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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (31 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Te daré unos cuantos puntos —dijo Regis, todavía sin prestar aten­ción ni al brujo ni a su espada—. Sé valiente, Jaskier.

Jaskier fue valiente.

—Ya termino. —Regis se puso a vendarlo—. De aquí a la boda, como se dice, se habrá curado. Es una herida perfecta para un poeta, Jaskier. Vas a andar como un héroe de guerra, con un gran vendaje en la cabeza, y el corazón de las doncellas que te miren se derretirá como cera. Sí, cierto, una herida poética. No como una saeta en la barriga. El hígado destrozado, los riñones y los intestinos cortados, los excrementos y los flujos internos derramados, in­fección del peritoneo... Bueno, listo. Geralt, ya estoy a tu disposición.

Se levantó y al momento el brujo le puso la espada en el cuello. Con un movimiento tan rápido que hasta se escapó a los ojos.

—Retrocede —le gritó a Milva. Regis ni siquiera tembló, aunque la pun­ta de la espada se apoyaba delicadamente sobre su cuello. La arquera contuvo el aliento al ver cómo los ojos del barbero ardían en la oscuridad con una extraña luz felina.

—Venga, sigue —dijo Regis sereno—. Empuja.

—Geralt —gimió Jaskier desde el suelo, completamente consciente—. Pero, ¿te has vuelto loco por completo? Él nos ha salvado del cadalso... Me ha curado la cabeza...

—Nos salvó en el campamento a nosotros y a la muchacha —le recordó Milva bajito.

—Callad. No sabéis quién es él.

El barbero no se movió. Y Milva, de pronto, percibió con espanto lo que debería haber percibido mucho antes.

Regis no arrojaba sombra.

—Cierto —dijo con lentitud—. No sabéis quién soy. Y ya es hora de que lo sepáis. Me llamo Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy. Vivo en este mundo desde hace cuatrocientos veintiocho años. Soy el descendiente de unos náufragos, unas desgraciadas criaturas encadenadas entre vosotros por el cataclismo que llamáis la Conjunción de las Esferas. Se me tiene, hablando delicadamente, por un monstruo. Por un chupasangres horrible. Y ahora he dado con un brujo, el cual se ocupa profesionalmente de elimi­nar a los que son como yo. Y eso es todo.

—Y basta. —Geralt bajó la espada—. Hasta demasiado. Lárgate de aquí, Emiel Regis y no sé qué más. Esfúmate.

—Esto es inaudito—se mofó Regis—. ¿Me dejas irme? ¿A mí, que soy un peligro para la gente? Un brujo debe aprovechar cada ocasión para eliminar tales amenazas.

—Vete. Aléjate, y deprisa.

—¿A qué lugar lejano me he de ir? —preguntó Regis con lentitud—. Al fin y al cabo, eres un brujo. Cuando pongas fin a tu problema, cuando resuelvas lo que tienes que resolver, volverás seguramente por aquí. Sabes dónde vivo, por dónde voy, a qué me dedico. ¿Me perseguirás?

—No lo excluyo. Si hubiera recompensa. Soy un brujo.

—Te deseo suerte. —Regis ató su maleta, desenrolló la capa—. Adiós. Ah, todavía algo. ¿Cuan alta habría de ser esa recompensa por mi cabeza para que quisieras fatigarte conmigo? ¿Qué precio me pondrías?

—Jodidamente alto.

—Halagas mi vanidad. ¿Y concretamente?

—Vete a tomar por culo, Regis.

—Ya. Pero antes ponme precio. Por favor.

—Por un vampiro normal pedí el valor de un buen caballo de silla. Y tú no eres un vampiro normal.

—¿Cuánto?

—Dudo. —La voz del brujo era fría como el hielo—. Dudo que nadie pudiera pagarlo.

—Comprendo y lo agradezco. —El vampiro sonrió, esta vez mostrando los dientes. Al verlo, Milva y Cahir retrocedieron y Jaskier ahogó un grito de espanto.

—Adiós. Buena suerte.

—Adiós, Regis. Lo mismo digo.

Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy agitó la capa, se envolvió en ella con un gesto enérgico y desapareció. Simplemente desapareció.

—Ahora —Geralt se dio la vuelta, todavía con la espada desnuda en la mano— te ha llegado la hora, nilfgaardiano...

—No —le cortó Milva con rabia—. Estoy hasta las orejas de to esto. ¡A los caballos, nos largamos de aquí! ¡Los gritos los lleva el río y nomás que nos demos la vuelta, se nos subirá alguno a la chepa!

—No iré en su compañía.

—¡Pos vete solo! —gritó, rabiosa y con ganas de pocas bromas—. ¡Y pa otro lado! ¡Hasta las orejas que estoy de los tus humores, brujo! A Regis lo echaste, siendo que te salvó la vida, mas eso es asunto tuyo. ¡Mas Cahir a mí la mía salvó, es pues mi amigo! ¡Si acaso fuera enemigo para ti, vuelve entonces a Armería, has camino libre! ¡Allí esperan los tus amigos con la horca presta!

—No grites.

—Entonces no estés ahí como un pavisoso. Ayúdame a encaramar a Jaskier al castrado.

—¿Has salvado nuestros caballos? ¿A Sardinilla también?

—Él los salvó. —Con un movimiento de cabeza señaló a Cahir—. Venga, en camino.

Vadearon el Ina. Iban por la orilla derecha, a lo largo del río, a través de planos bancos de arena, a través de mimbreras y viejos lechos del río, a través de pantanos y humedales que resonaban con el croar de las ranas, los graznidos de invisibles patos y cercetas. El día explotó con el rojo del sol, que brilló cegador sobre el cristal de las lagunas cubiertas de nenúfa­res, pero ellos doblaron hacia el lugar donde uno de los numerosos brazos del Ina desembocaba en el Yaruga. Ahora avanzaban por bosques sinies­tros y tristes, en los cuales los árboles crecían directamente de los panta­nos verdes por las lentejas de río.

Milva iba en cabeza, junto al brujo, contándole todo el tiempo a media voz la historia de Cahir. Geralt callaba como mudo, ni una vez miró hacia atrás, no puso los ojos sobre el nilfgaardiano, el cual iba detrás, ayudando al poeta. Jaskier gemía un poco, maldecía y se quejaba del dolor de cabeza, pero se mantenía valientemente, no retardaba la marcha. El haber recupe­rado a Pegaso y el laúd atado a la silla había arreglado significativamente su estado de ánimo.

Hacia el mediodía salieron de nuevo a una pradera soleada detrás de la cual se extendía la amplia planicie del Gran Yaruga. Atravesaron el viejo lecho del río, cruzaron alfaques y bancos de arena. Y llegaron a una isla, un lugar seco entre pantanos y sotos rodeados por numerosos brazos de río. La isla estaba llena de matas y cubierta de cañas, crecían también en ella algunos árboles, desnudos, resecos, blancos de excrementos de cor­moranes.

Milva fue la primera que vio entre las cañas un bote que debía de haber sido arrastrado allí por la corriente. También como primera vio que en los claros entre las cañas se podía vivaquear estupendamente.

Se detuvieron y el brujo decidió que era hora de hablar con el nilfgaardia­no. A solas.

—Te perdoné la vida en Thanedd. Me dio pena de ti, mocoso. El mayor error que cometí en mi vida. Esta mañana dejé escaparse de mi hoja a un vampiro superior, quien con toda seguridad tiene en su conciencia más de una vida humana. Debería haberlo matado. Pero no pensaba en ello por­que mi mente sólo la ocupa una cosa: cobrarme la piel de aquéllos que hicieron daño a Ciri. Me juré a mí mismo que aquéllos que la hirieron lo pagarán con sangre.

Cahir guardaba silencio.

—Tus revelaciones, de las que me ha hablado Milva, no cambian nada. De ellas sólo resulta que en Thanedd no conseguiste raptar a Ciri aunque lo intentaste con todas tus fuerzas. Ahora andas tras de mí para que de nuevo te lleve a ella. Para que puedas poner otra vez tus garras sobre ella porque puede que entonces tu emperador te perdone la vida y no te mande al cadalso.

Cahir guardaba silencio. Geralt se sentía mal. Muy mal.

—Por tu culpa ella gritaba por las noches —ladró—. A sus ojos infanti­les te convertiste en una pesadilla. Y, sin embargo, eras sólo una herra­mienta y sigues siéndolo, un pobre sirviente de su emperador. No sé lo que le hiciste a ella para que te convirtieras en su pesadilla. Y lo peor es que no entiendo por qué pese a todo no puedo matarte. No entiendo qué es lo que me detiene.

—Puede que sea —dijo Cahir en voz baja— que, contra toda apariencia, tenemos algo en común.

—No sé el qué.

—Al igual que tú, yo quiero salvar a Ciri. Al igual que tú, no me importa cuando esto extraña y sorprende a alguien. Al igual que tú, no tengo inten­ción de explicarle a nadie mis motivos.

—¿Eso es todo?

—No.

—Te escucho.

—Ciri —comenzó despacio el nilfgaardiano— cabalga a caballo a través de una aldea llena de polvo. Con otros seis jóvenes. Entre ellos hay una mucha­cha de cabello corto. Ciri baila en una cabaña sobre la mesa y es feliz...

—Milva te ha contado mis sueños.

—No. No me dijo nada. ¿No me crees?

—No.

Cahir bajó la cabeza, removió con el talón en la arena.

—Olvidé —dijo— que no puedes creerme, que no puedes tenerme con­fianza. Lo entiendo. Pero has soñado también, como yo, todavía un sueño más. Un sueño que no le has contado a nadie. Porque dudo que hayas querido contárselo a nadie.

Se puede decir que, simplemente, Servadio había tenido suerte. Había lle­gado a Loredo sin intenciones de espiar algo concreto. Pero no sin motivo a la aldea se la llamaba la Posada de los Ladrones. Loredo estaba situada en la Ruta de los Bandoleros, granujas y bandidos de todos los alrededores de la Alta Velda acudían allí, se reunían para vender o cambiar el botín, apro­visionarse, descansar y divertirse en una escogida compañía de bandidos. La aldea había resultado quemada más de una vez, pero unos cuantos habitantes estables y numerosos recién llegados la reconstruían constan­temente. Vivían de los bandidos, vivían además confortablemente. Y los espías y soplones como Servadio siempre tenían la posibilidad de obtener en Loredo alguna información que valiera algunos florines para el prefecto.

Ahora, Servadio contaba con más de algunos. Porque los Ratas venían a la aldea.

Los dirigía Giselher, flanqueado por Chispa y Kayleigh. Detrás iba Mistle y la nueva, la de cabellos grises, llamada Falka. Asse y Reef cerraban la comitiva, llevando unos caballos de reserva, seguramente robados y traí­dos allí para ser vendidos. Estaban cansados y cubiertos de polvo, pero se mantenían gallardos sobre las sillas, respondiendo con entusiasmo a los saludos de los camaradas y conocidos hospedados en Loredo. Saltaron de los caballos y fueron recibidos con cerveza, de inmediato procedieron a ruidosas negociaciones con mercaderes y compradores de objetos robados. Todos, excepto Mistle y la nueva, la de cabellos grises, que llevaba una espada cruzándole la espalda. Éstas se metieron entre los puestecillos que, como de costumbre, llenaban la campa. Loredo tenía sus días de mercado, en los que la oferta de mercancías para los bandidos visitantes era extraor­dinariamente rica y variada. Hoy, precisamente, era uno de estos días.

Servadio siguió precavidamente a las muchachas. Para ganar dinero tenía que informar y para poder informar tenía que escuchar.

Las muchachas examinaban los pañuelos de colores, los corales, las blusas bordadas, los tellices, arreos adornados para los caballos. Miraban las mercancías, pero no compraron nada. Casi todo el tiempo, Mistle lleva­ba la mano sobre el hombro de la muchacha de cabello gris.

Con mucha precaución, el chivato se acercó más, hizo como que mira­ba las riendas y cinturones en el puesto de un talabartero. Las muchachas charlaban, pero despacio, sin que pudiera entender nada. No se atrevía a acercarse más. Podían darse cuenta, sospechar.

En uno de los tenderetes se vendía algodón de azúcar. Las muchachas se acercaron. Mistle compró dos palitos envueltos en una nivea dulzura, uno se lo dio a la de los cabellos grises. Ésta mordisqueó delicadamente. Los copos blancos se pegaron a sus labios. Mistle la limpió con un movi­miento cuidadoso y tierno. La de cabellos grises abrió mucho sus ojos esmeralda, se lamió lentamente los labios, sonrió, moviendo la cabeza bur­lona. Servadio sintió un escalofrío, una corriente fría que le bajaba desde el cuello entre los omóplatos. Recordó los rumores que corrían sobre las dos bandidas.

Tenía intenciones de retirarse a escondidas, estaba claro que no iba a poder escuchar ni enterarse de nada. Las muchachas no hablaban de nada importante, mientras que no lejos, allí donde se reunían las cuadrillas de bandoleros más viejos, Giselher, Kayleigh y los otros se peleaban ruidosa­mente, mercadeaban, gritaban y de vez en cuando ponían las jarras bajo el grifo del barrilete. Con ellos tenía más posibilidades de enterarse de algo importante. Alguno de los Ratas podía decir una palabra o incluso media, traicionando los planes futuros de la banda, su camino o su desti­no. Si conseguía escuchar algo y transmitir a tiempo la noticia a los solda­dos del prefecto o a los agentes de Nilfgaard, que estaban vivamente intere­sados en los Ratas, la recompensa estaría ya prácticamente en su bolsillo.

Si, sin embargo, gracias a su información el prefecto consiguiera poner una trampa con éxito, Servadio podía contar con un verdadero río de dine­ro. Le compraré a mi mujer un abrigo, pensó febrilmente. A los niños, por fin, unos zapatos y algunos juguetes... Y a mí...

Las muchachas paseaban por los puestecillos, lamiendo y mordis­queando el algodón de azúcar de los palillos. Servadio se dio cuenta de pronto de que las estaban observando. Y de que las señalaban con los dedos. Conocía a los que señalaban, los ladrones y cuatreros de la cuadri­lla del Pintas, llamado el Cortapichas.

Los ladrones intercambiaron algunas frases en voz retadoramente alta, se rieron. Mistle entrecerró los ojos, puso la mano sobre el hombro de la del cabello gris.

—¡Tortolitas! —bramó uno de los ladrones del Cortapichas, un jayán de bigotes que tenían el aspecto de dos manojos de estopa—. Arremirar, ¡si entoavía se van a dar de morritos!

Servadio vio cómo temblaba la de los cabellos grises, vio cómo Mistle apretaba los dedos sobre su hombro. Los ladrones rieron a coro. Mistle se dio la vuelta con lentitud, algunos dejaron de reírse de inmediato. Pero el de los bigotes de estopa estaba demasiado borracho o demasiado falto de imaginación.

—¿A no será que a alguna de vusotras sus haga falta un macho? —Se acercó más, al tiempo que realizaba un gesto significativo y repugnante—. Creerme, a las tales como vusotras lo mejor es echarlas unas güenas jodiendas y en un pispas se las quiten las perversiones. ¡Eh! A ti te hablo...

No le dio tiempo a tocarla. La de los cabellos grises se extendió como una serpiente al ataque, la espada brilló y golpeó antes de que el algodón de azúcar que había soltado llegara al suelo. El bigotes se tambaleó, emitió un glugú como un pavo, la sangre de su cuello cortado fluyó en una larga corriente. La muchacha se estiró de nuevo, en dos pasos de baile se acercó, cortó otra vez, una ola de sangre salpicó los puestos, el cuerpo cayó al suelo, la arena a su alrededor enrojeció de inmediato. Alguien gritó. Otro de los ladrones se aga­chó, sacó un cuchillo de la caña de la bota, pero en aquel mismo momento cayó, golpeado por Giselher con la parte roma del asta de una lanceta.

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