momento en que el carro se destrozaría o se quedaría atascado por completo. Los salvó sin embargo lo mismo que había destrozado el camino. Se toparon con una senda que se dirigía hacia el sureste y que había sido abierta por los pesados carros que transportaban el botín saqueado. Zoltan se alegró, consi­deraba que la senda conduciría con toda seguridad a alguno de los fuertes del Ina, el río junto al que tenía la esperanza de encontrarse con los ejércitos temerios. El enano creía con todas sus fuerzas que, del mismo modo que durante la última guerra, junto al Ina, proviniendo de Sodden, comenzaría el contraataque demoledor de los reinos del norte, después del cual los supervi­vientes del destrozado Nilfgaard cruzarían ignominiosamente el Yaruga.

Y, cierto, el cambio del sentido de la marcha les había acercado de nuevo a la guerra. Por la noche el cielo ante ellos se iluminaba de pronto con un gran resplandor, por el día distinguían columnas de humo seña­lando el horizonte al sur y al este. Dado que todavía no tenían la seguridad de quién pegaba y quemaba y quién era pegado y quemado, avanzaban con cautela, enviando por delante de patrulla a Percival Schuttenbach.

Una mañana sufrieron una sorpresa: les alcanzó un caballo sin jinete, un semental castaño. El verde telliz de tela nilfgaardiana estaba cubierto con una gran mancha de sangre oscura. No había forma de saber si se trataba de la sangre del jinete muerto junto al carro del javecar o si había sido derramada después, cuando el caballo tenía ya un nuevo propietario.

—Bueno, acabóse el problema —dijo Milva, mirando a Geralt—. Si hu­biera acaso sido un problema.

—El verdadero problema está en que no sabemos quién ha tirado al jinete de la silla —murmuró Zoltan—. Y si el tal no anda tras nuestras huellas y las de nuestra antigua y extraña retaguardia.

—Era un nilfgaardiano. —Geralt apretó los dientes—. Hablaba casi sin acento, pero algunos campesinos huidos pueden haberlo reconocido...

Milva volvió la cabeza.

—Habría que haberlo matado entonces, brujo —dijo en voz baja—. Hu­biera más leve muerte tenido.

—Salió de la tumba —Jaskier meneó la cabeza, mirando a Geralt significativamente— sólo para morir en cualquier zanja.

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