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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (2 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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Lo curaron. Milva lo veía. Estaba tendido en la cueva, en una artesa llena del agua de las fuentes mágicas de Brokilón, sus extremidades, suje­tas sobre unos raíles colgantes, estaban envueltas en un grueso montón de la hiedra curativa conynhael y manojos de consuelda púrpura. Tenía los cabellos blancos como la leche. Estaba consciente, aunque los pacien­tes curados con conynhael suelen estar tendidos sin sentido, deliran, la magia habla a través de ellos...

—¿Y? —La voz impasible de la sanadora la sacó de sus pensamientos—. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué tengo que decirle?

—Que se vaya al cuerno —gritó Milva, al tiempo que se ajustaba el cinturón del que llevaba colgado un saquete y un cuchillo de cazador—. Y tú vete también al cuerno. Aglaïs.

—Como quieras. No te voy a obligar.

—Razón has. No me puedes obligar.

Se fue al bosque, atravesando los escasos pinos, no miró atrás. Estaba enfadada.

Milva sabía lo que había tenido lugar en la primera luna nueva de julio en la isla de Thanedd, los Scoia'tael hablaban sin pausa de ello. Durante el congreso de los hechiceros en la isla estalló una rebelión, se derramó san­gre, rodaron cabezas. Y los ejércitos de Nilfgaard, como a una señal, ataca­ron Aedim y Lyria, comenzó la guerra. Y en Temería, Redania y Kaedwen todas las culpas recayeron sobre los Ardillas. Primero, porque al parecer un comando de Scoia'tael acudió en ayuda de los hechiceros sublevados en Thanedd. Segundo, porque al parecer algún elfo, o puede que medio elfo, atravesó con un estilete y dejó muerto a Vizimir, el rey de Redania. Así que los humanos, llenos de rabia, se lanzaron sobre los Ardillas. Todo bullía como en un caldero, la sangre de elfo fluía como un río...

Ja, pensó Milva, ¿y no será verdad lo que los sacerdotes berrean de que se acerca el fin del mundo y el día del juicio? El mundo en llamas, el hombre será un lobo no sólo para el elfo sino para el propio hombre, el hermano alzará el cuchillo contra el hermano... Y el brujo se mezcla en políticas y se pone en rebeldía. ¡Un brujo, que al fin y al cabo para andar por el mundo está, y para matar a los monstruos que a las gentes dañan! Desde que el mundo es mundo, nunca brujo alguno se dejó meter en políticas ni en gue­rras. Pues si hasta un cuento hay sobre un rey tonto que llevaba agua en una criba, quería cortarle la cola a una fiebre y hacer voievoda a un brujo. Y acá lo tienes, un brujo malferido en levantamiento contra los reyes y que se ha de guardar del castigo en Brokilón. ¡Lo dicho, el fin del mundo!

—Hola, María.

La recorrió un escalofrío. La dríada apoyada en un pino tenía los ojos y los cabellos de color de plata. El sol poniente otorgaba una aureola a su cabeza recortada contra el abigarrado fondo de la pared del bosque. Milva dobló una rodilla, bajó la cabeza.

—Os saludo, doña Eithné,

La señora de Brokilón se introdujo en el cinturón de líber un cuchillito de oro con la forma de una hoz.

—Levántate —dijo—. Vamos a dar un paseo. Quiero hablar contigo.

Anduvieron juntas largo rato a través del tenebroso bosque, la dríada de cabellos plateados y la alta muchacha de cabellos color de lino. Ningu­na de las dos interrumpió el silencio.

—Hace mucho que no venías por Duen Canell, María.

—Tiempo no hubo, doña Eithné. Lejos del Cintillas está el camino de Duen Canell, y yo... Vos sabéis.

—Lo sé. ¿Estás cansada?

—Los elfos necesitan ayuda. A orden vuestra los ayudo.

—A mi ruego.

—Cierto. A ruego.

—Tengo otro ruego.

—Ya me lo pensaba. ¿El brujo?

—Ayúdale.

Milva se detuvo y se dio la vuelta, con un brusco movimiento rompió una rama de madreselva que sobresalía, la hizo girar entre sus dedos, la clavó en el suelo.

—Desde hace medio año —dijo en voz baja, mirando los ojos de plata de la dríada— juégome la cabeza y conduzco a elfos de los esparcidos coman­dos hasta Brokilón... Y cuando reposan y curan de las heridas, los llevo de vuelta... ¿Acaso es poco esto? ¿No hice suficiente? A cada luna nueva al camino vuelvo, en noche plena salgo... Temo ya al sol cual si fuera murcié­lago o autillo...

—Nadie conoce los senderos del bosque mejor que tú.

—En el monte de nada podré enterarme. El brujo, parece, quiere que pregunte por las nuevas, que me vaya entre la gente. Él es un rebelde, al oír su nombre los an'givare aguzan las orejas. A mí misma tampoco me conviene parecer por las ciudades. ¿Y si alguien me reconoce? Aún está fresca la memoria de aquello, aún no se secó aquella sangre... Porque en­tonces hubo mucha sangre, doña Eithné.

—No poca. —Los ojos plateados de la anciana dríada estaban ajenos, fríos, impenetrables—. No poca, cierto.

—Si me reconocen, me clavan a un palo.

—Eres prudente. Eres cuidadosa y estás alerta.

—Para ajuntar las nuevas que el brujo pide, hay que dejar de lado la prudencia. Hay que preguntar. Y en estas horas el mostrar curiosidad es cosa de peligro. Si me agarraran...

—Tienes contactos.

—Me torturarán. Me matarán. O me harán pudrirme en Drakenborg...

—Pero tienes una deuda conmigo.

Milva volvió la cabeza, se mordió los labios.

—Cierto, la tengo —dijo con amargura—. No me es dado olvidarlo.

Cerró los ojos, el rostro se le arrugó de improviso, los labios le tembla­ron, apretó con fuerza los dientes. Bajo los párpados brillaron los pálidos recuerdos aderezados con el fantasmagórico reflejo de la luna de aquella noche. Volvió el súbito dolor en el tobillo, atrapado en el lazo de cuero de la trampa, el dolor en las articulaciones, desgarradas por el tirón. En los oídos resonaba el ruido de las hojas del árbol que se enderezaba violenta­mente... Grito, gemido, temblores salvajes y enloquecidos, el horrible sen­timiento de terror que la embargó cuando comprendió que no se liberaría... Grito y miedo, el chirrido de la cuerda, agitadas tinieblas, tierra retorcida, innatural, a la inversa, cielo a la inversa, árboles de copas a la inversa, dolor, sangre que late en las sienes... Y al amanecer las dríadas, alrededor, como un círculo de flores... Una lejana, argéntea risa... ¡Marioneta en la cuerda! Colúmpiate, colúmpiate, monigote con la cabeza para abajo... Y su propio grito, tan penetrante, tan ajeno. Y luego la oscuridad.

—Cierto, tengo una deuda —repitió con los labios apretados—. Puesto que a quien colgaba se le cortaron las ataduras. Tan largo viva, veo, no pagaré tal deuda.

—Todos tenemos alguna deuda —dijo Eithné—. Así es la vida, María Barring. Deudas y créditos, obligaciones, agradecimientos, pagos... Hacer algo por alguien. ¿Y no será para uno mismo? Porque en realidad siempre nos pagamos a nosotros, no a otros. Cada deuda que tenemos nos la paga­mos a nosotros mismos. En cada uno de nosotros se oculta un acreedor y un deudor al mismo tiempo. Lo que importa es que esa cuenta esté confor­me. Venimos al mundo con una pizca de vida que nos es dada, luego no hacemos más que contraer y pagar deudas. A nosotros mismos. Para noso­tros mismos. Para que al final la cuenta esté conforme.

—¿Te es cercano ese hombre, doña Eithné? ¿Ese... brujo?

—Muy cercano. Aunque él mismo no lo sabe. Vuelve a Col Serrai, Maria Barring. Ve a verlo. Y haz lo que te pida.

En la hondonada crujieron las támaras, crepitaron los ramajes. Resonó el sonoro y rabioso chek-chek de la urraca, los pinzones se echaron a volar, cegando con sus blancas timoneras. Milva contuvo el aliento. Por fin.

Chek-chek, chillaba la urraca. Chek-chek-chek. De nuevo crujieron las ramas.

Milva compuso el gastado protector de cuero, rozado hasta brillar, que llevaba en el antebrazo izquierdo, colocó el racimo de su mano en la cuerda que envolvía la empuñadura. De un carcaj plano que llevaba al muslo extra­jo una flecha. Inconscientemente, por costumbre, examinó el estado de los filos de la punta y de las plumas. Compraba las astas en los mercados, escogiendo como media una de cada diez que le ofrecían, pero siempre les ponía ella las plumas. La mayoría de las saetas prefabricadas disponibles en los comercios tenían las penas demasiado cortas y dispuestas directamente a lo largo del asta, mientras que Milva usaba solamente flechas emplumadas en espiral, con penas que no fueran más cortas de cinco pulgadas.

Colocó la flecha en la cuerda y contempló la boca de la hondonada, la mancha de agracejo entre los troncos, los gruesos granos rojos de las bayas.

Los pinzones no volaron demasiado lejos, recomenzaron su tintineo. Ven, cabrilla, pensó Milva, alzando el arco y tensándolo. Ven. Estoy lista.

Pero el corzo se fue por el barranco, en dirección a la zona pantanosa y al manantial que reforzaba el arroyuelo que desembocaba en el Cintillas. El chivo salió de la hondonada. Bonito, así a ojo, unas cuarenta libras. Alzó la cabeza, aguzó las orejas, luego se volvió hacia los arbustos, arrancó unas hojillas de un bocado.

Estaba bien puesto, dando las traseras. Si no hubiera sido por un tron­co que le ocultaba el objetivo, Milva hubiera disparado sin pensarlo. Inclu­so acertando en el estómago, la flecha lo hubiera atravesado y alcanzado el corazón, el hígado o un pulmón. Si le acertaba en el muslo, le cortaría una arteria y la bestia también se derrumbaría en poco tiempo. Esperó sin relajar el arco.

El corzo volvió a alzar la cabeza, dio un paso, salió de detrás del tronco, y de pronto se dio la vuelta hasta quedar ligeramente de frente. Milva, sujetando la cuerda, maldijo mentalmente. Un disparo frontal era insegu­ro. En vez de acertar en los pulmones, la flecha podía clavarse en la barri­ga. Esperó, conteniendo el aliento, percibiendo el salado sabor de la cuer­da con la comisura de los labios. Ésta era otra de las grandes ventajas, no muy apreciadas, de su arco: si usara un arma más pesada o hecha con menos cuidado, no conseguiría mantenerla tanto tiempo en tensión sin arriesgarse a cansar el brazo y a rebajar la precisión del tiro.

Por suerte, el chivo bajó la testa, mordisqueó unas hierbas que surgían del musgo y se volvió de costado. Milva espiró tranquila, apuntó al corazón y dejó salir delicadamente la cuerda de entre sus dedos.

Sin embargo, no escuchó el chasquido que esperaba de las costillas atravesadas por la flecha. En vez de ello, el chivo saltó hacia arriba, dio coces y desapareció con un nuevo crujido de las hojas secas y un crepitar de hojas pisoteadas.

Durante algunos latidos de corazón Milva se quedó de pie, inmóvil, paralizada como la estatua de mármol de una diosa del bosque. Sólo cuan­do todos los sonidos se calmaron, separó la mano derecha de la mejilla y bajó el arco. Anotó en la memoria el camino de huida del animal, se sentó tranquila, apoyó la espalda en un tronco. Era una cazadora experimenta­da, trotaba por los bosques desde la infancia, había cazado su primer cor­zo con once años, su primer venado con catorce, en el mismo día —extraor­dinario augurio para una cazadora— de su decimocuarto cumpleaños. Y la experiencia le había enseñado que no había que apresurarse nunca en la persecución de una pieza herida. Si había acertado bien, el chivo caería a no más de doscientos pasos de la entrada de la hondonada. Si había acer­tado peor —y, en suma, no descartaba tal posibilidad—, apresurarse sólo podía empeorar el asunto. Un animal herido, mal atravesado por una fle­cha, no se intranquilizará, después del pánico de la huida aflojará la carre­ra y marchará al paso. Un animal perseguido y asustado correrá como una liebre y no se detendrá hasta llegar al quinto infierno.

Así que tenía como mínimo media hora. Se puso entre los dientes una brizna de hierba que había arrancado y se sumió de nuevo en sus pensa­mientos. Hizo memoria.

Cuando volvió a Brokilón después de doce días, el brujo ya andaba. Cojeaba ligeramente y contraía algo la cadera, pero andaba. Milva no se asombró, sabía de las prodigiosas propiedades medicinales de las aguas del bosque y de la hierba llamada conynhael. Conocía también la destreza de Aglaïs, más de una vez había sido testigo del restablecimiento repentino de alguna dría­da herida. Y las historias acerca de la increíble resistencia y el aguante de los brujos tampoco, por lo visto, se las habían sacado de la manga.

No se acercó a Col Serrai nada más llegar, aunque las dríadas le recor­daron que Gwynbleidd aguardaba impaciente su regreso. Se demoró a sabiendas, seguía sin estar conforme con la misión que se le había enco­mendado y quería demostrarlo. Condujo al campamento a unos elfos del comando de Ardillas que traía. Relató dilatadamente las peripecias del camino, previno a las dríadas acerca de un bloqueo del Cintillas que esta­ban preparando los humanos. Sólo cuando la reconvinieron por tercera vez, Milva tomó un baño, se cambió y se fue a ver al brujo.

La esperaba en los límites del campo, allí donde crecían los cedros. Paseaba, de cuando en cuando se sentaba, se enderezaba tensándose. Se veía que Aglaïs le había recomendado hacer ejercicio.

—¿Qué nuevas? —preguntó después de saludar. La frialdad de su voz no la engañaba.

—Creo que ya la guerra alcanza su final —respondió, encogiéndose de hombros—. Nilfgaard, dicen, conquistó media Lyria y Aedirn. Verden rindiose, y el rey de Temería compúsoselas con el emperador de Nilfgaard. Los elfos del Valle de las Flores fundaron un reino propio. No obstante, los Scoia'tael de Temería y Redania allá no acudieron. Siguen luchando...

—No es eso lo que me importa.

—¿No?—Ella afectó sorpresa—. Ah, ciertamente. Páseme por Dorian, como pidieras, aunque buena porción de camino hubo que hacer de más. Y aquellas trochas no son seguras...

Se detuvo, se desperezó. Esta vez él no la apremió.

—¿Acaso el tal Codringher —preguntó por fin—, al que me mandaste visitar, era un tu amigo?

El rostro del brujo no tembló, pero Milva vio que había comprendido al instante.

—No. No lo era.

—Eso es bueno —continuó, deprisa—. Puesto que ya no se cuenta en­tre los vivos. Quemose junto con su local, quedó apenas la chimenea y media pared de la fachada. Todo Dorian hierve de rumores diversos. Unos comentan que el tal Codringher practicaba la nigromancia y que cocía una ponzoña, que tenía un pacto con el diablo, así que el fuego diabólico lo devoró. Otros dicen que metió la nariz y los dedos en donde no debía, como era su costumbre. Y a alguno esto no le vino en gusto, así que lo apioló co­múnmente y prendió fuego para cubrir las huellas. Y tú, ¿qué piensas?

No esperó ni a la respuesta ni a las emociones en el rostro grisáceo. Continuó pues, sin renunciar a su tono de rabia y arrogancia.

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