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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (29 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Allí. —El barbero señaló el puntito ardiente de un fuego de campamen­to—. Allí está el fuerte de Armería, el actual campamento de las fuerzas temerías concentradas junto a Mayenna.

—¿Allí son presos el brujo y Jaskier? —Milva se puso de pie sobre los estribos—. Ja, entonces oscuro está... Allí habrá tropeles de gentes arma­das, y alredor, la guardia. No será fácil meter allí los hocicos.

—No vais a tener que hacerlo —respondió Regis, bajando de Pegaso. El caballo relinchó prolongadamente, volvió la testa, a todas luces degustando los olores herbáceos del barbero que le llegaban a la nariz—. No tendréis que arrastraros hasta allí —repitió—. Yo lo solucionaré. Vosotros esperad con los caballos allí donde brilla el río, ¿lo veis? Por debajo de la estrella más brillan­te de los Siete Cabritillos. Allí desemboca el Jotla en el Ina. Cuando saque de problemas al brujo, lo dirigiré en aquella dirección. Allí os encontraréis.

—Gran soberbio —murmuró Cahir a Milva, cuando, después de sentar­se, se encontraron el uno junto al otro—. Solo, sin ayuda de nadie, los va a problemas, ¿has oído? ¿Quién es?

—Ciertamente, no lo sé —respondió Milva—. En lo tocante a sacarlos, lo creo. Ayer ante mis ojos a mano desnuda sacó de entre carbones una herradura al rojo...

—¿Un hechicero?

—No —le negó Regis desde Pegaso, dando prueba de una extraordina­ria sensibilidad de oído—. ¿Acaso es esto tan importante? Yo no te he pre­guntado a ti por tu filiación.

—Me llamo Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach.

—Gracias, me llenas de asombro. —En la voz del barbero vibraba una leve nota de burla—. Casi no se reconoce el acento nilfgaardiano en un nombre nilfgaardiano.

—No soy...

—¡Basta! —le cortó Milva—. No es hora de pelearse ni de remolonear. Regis, el brujo espera el rescate.

—No antes de la medianoche —dijo frío el barbero, mirando a la luna—. Así que tenemos tiempo para conversar. ¿Quién es este hombre, Milva?

—Este hombre —la arquera, un tanto enfadada, asió a Cahir— de un mal encuentro me sacó. Este hombre le dice al brujo, cuando lo ve, que va por mal camino. Ciri no está en Nilfgaard.

—De hecho, una revelación. —La voz del barbero se suavizó—. ¿Y cuál es tu fuente, estimado Cahir, hijo de Ceallach?

—Ésa es una larga historia.

Jaskier hacía mucho tiempo que no hablaba cuando uno de los soldados que hacía la guardia interrumpió de pronto la conversación en mitad de una blasfemia, el otro carraspeó, o puede que gimiera. Geralt sabía que eran tres, así que aguzó el oído, pero el tercer soldado no emitió ni el menor sonido.

Esperó, conteniendo el aliento, pero lo que le llegó al cabo al oído no fue el chirrido de las puertas de la sopa al ser abiertas por unos salvadores. Ni por asomo. Escuchó unos ronquidos regulares, bajitos y varias voces. Los guardianes, simplemente, se habían dormido en su servicio.

Espiró, maldijo sin sonido y ya tenía intenciones de hundirse de nuevo en sus pensamientos sobre Yennefer, cuando el medallón de brujo en su cuello tembló de pronto con fuerza y en las narices penetró el perfume a ajenjo, albahaca, cilantro, salvia y anís. Y los diablos sabrán qué más.

—¿Regis? —susurró con incredulidad, intentando sin éxito alzar la ca­beza del serrín.

—Regis —respondió Jaskier en un susurro, al tiempo que se movía y hacía unos crujidos—. Nadie más apesta así... ¿Dónde estás? No te veo...

—Más bajo.

El medallón dejó de temblar, Geralt escuchó un suspiro lleno de alivio del poeta y luego el chirrido de una hoja al cortar las ligaduras. Al poco, Jaskier gemía ya del dolor provocado por la circulación que le iba volvien­do, ahogando los gemidos a base de meter el puño entre los dientes.

—Geralt. —La sombra difusa, titubeante, del barbero se colocó delante de él, sin pausa se puso a cortar las cuerdas—. La guardia del campamen­to habréis de pasarla solos. Dirigíos hacia el este, a la estrella más brillante de los Siete Cabritillos. Directamente hacia el Ina. Allí os espera Milva con los caballos.

—Ayúdame a levantarme...

Se alzó primero sobre una, luego sobre la otra pierna, apretando los puños. La circulación de Jaskier ya había tenido tiempo de volver a la normalidad. El brujo, al cabo de un rato, también estuvo listo.

—¿Cómo vamos a salir? —preguntó de pronto el poeta—. Los guardias de la puerta están roncando, pero podrían...

—No podrán —le cortó Regis con un susurro—. Pero salid con cuidado. La luna está llena, el campo está iluminado por los fuegos. Pese a ser de noche, hay movimiento por todo el campamento, pero eso es incluso mejor. La ronda ya se ha cansado de gritar. Salid. Mucha suerte.

—¿Y tú?

—No os preocupéis por mí. No me esperéis y no miréis atrás.

—Pero...

—Jaskier —susurró el brujo—. No tienes que preocuparte por él, ¿lo has oído?

—Salid —repitió Regis—. Suerte. Hasta la vista, Geralt.

El brujo se volvió.

—Gracias por salvarme —dijo—. Pero mejor que no nos volvamos a encontrar nunca más. ¿Me entiendes?

—Perfectamente. No perdáis tiempo.

Los guardianes dormían en poses pintorescas, roncando y mascullando. Ninguno de ellos temblaba siquiera cuando Geralt y Jaskier se deslizaron por la puerta entreabierta. Ninguno reaccionó cuando el brujo les quitó sin ceremonias a dos de ellos las capas de lienzo casero.

—Esto no es un sueño normal —susurró Jaskier.

—Por supuesto que no. —Geralt, escondido en la oscuridad junto a la pared del sotechado, echó un vistazo por el campo.

—Entiendo —suspiró el poeta—. ¿Regis es un hechicero?

—No. No es un hechicero.

—Sacó del fuego la herradura. Durmió a los guardias...

—Deja de hablar y concéntrate. Todavía no estamos ubres. Envuélvete en la capa y crucemos el campamento. Si alguien nos detiene, fingiremos ser soldados.

—Vale. En caso de que pase algo, diré...

—Fingiremos ser soldados idiotas. Vamos.

Atravesaron el campo, manteniéndose lejos de los soldados, que esta­ban agrupados delante de braseros ardientes y fuegos de campamento. Por el campo, aquí y allí, andurreaban personas, así que dos más no saltaban a la vista. No despertaron las sospechas de nadie, nadie les gritó ni les detuvo. Llegaron a la empalizada rápidamente y sin problemas.

Todo salió tan fácil que hasta parecía demasiado bueno. Geralt se puso nervioso, puesto que instintivamente percibía la amenaza y este sentimien­to, a medida que se alejaban del centro, crecía en lugar de menguar. Se repitió a sí mismo que no había nada en ello tan extraño: en el centro de una noche tan movida, ni siquiera grupos enteros de hombres llamaban la aten­ción, sólo les amenazaba la alarma si alguien advertía a los guardias dormi­dos delante del cobertizo. Ahora, sin embargo, se acercaban al perímetro en el que los puestos por fuerza debían de estar alerta. El venir desde el campa­mento no les sería de ayuda. El brujo recordaba la plaga de deserciones que afectaba al ejército de Vissegerd y estaba seguro de que la guardia tenía orden de vigilar atentamente a los que querían dejar el campamento.

La luna arrojaba suficiente resplandor para que Jaskier no tuviera que andar a tientas. El brujo veía bajo esa luz igual de bien que de día, gracias a lo cual consiguió evitar a dos soldados y esperar entre los arbustos a que pasara una patrulla a caballo. Junto a ellos estaba ya una oscura aliseda que yacía más allá del anillo de los vigías. Todo era fácil. Demasiado fácil.

Los perdió su falta de conocimiento de las costumbres militares.

El bajo y siniestro soto de alisos era tentador porque permitía esconder­se. Pero desde que el mundo es mundo había guerreros que, cuando te­nían que desempeñar la función de guardianes, se metían entre los arbus­tos desde donde, cuando no estaban durmiendo, podían vigilar tanto al enemigo como a los propios oficiales tozudos cuando a estos últimos se les antojara pasarse para un control inesperado.

Apenas Geralt y Jaskier se acercaron a los alisos, se aparecieron ante ellos unas siluetas. Y unas afiladas lanzas.

—¡La contraseña!

—¡Cintra! —soltó Jaskier sin vacilación.

Los soldados se rieron a coro.

—Oh, paisanos, paisanos —dijo uno—. Ni una pizca de fantasía. Si alómenos alguno se pensara algo más original. Nada, siempre Cintra. Te entró morriña de casa, ¿eh? Vale. El precio es el mismo que ayer.

Los dientes de Jaskier rechinaron sonoramente. Geralt valoró la situa­ción y sus posibilidades. Pero la valoración arrojaba un resultado bastante difícil.

—Va —les apremió el soldado—. Si queréis pasar, pagar el peaje y noso­tros cerramos los ojos. Aprisa, que la ronda anda al pasar.

—Ahorita. —El poeta cambió su forma de hablar y su acento—. Me asiento y me saco los botos, que llevo en ellos...

No alcanzó a decir más. Cuatro soldados lo echaron al suelo, dos de ellos tomaron cada uno una de sus piernas entre las suyas, le sacaron las botas. El que había preguntado por la contraseña arrancó el forro de la parte interna de la caña. Algo cayó con un tintineo.

—¡Oro! —gruñó el jefe—. ¡Arrear con el otro! ¡Y llamar a la ronda!

Sin embargo, no había quien arreara ni llamara, porque parte del equi­po de la guardia se arrojó de rodillas en busca de los doblones que se habían esparcido entre las hojas, el resto se peleaba ardientemente por la otra bota de Jaskier. Ahora o nunca, pensó Geralt, después de lo cual golpeó al jefe en la mandíbula y mientras caía aún le dio una patada a un lado de la cabeza. Los buscadores de oro ni siquiera lo advirtieron. Jaskier, sin necesidad de que le exhortaran, se levantó y se metió entre los arbus­tos, tirando de los peales. Geralt corrió detrás de él.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó el derribado jefe de la guardia, al poco apo­yado en sus gritos por sus camaradas—. ¡Rondaaaa!

—¡Granujas! —gritaba Jaskier mientras corría—. ¡Ladrones! ¡Cogisteis el dinero!

—¡Ahórrate el aliento, patán! ¿Ves el bosque? ¡Corre!

—¡Alarma! ¡Alaaaarma!

Corrieron. Geralt maldijo con rabia, al oír gritos, silbidos, cascos de caballos y relinchos. Detrás de ellos. Y delante de ellos. Su asombro fue pequeño, le bastó una mirada atenta. Lo que había tomado por un bosque salvador era una masa de caballería que se acercaba a ellos, ondulando como una ola.

—¡Quieto, Jaskier! —gritó, después de lo cual se dio la vuelta en direc­ción a la patrulla que les seguía al galope y silbó penetrantemente con los dedos.

—¡Nilfgaard! —aulló con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Vienen los nilfgaardianos! ¡Al campamento! ¡Volved al campamento, idiotas! ¡Tocad a rebato! ¡Nilfgaard!

El jinete más adelantado de la patrulla que los perseguía sujetó el caba­llo, miró en la dirección indicada, gritó de miedo y quiso darse la vuelta. Pero Geralt decidió que ya había hecho demasiado por los leones cintrianos y los lises temerios. Saltó sobre el soldado y con un hábil movimiento le derribó de la silla.

—¡Sube, Jaskier! ¡Y agárrate!

No hubo que repetírselo dos veces al poeta. El caballo se detuvo un momento bajo el peso de un segundo jinete, pero azuzado por dos pares de talones, se lanzó a un rápido galope. El hormiguero de nilfgaardianos que se acercaba a ellos era ahora una amenaza mucho mayor que Vissegerd y su ejército, así que galoparon a lo largo del anillo de los puestos de guardia del campamento, intentando alejarse lo más deprisa posible de la línea del posible enfrentamiento de los dos ejércitos que iba a darse de un momento a otro. Sin embargo, los nilfgaardianos estaban cerca y los distinguieron. Jaskier gritó, Geralt miró a su alrededor y también vio cómo la oscura pared del ataque nilfgaardiano comenzaba a alargar en su dirección los negros tentáculos de una persecución. Sin vacilar, dirigió el caballo en dirección al campamento, alcanzando en el galope a los guardias que huían. Jaskier gritó de nuevo, pero esta vez innecesariamente. El brujo también había visto a la caballería que se abalanzaba sobre ellos desde el campa­mento. El ejército de Vissegerd, movido por la alarma, se había subido a sus monturas en un tiempo digno de admiración. Y Geralt y Jaskier se encontraban en una trampa.

No había salida. El brujo cambió otra vez la dirección de la huida y obligó al caballo a galopar con todas sus fuerzas, para intentar escapar de la rendija que se estrechaba entre el yunque y el martillo. Cuando despun­taba la esperanza de que lo iban a conseguir, el aire de la noche se llenó de pronto del canto silbante de las saetas. Jaskier gritó, esta vez muy alto, clavó los dedos en los costados de Geralt. El brujo sintió cómo algo cálido le corría por el cuello.

—¡Agárrate! —Aferró al poeta por los codos y lo apretó con fuerza contra su espalda—. Agárrate, Jaskier!

—¡Me han matado! —aullaba el poeta, un poco demasiado fuerte como para un muerto—. ¡Estoy sangrando! ¡Me muero!

—¡Agárrate!

La granizada de flechas y saetas que se derramó sobre los dos ejércitos y que resultó tan fatal para Jaskier se convirtió al mismo tiempo en su salvación. Los ejércitos, al encontrarse bajo fuego, se atoraron y perdieron ímpetu, y el arco de los frentes que ya casi, casi se cerraba siguió siendo un arco todavía el suficiente tiempo para que el caballo, que respiraba pesa­damente, pudiera sacar a los dos jinetes de la trampa. Geralt impulsó sin piedad al semental a seguir galopando, porque, aunque ante ellos ya se distinguía el bosque salvador, detrás de ellos resonaban todavía los cas­cos. El caballo gemía, tropezaba, pero corría y puede que hubieran podido escapar, pero Jaskier gimió de pronto y se deslizó con brusquedad por las ancas, arrastrando también al brujo de la silla. Geralt tiró automáticamente de las riendas y el caballo se puso sobre dos patas, cayendo ambos sobre el suelo entre pequeños pinos. El poeta rodó impotente y no se levantó, sólo gritaba, desgarradoramente. Tenía todo un lado de la cabeza y el hombro izquierdo envueltos en sangre, que brillaba negra a la luz de la luna.

Detrás de ellos los ejércitos se enfrentaban con estrépito, chasquidos y gritos. Pero, pese a la fiebre de la lucha, los perseguidores nilfgaardianos no se habían olvidado de ellos. Tres jinetes galopaban en su dirección.

El brujo se levantó, sintiendo cómo surgía dentro de él una oía de fría rabia y odio. Saltó enfrente de los perseguidores, alejando de Jaskier la atención de los caballos. Quería matar.

El primero, el jinete de vanguardia, voló hacia él con el hacha levanta­da, pero no podía saber que iba hacia un brujo. Geralt evitó el golpe sin esfuerzo, agarró por la capa al nilfgaardiano mientras se inclinaba en su silla, y con los dedos de la otra mano le aferró el ancho cinturón. De un fuerte tirón lo bajó de la silla, se echó sobre él y lo aplastó. Sólo entonces se dio cuenta de que no tenía ningún arma. Agarró al caído por la garganta, pero no pudo ahogarlo, le molestaba su medallón de acero. El nilfgaardiano se agitó, lo golpeó con un guante acorazado, le rasgó la mejilla. El brujo lo apretó con todo el cuerpo, echó mano a la misericordia que llevaba al cin­turón, la sacó de la vaina. El caído lo notó y comenzó a gritar. Geralt retiró la mano enguantada con el escorpión de plata que todavía le estaba gol­peando, alzó el estilete para golpear.

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