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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (25 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Efectivamente, el coche corría que se las pelaba y tomaba las curvas a velocidad de vértigo, con tal violencia que Coco y yo nos empujábamos constantemente el uno contra el otro, primero hacia un lado del asiento trasero y luego hacia el opuesto. Nos saltamos un semáforo. A nuestra espalda se oyó un golpe seco, seguido del chirrido de un frenazo. Coco y yo volvimos la cabeza para ver lo que había pasado: una de las vespas que nos seguía había chocado con un coche que iba en dirección contraria. La moto se había quedado tirada sobre la acera, de costado, con los neumáticos girando a toda velocidad, y a unos metros el conductor yacía sobre el asfalto, boca abajo, inmóvil mientras un ejército de curiosos hormigueaba a su alrededor. Mónica empezó a aplaudir de alegría y a felicitar efusivamente a Javier. Él parecía encantado.

—Ya te dije que podías confiar en mí. Estás en el mejor coche de Madrid, y lo conduce el mejor piloto.

Por supuesto, y gracias al bendito accidente, en cinco minutos habíamos dejado a las vespas atrás. A los cinco minutos ya estábamos en Gran Vía, pero Mónica ya no parecía tan feliz. Tenía la expresión demudada y estaba tan blanca que la piel se le transparentaba como papel de fumar.

—Yo conozco a esos tíos —dijo Javier, rompiendo el silencio—. Van mucho por Pacha... Uno de ellos estudió en el Icade conmigo. No sé en qué lío te has metido esta vez, Mónica. De verdad que no entiendo cómo una tía tan lista ha acabado juntándose con tan malas compañías, y siempre metida en líos raros. —Esta última afirmación la subrayó con una expresiva mirada dirigida a los ocupantes del asiento trasero, o sea, a Coco y a mí. Ambos hicimos caso omiso de la indirecta.

Mónica le escuchaba como quien oye llover. En realidad, los esfuerzos de Javier por intentar reconducirla hacia «el buen camino» resultaban patéticos. Al rato ella le pidió que nos dejara cerca del Vips, y quedó muy claro para todos que Mónica no tenía la menor intención de que su ex novio desayunara con nosotros. Javier detuvo el coche en un semáforo. Mónica salió y sostuvo la portezuela para permitirnos salir a los demás. Cuando salimos, se inclinó hacia el interior del coche y despidió a Javier con un beso de tornillo que dejó al pobre chico sin aliento y a Coco con los ojos como platos. Acto seguido salió, cerrando el vehículo de un portazo.

Entramos los tres en el Vips y nos sentamos en una mesa de plástico. Pedimos tres cafés al camarero. Luego Coco me explicó la situación. ¿Cómo no se me había ocurrido que semejante gilipollas sólo podía ser miembro de un comando de la CEDADE?

—Bueno, lo de comando es un decir. Ésos no tienen ni idea de lo que es organización. Son cuatro niños pijos que van de neo-nazis como podían ir de hare krisnas: porque se aburren. No sé a qué se dedican, en realidad. Supongo que a pegarles palizas a travestís y gilipolleces por el estilo.

El caso es que a los del grupito les debía de parecer que un comando que se preciara no podía ir por ahí sin armas, así que en su día se dirigieron a Coco, que por entonces les vendía cocaína a algunos de ellos, para informarse de cómo conseguir unas pistolas, y Coco, consciente del hatajo de pardillos con los que trataba, decidió vendérselas él mismo, al doble del precio que él podía adquirirlas a Chano. Un negocio redondo. De hecho, Coco estaba seguro de que se trataba de pistolas marcadas, aunque a él ese detalle le traía al pairo: nunca pensó que aquellos niñatos las fueran a utilizar. Pero a cuenta de lo del botellazo (y Coco recalcaba aquello de «el numerito de Bea», como si la culpa de todo fuese mía, como si él no hubiese insistido en que fuese yo, precisamente yo, la que entregara las malditas pistolas), nos habíamos metido los tres en un buen lío y nos tocaba buscar sitio donde alojarnos, porque, evidentemente, no podíamos volver a casa de Mónica con unos inconscientes armados esperándonos en la puerta. Coco calculaba que bastaría con retirarnos una semana o así de la circulación, hasta que las aguas volvieran a su cauce. Si era necesario, ya se encargaría él de hablar con los pijos aquellos e intentar aclarar el malentendido.

—Pues nada, a buscar una pensión —dijo Mónica—. Suerte que llevo la Visa encima. Es la de la cuenta del viejo y lo notará, pero si no queda más remedio...

—Quizá no haga falta que toques la Visa —apunté—. Tenemos el dinero que he hecho esta noche. Unos doce talegos, calculo. Y aún nos quedan éxtasis. No los he colocado todos. Siempre podemos venderlos.

Mónica no parecía excesivamente preocupada. Daba la impresión de que se tomaba el asunto como una aventurilla más, un incidente sin importancia que acabaríamos por solventar. En realidad, lo único que le importaba era que sus vecinos no se enterasen de nada. Por eso resultaba primordial lo de no volver a su casa, de momento. Ella y Coco discutieron sobre el lugar adonde convenía ir. Yo no metí baza, porque no había conocido en Madrid más alojamiento que mi propia casa (o para ser más exactos, la de mis padres) y la de Mónica (ergo, la de Charo Bonet). Mónica insistía en ir a cualquier pensión de la Gran Vía, idea absurda, en opinión de Coco. Según él, Mónica no aguantaría ni diez minutos en un antro de aquéllos, con las putas y los camellos entrando y saliendo, y durmiendo entre sábanas arrugadas que aún conservarían restos tangibles de encuentros mercenarios acordados a tres talegos la media hora.

—Tengo una idea mejor. Confía en mí. Pagamos, salimos de allí, cogimos un taxi y Coco le indicó al conductor que nos llevara a la calle Libertad.

Era un hotel extraño, con una entrada diminuta en la que un cartel advertía «Este hotel dispone de alarma conectada directamente con la policía». Al entrar, sin embargo, se accedía a un vestíbulo bastante amplio y suntuoso, recargado en exceso y de un gusto chillón. El suelo imitaba al mármol y el mostrador de la recepción a caoba. A la derecha había un tresillo forrado de terciopelo rojo y tras él se abría una escalinata rematada por un pasamanos de bronce pulido. Aquel escenario no presagiaba nada bueno. Un conserje que vestía una librea rococó bastante ajada dormitaba en el mostrador, entre llaveros y teléfonos silenciosos. Coco se dirigió hacia él con gesto seguro y anunció su intención de reservar una habitación. El tipo nos dirigió a Mónica y a mí una mirada suspicaz.

—¿No serán menores de edad, verdad? —preguntó el portero a Coco, señalándonos con un gesto de la cabeza.

Yo me sonrojé y Mónica se limitó a sostenerle la mirada sin el menor asomo de rubor. Coco negó con la cabeza y firmó con aire indiferente el comprobante de estancia que el conserje le acercó.

—Habitación 313 —le informó el tipo con voz monocorde y rictus impasible—. Ésta es la llave. Tercer piso.

No me atreví a decir que a mí una habitación con dos treces me sonaba a malhadada. Entramos en el ascensor y las puertas se cerraron a nuestro paso con un quedo susurro.

La habitación era digna de película de Sara Montiel. La cama estaba cubierta por una colcha de seda adamascada, a juego con la moqueta y con los sillones forrados de terciopelo. Unos pesados cortinajes que filtraban la claridad de la calle, bañando la estancia en luz roja. Lo peor de todo: había un espejo en el techo.

—¡Nos has traído a un meublé! —exclamó Mónica, entre sorprendida y divertida.

—Me sorprende que no lo conozcas. Yo pensaba que una chica como tú conocería todos los hoteles de citas de Madrid —apostillé.

Le pregunté a Coco que de qué conocía semejante sitio. No me contestó, pero explicó que se le había ocurrido llevarnos allí porque, además de no ser demasiado caro, sabía que nadie en aquel hotel pondría reparos a que subiera a dos chicas a su habitación, y aprovechó para sugerir que, puesto que al fin y al cabo teníamos que compartir la cama, podríamos disfrutar la circunstancia para pasar «una noche inolvidable». Mónica se río como si aprobara la idea.

—Ni pensarlo —dije—. Si quisiera alegrarle la vida a sátiros como tú, estaría posando en el
Interviú.

—Venga, Bea... Reconoce que lo que te pasa es que eres virgen —me dijo Mónica, riendo todavía.

—Y tú gilipollas —respondí.

Me metí en el cuarto de baño dando un portazo. Estaba completamente revestido de espejos; el baño, el lavabo y el bidé eran de mármol, los toalleros de bronce pulido y las toallas, cómo no, rojas. Lo que faltaba.

El universo posee una extensión de treinta mil millones de años luz, un tiempo y un espacio sencillamente inimaginables para nosotros. Un año solar es el tiempo que tarda el sol en completar una órbita alrededor de la Vía Láctea. Hace tan sólo cuatro meses solares los dinosaurios dominaban el planeta. Si pienso en ello, en lo poco o nada que Mónica significa en medio de esta enormidad inabarcable de protones y neutrones y materia negra, no debe importarme lo que yo sentía por ella, que tanto significó para mí y que en el fondo, no era nada. Mónica casi no cuenta, prácticamente no existe dentro de la Tierra, los Planetas Superiores, el Sistema Solar, la Próxima de Centauro, la Espuela de Orión, la Vía Láctea, el Grupo Local, el Supercúmulo Local... y finalmente del Universo, este universo majestuoso en que las estrellas estallan al morir. ¿No resulta milagroso que un punto infinitesimal cobrase tamaña importancia?; ¿no resulta increíble que en toda una extensión de treinta mil años luz el resplandor que emitía una presencia tan ridícula como Mónica fuese lo único importante para mí?; ¿no resulta alucinante que en ella se concentrase el universo entero?

Mónica me gastaba aquellas bromas sobre mi virginidad porque no era nada tonta, y sabía ver dentro de mí. Ella ya sabía entonces, estoy segura, que a mí me gustaban las chicas, y me pinchaba con la esperanza de que algún día yo acabara confesándoselo. Pero la cosa no se reducía a un término tan simple como que a mí me gustaran o no las mujeres. Me gustaba ella. Ella, sólo ella, reconocible en medio de este monstruoso criptograma cuántico que es el universo. Y si hubiera sido un hombre, me habría gustado también.

Porque importa la esencia. La irrepetible combinación de hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro que hace a una persona diferente de todas las otras.

Y lo sé ahora, porque años después, en 1995, me acosté con un hombre.

Conocí a Ralph en la Universidad. Había pasado por los dos primeros cursos casi sin enterarme, y sin entablar prácticamente relación con ninguno de mis condiscípulos. El tercer año escogí especialidad: un seminario dedicado a literatura femenina. Había leído en su día a las escritoras que admiraba, a Virginia, a Jean, a Djuna, a Dorothy, a Jane, a Carson, a Sylvia, a Charlotte, a Doris, y supongo que, al principio, igual que me ocurrió con la fe católica en mi infancia, encontré una Causa, con mayúsculas, un objetivo trascendente al que entregarme, una ambición superior a mi propia existencia que traspasara mi rutina diaria con anhelos de inmortalidad. Había esperado encontrarme con personas constructivas y voluntariosas, dispuestas a levantar un proyecto de futuro armadas de entusiasmo y determinación. En su lugar me esperaba aquel ejército de fanáticas que asistían a mi curso, uniformadas en pantalones negros y botas militares, sosas y apagadas, inquietantes como los perfiles de los edificios de la ciudad en la que vivían: mis compañeras. Había ingresado, sin saberlo, en una secta.

No conseguí integrarme, ni al principio, cuando desparramaba a mi alrededor sonrisas y saludos forzados, en un intento desesperado por hacerme con el favor de mis condiscípulas; ni al final, cuando ya estaba sumida en lo peor de mi depresión y no saludaba ni sonreía a nadie. Ellas (y digo ellas porque, que yo recuerde, no había alumnos varones en nuestro grupo) se apiñaban en pequeñas subsecciones, corrillos de dos o tres chicas que se sentaban siempre juntas, que cuchicheaban nerviosas en las conferencias y se ayudaban las unas a las otras a redactar sus ensayos respectivos. El fluorescente de neón suspendido en el techo nos anegaba en una luz marchita que no favorecía a nuestros rostros ojerosos y cansados. En nuestro grupo de estudios debíamos de ser unas quince, y en el aula yo siempre me sentaba en la última fila. Miraba hacia delante y veía lo que me parecía un regimiento de mesas dispuestas en cuatro filas; pequeñas muchachas de negro, inclinadas, de las que únicamente distinguía sus nucas rapadas o alguna que otra coleta estirada como una soga. La incómoda luz vibrante de los neones fluorescentes y la monótona cantinela letánica de la profesora me sumergían en una especie de trance. Pasaban las clases sin que yo me enterase, no era consciente de los temas a debate ni del paso del tiempo.

Todas eran solemnes y vegetarianas y practicaban el yoga y el control mental, y organizaban con devoción de beatas encuentros semanales en los que discutían sobre problemas mil veces examinados, seminarios que versaban sobre temas como
La voz femenina, Más allá del mito de la belleza, Sexo, rol y género o Revolución desde dentro,
y a los que no lograban arrastrar a nadie, excepto al exiguo grupito de las ya convencidas. No poseían el más mínimo sentido del humor o de la ironía, y sus discursos, repetitivos hasta la saciedad, solían basarse en tediosas acumulaciones de datos, fechas, estadísticas y consignas. Cada una de ellas, metida a oradora, podía hacer alarde de una memoria prodigiosa que hacía las veces de verdadera inteligencia. Me aburrían terriblemente.

Yo extraje desde el principio una conclusión poco esperanzadora: que la batalla estaba perdida de antemano, que no encontraría allí lo que iba buscando, y decidí dejarme vencer por el sopor que me invadía en cada clase sin esforzarme ni implicarme demasiado. Mis compañeras comenzaron a ignorarme en cuanto vieron que no conseguían atraerme a las reuniones extraacadémicas. Algunas de ellas eran habituales del bar de Cat y yo deseaba imaginar que advertía en sus ojos un punto de envidia recelosa.

Seguía adelante con mis estudios, sin embargo, porque mi beca exigía unas buenas notas y porque sabía que mi única posibilidad de retornar a Madrid algún día con suficientes cartas en la mano como para hacer una buena jugada de mi vida futura se cifraba en un título académico en condiciones. No me resultaba difícil, además, destacar. Me limitaba a sentarme frente al ordenador y ponerme a escribir todas las tonterías que se me pasaban por la cabeza. Si me veía apurada, inventaba fechas y datos con la mayor naturalidad. Mis ensayos estaban esmaltados de frases de una grandilocuencia altanera que entusiasmaban a mis tutores. Redactaba elucubraciones sembradas de citas diversas para demostrar mi condición de estudiante culta, leída y escribida; me esmeraba redondeando las conclusiones, desarrollando ideas que sabía que gustarían a mis profesores y que yo, secretamente, consideraba estupideces supinas. Me sentía una farsante. Sabía que no daba de mí ni la mitad de lo que hubiera podido ofrecer. Pero también me asaltaban dudas sobre mis propias capacidades. Si les gustaba tanto lo que hacía, que a mí no me gustaba en absoluto, ¿les gustaría tanto lo que hubiese hecho si hubiese trabajado en serio en mis ensayos, si hubiera sido eficiente y honesta? Quizá no. Quizá más valía dejar las cosas como estaban, seguir copiando frases de otros y guardando para mí mis propias opiniones. Seguía leyendo libros y más libros y escribiendo aquellas tonterías pretenciosas que embelesaban a mi profesora. Me sentía inflada y vacía como un globo, y me parecía que podría explotar en cualquier momento.

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