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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (35 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Gracias por la advertencia. Pero ni con ésas te daré mi palabra.

Fringilla Vigo recuperó el gesto, pero estaba nerviosa. Ella misma, más de una vez, había regañado a los jóvenes magos nilfgaardianos por dejarse influir acríticamente por las opiniones e imaginaciones estereotipadas, se burlaba con regularidad de las imágenes triviales pintadas por los rumo­res y la propaganda acerca de la típica hechicera del norte: artificialmente hermosa, arrogante, vana y depravada hasta las fronteras de la perversión y a veces más allá de estas fronteras. Ahora, sin embargo, cuanto más la acercaban al castillo de Montecalvo los sucesivos transbordos, más la atenazaba la inseguridad de lo que iba a encontrar en el lugar de encuen­tro de la enigmática logia. Y lo que la esperaba a ella. Su desbocada imagi­nación repasaba imágenes de mujeres mortalmente hermosas con collares de diamantes sobre los desnudos pechos de pezones pintados con carmín, mujeres de labios húmedos y ojos brillantes por el alcohol y los narcóticos. Con los ojos de la imaginación Fringilla veía ya cómo las sesiones del con­vento secreto se transformaban en una orgía salvaje y desenfrenada con uso de músicas frenéticas, afrodisiacos, esclavos de ambos sexos y rebus­cados accesorios.

El último telepuerto la dejó entre dos columnas de mármol negro, con los labios secos, los ojos llorosos por el viento mágico y la mano espasmódica­mente agarrada al collarcito de esmeraldas que cortaba el triángulo del escote. Junto a ella se materializó Assire var Anahid, también visiblemente nerviosa. Fringilla, sin embargo, tenía motivos para sospechar que a su amiga le turbaba su vestido nuevo, no muy típico para ella: un vestido sencillo pero muy elegante de color jacinto, complementado con un peque­ño y modesto collar de alexandritas.

El nerviosismo pasó al momento. En la sala grande y fría, iluminada por lampiones mágicos, reinaba el silencio. No se veían por ningún lado negros desnudos tocando el tambor, ni muchachas bailoteando sobre la mesa con lentejuelas en el monte de Venus, ni se percibía el olor del hachís ni de la cantárida. Las hechiceras nilfgaardianas fueron inmediatamente saludadas por Filippa Eilhart, la señora del castillo, engalanada, seria, amable y pragmática. Otras hechiceras presentes se acercaron y se pre­sentaron y Fringilla suspiró con alivio. Las magas del norte eran hermo­sas, coloristas y estaban cubiertas de joyas, pero en los ojos suavemente enfatizados por el maquillaje no había ni sombra de estupefacientes ni de ninfomanía. Ninguna de ellas tenía tampoco los pechos desnudos. Antes al contrario, dos estaban cubiertas hasta el cuello con una extraordinaria modestia: Sheala de Tancarville, austera, vestida de negro, y Triss Merigold, jovencita de ojos celestes y hermosos cabellos castaños. La morena Sabrina Gievissig y las rubias Margarita Laux-Antille y Keira Metz llevaban escote, pero no mucho más abierto que el de la propia Fringilla.

Ocuparon el tiempo de espera a las otras participantes en la reunión con una conversación cortés, durante la cual todas tuvieron ocasión de decir algo sobre sí mismas, y las advertencias y afirmaciones llenas de tacto de Filippa Eilhart rompieron el hielo con rapidez, aunque el único hielo que había en los alrededores estaba en el bufé en el que se amontona­ba una montaña de ostras. No se percibían otros hielos. Sheala de Tancarville, científica, encontró de inmediato multitud de temas comunes con la científica Assire var Anahid, y Fringilla, por su parte, simpatizó con la alegre Triss Merigold. La conversación fue acompañada por un glotón trasiego de ostras. Sólo Sabrina Gievissig, digna hija del desierto kaedweno, no comió, y hasta se permitió expresar su desprecio por las «guarrerías viscosas» y su deseo de un pedazo de carne de ciervo fría con ciruelas. Filippa Eilhart, en lugar de reaccionar al insulto con gélida altanería, tiró del cordón de la campana y al poco un servicio que pasaba desapercibido y no hacía ruido trajo platos de carne. El asombro de Fringilla Vigo era enor­me. En fin, pensó, donde fueres, haz lo que vieres...

El telepuerto entre las dos columnas refulgió y lanzó un sonido vibran­te. En el rostro de Sabrina Gievissig se dibujó un asombro sin límites. Keira Metz dejó caer sobre el hielo la ostra y el cuchillo. Triss ahogó un gemido.

Tres hechiceras salieron del portal. Tres elfas. Una de cabellos del color del oro oscuro, otra de cabellos bermejos y una que los tenía como ala de cuervo.

—Bienvenida, Francesca —dijo Filippa. En su voz no se podía escuchar la emoción que emanaba de sus ojos, los cuales, sin embargo, pronto se entornaron—. Bienvenida, Yennefer.

—Obtuve el privilegio de repartir dos sillones de la logia —dijo melódi­camente la llamada Francesca, la elfa de cabello rubio oscuro, quien había sin duda advertido la estupefacción de Filippa—. Éstas son mis candidatas. Yennefer de Vengerberg, conocida por todas. Y doña Ida Emean aep Sivney, Aen Saevherne de las Montañas Azules.

Ida Emean inclinó ligeramente su cabeza pelirroja, crepitó su etéreo vestido de junquillo.

—Supongo —Francesca miró a su alrededor— que ya estaremos al completo.

—Sólo falta Vilgefortz —silbó bajito pero con evidente enfado Sabrina Glevissig, al tiempo que miraba torcido a Yennefer.

—Y los Scoia'tael escondidos en los subterráneos —murmuró Keira Metz. Triss la congeló con una mirada.

Filippa hizo las presentaciones. Fringilla miró con curiosidad a Francesca Findabair, Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin, la famosa reina de Dol Blathanna, señora de los elfos que no hacía mucho que habían recuperado su país. Las historias acerca de la belleza de Francesca, advirtió Fringilla, no exageraban.

Ida Emean, pelirroja y de grandes ojos, despertó el evidente interés de todas, sin descontar a las dos magas de Nilfgaard. Los elfos libres de las Montañas Azules no mantenían ningún tipo de relación no sólo con los seres humanos, sino ni siquiera con sus hermanos que vivían cerca de los humanos. Y los Aen Saevherne, los Sabedores, muy escasos entre los elfos libres, eran un misterio cercano a la leyenda. Pocos podían vanagloriarse, incluso entre los elfos, de tener contacto cercano con los Aen Saevherne. Ida se diferenciaba del grupo no sólo por el color de sus cabellos. Entre sus joyas no había ni una onza de minerales, ni una piedra preciosa: sólo llevaba perlas, corales y ámbar.

Sin embargo, la causa de las mayores emociones era, por supuesto, la tercera hechicera recién llegada, Yennefer, de cabellos negrísimos, vestida de blanco y negro, que, en contra de la primera impresión, no era una elfa. Su aparición en Montecalvo debía de haber sido una tremenda sorpresa, y no agradable para todas. Fringilla percibía el aura de antipatía y enemis­tad que surgía de algunas magas.

Cuando le presentaron a la hechicera nilfgaardiana, Yennefer detuvo sus ojos violetas sobre Fringilla. Los ojos estaban cansados y rodeados de ojeras, ni siquiera el maquillaje era capaz de esconderlo.

—Nosotras nos conocemos —afirmó Yennefer, tocando la estrella de obsidiana prendida en el terciopelo.

Sobre la sala cayó de pronto un silencio pesado y expectante.

—Ya nos hemos visto antes —repitió Yennefer.

—No lo recuerdo. —Fringilla sostuvo la mirada.

—No me extraña. Yo, sin embargo, tengo buena memoria para rostros y siluetas. Te vi en el Monte de Sodden.

—Entonces no se puede hablar de un error. —Fringilla Vigo alzó la cabeza con orgullo, pasó los ojos por todas—. Estuve en el Monte de Sodden.

Filippa Eilhart se anticipó a la respuesta.

—Yo también estuve allí —dijo—. Y también algo recuerdo. No me pare­ce a mí, sin embargo, que un desmedido esfuerzo de la memoria y un innecesario rebuscar en ella pudiera traernos ningún provecho aquí, en esta sala. Para lo que planeamos emprender aquí sirven más el olvido, el perdón y la reconciliación. ¿Estás de acuerdo conmigo, Yennefer?

La hechicera morena retiró un retorcido rizo de su frente.

—Cuando me entere por fin de qué es lo que planeáis emprender aquí —respondió—, te diré, Filippa, en qué estoy de acuerdo.

—En ese caso, lo mejor será que empecemos sin demora. Os pido que toméis asiento.

Los asientos delante de la mesa redonda, excepto uno, estaban señala­dos. Fringilla se sentaba junto a Assire var Anahid, la cual tenía precisa­mente a la derecha la silla vacía que la separaba de Sheala de Tancarville, al lado de la cual ocuparon sitio Sabrina Glevissig y Keira Metz. A la iz­quierda de Assire estaban sentadas Ida Emean, Francesca Findabair y Yennefer. Exactamente enfrente de Assire estaba Filippa Eilhart, quien tenía a su derecha a Margarita Laux-Antille y a la izquierda a Triss Merigold,

Todas las sillas tenían los brazos labrados en forma de esfinges.

Filippa comenzó. Repitió la bienvenida y de inmediato pasó a los he­chos. Fringilla, a la cual Assire había dado una detallada relación de la reunión anterior de la logia, no se enteró de nada nuevo. No la asombraron tampoco las declaraciones pronunciadas por todas las hechiceras de per­tenencia al convento, ni las primeras intervenciones en la discusión. Se sentía, sin embargo, un tanto incómoda, puesto que estas primeras inter­venciones se referían a la guerra que el imperio llevaba a cabo contra los norteños, y especialmente a la operación recién comenzada en Sodden y Brugge, durante la cual los ejércitos imperiales habían tenido enfrentamien­tos armados con el ejército temerio. Pese al establecido apoliticismo de la logia, las hechiceras no eran capaces de esconder sus opiniones. A algu­nas les intranquilizaba evidentemente la presencia de Nilfgaard a la puerta de casa. Fringilla reconocía tener unos sentimientos ambiguos. Pensaba que personas tan ilustradas deberían entender que el imperio llevaba al norte la cultura, el bienestar, el orden y la estabilidad política. Pero, por otro lado, no sabía cómo hubiera reaccionado ella misma si a su casa se hubieran acercado ejércitos extranjeros.

Sin embargo, Filippa Eilhart estaba claramente harta de discusiones sobre asuntos militares.

—Nadie es capaz de prever el resultado de esta guerra —dijo—. Es más, una predicción tal carece de todo sentido. Examínenos por fin este hecho fríamente. En primer lugar, la guerra en sí no es un mal tan grande. Más temería las consecuencias de la superpoblación que puede producir la de­rrota total del hambre en esta etapa de desarrollo de la agricultura y la industria. En segundo lugar, la guerra es la continuación de la política de los gobernantes. ¿Cuántos de los que gobiernan en la actualidad vivirán dentro de unos cien años? Ninguno, está claro. ¿Cuántas dinastías perdu­rarán? No hay forma de predecirlo. Las presentes disputas territoriales, dinásticas, las ambiciones presentes y las presentes esperanzas no serán dentro de cien años más que cenizas y polvo en las crónicas. Pero si nosotras no tomamos medidas, si nos dejamos arrastrar a la guerra, de noso­tras tampoco quedarán más que cenizas y polvo. Sin embargo, si miramos un poco por encima de los lugares comunes, si cerramos los oídos al grite­río bélico y patriótico, perduraremos. Y tenemos que perdurar. Tenemos, porque llevamos sobre nuestros hombros la carga y la responsabilidad. No hacia los reyes y sus intereses particulares, limitados a un solo reino. No­sotras tenemos la responsabilidad del mundo. Del progreso. De los cam­bios que trae este progreso. Tenemos la responsabilidad del futuro.

—Tissaia de Vries lo hubiera dicho de otra forma —dijo Francesca Findabair—. Para ella siempre se trató de la responsabilidad de las gentes comunes, simples. No en el futuro, sino aquí y ahora.

—Tissaia de Vries está muerta. Si viviera, estaría entre nosotras.

—Seguro. —La Margarita de Dolin sonrió—. Pero no pienso que acepta­ra la teoría de la guerra como remedio a la derrota del hambre y la superpoblación. Prestad atención a esta última palabra, queridas confráteres. Las discusiones las estamos llevando en la lengua común para facili­tar el entendimiento. Pero para mí es una lengua extranjera. Cada vez más extranjera. En mi lengua materna no existe la palabra «superpoblación», una palabra élfica para ello sería un neologismo. Tissaia de Vries, de inol­vidable memoria, se preocupaba por la suerte de las personas comunes. Si se trata de mí, no me es menos importante la suerte de los elfos comunes y corrientes. Aplaudiría con gusto la idea de volar con el pensamiento ha­cia el futuro y tomar el día de hoy como una efemérides. Pero advierto con tristeza que el día de hoy condiciona el de mañana y sin mañana no hay futuro. Para vosotros, humanos, quizá sea ridículo llorar por un matorral de saúco que ardiera a causa de los vientos de la guerra, al fin y al cabo el saúco no falta, si no está éste, habrá otro, y si no hay saúco, qué más da, habrá una acacia. Perdonad la metáfora botánica. Pero tened, por favor, en cuenta que lo que para vosotros, humanos, es cuestión de política, para nosotros, elfos, es cuestión de perduración física.

—A mí la política no me interesa —anunció en voz alta Margarita Laux-Antille, la rectora de la academia mágica—. Yo, simplemente, no deseo que las muchachas por cuya educación me he sacrificado sean utilizadas como condotieras, con los ojos enjabonados por eslóganes acerca del amor a la patria. La patria de esas muchachas es la magia, eso es lo que les enseño. Si alguien compromete a mis muchachas en la guerra, las coloca sobre un nuevo Monte de Sodden, entonces ellas perderán, con independencia del resultado en el campo de batalla. Entiendo vuestros temores, Enid, pero tenemos que ocuparnos del futuro de la magia, no de los problemas raciales.

—Tenemos que ocuparnos del futuro de la magia —repitió Sabrina Glevissig—. Pero el futuro de la magia lo condiciona el estatus de los hechi­ceros. Nuestro estatus. Nuestra importancia. El papel que desempeñamos en la sociedad. La confianza y el respeto y la credibilidad, la fe general en que somos provechosos, en que la magia es necesaria. La alternativa a la que nos enfrentamos es sencilla: o la pérdida del estatus y el aislamiento en las torres de marfil o el servicio. El servicio incluso en el Monte de Sodden, incluso como condotieras...

—¿O como servidoras y recaderas? —Triss Merigold se quitó de los hom­bros sus hermosos cabellos—. ¿Con el cuello gacho, listos a servir cada vez que el emperador mueva un dedo? Porque al fin y al cabo ése es el papel que nos otorga la pax nilfgaardiana, si llega a ocuparlo todo.

—Si llegara a ocuparlo —dijo con énfasis Filippa—. Nosotras no tene­mos alternativa. Nosotras tenemos que servir. Pero a la magia. No a los reyes ni a los emperadores, no a su política cotidiana. No a la causa de la integración de las razas, porque ésta también está sometida a los objetivos políticos actuales. Nuestro convento, queridas señoras, no fue convocado para que nos adaptáramos a la política presente ni a los cambios diarios de la línea del frente. No para que buscáramos febrilmente soluciones ade­cuadas a determinada situación, cambiando el color de la piel como cama­leones. El papel de nuestra logia debe de ser activo. Y totalmente contrario a lo que acabo de decir. Y hemos de realizarlo con todos los medios a nuestra disposición.

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