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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (21 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Cuando la niña creció, su madre, su padre y sus tías se pusieron de acuerdo por una vez. La niña no debía quedarse en Oviedo, porque allí todo el mundo sabía lo de su enfermedad, y resultaría imposible casarla. Al padre, que era abogado y había estudiado en Madrid, no le apetecía condenar a la niña a la maledicencia de los ignorantes, y a la madre y a las tías les parecía una pena que una delicia de chica como aquélla, tan fina y tan mona, se tuviera que quedar a vestir santos. (Cuando oía la historia me estremecía un escalofrío al pensar que si mi madre no hubiera sido tan guapa a las mujeres de su familia les hubiera parecido lógico condenarla a zurcir calcetines y a oír misas para el resto de su vida.) Así que la enviaron a Madrid, a estudiar a un internado de monjas francesas donde las señoritas de familia bien aprendían francés, costura, bordado y economía doméstica, preparándose para convertirse en buenas esposas y madres el día de mañana. Las hermanas, enteradas de su problema, procuraron siempre ahorrarle emociones y disgustos a la niña, y habían sido bien informadas de los pasos a seguir si le sobrevenía una crisis.

En Madrid vivía un tío de mi madre que rondaba la cuarentena y tenía fama de vividor, y al que la familia no veía con muy buenos ojos. Ahora imagino que cuando la familia lo discriminaba por soltero y juerguista querían dar a entender su condición de homosexual. En cualquier caso, se trataba del único contacto con el que mi madre contaba en Madrid, así que, corno niña educada que era, le hizo llegar una nota formal haciéndole saber su residencia. Su tío no tardó en responderla y rápidamente se convirtió, para alegría de mi madre y escándalo de la familia, en su
chevalier servant
, en el galante acompañante que los fines de semana la llevaba a pasear al Retiro, al cine, al teatro, a mirar escaparates por la Gran Vía, a los conciertos del Real, y a tomar cócteles en Chicote y que, eso sí, la dejaba en la puerta del internado a las nueve y media, como mandaban los cánones. Mi madre lo adoraba y ella estaba convencida de que él la correspondía de una manera platónica.

Habían llegado a tal grado de confianza que ella se atrevió a contarle su secreto, a pesar de que había sido bien aleccionada por su madre y por sus tías para no revelarlo a no ser que resultara estrictamente necesario. Su tío, que era un hombre culto, le enseñó a admitir su propia enfermedad, y le explicó que Julio César había sido epiléptico, y probablemente también la propia Teresa de Jesús, que se trataba de una enfermedad como cualquier otra, o quizá incluso distinta, porque era patrimonio de genios, y que ella, por tanto, no debía avergonzarse de serlo. Y esto me lo contaba mi madre con un punto de orgullo en la voz.

Tomando cócteles en Chicote, mi madre conoció a mi padre. Mi padre era entonces un abogado joven y guapo (el hombre más guapo de todo Madrid, según mi madre) que de inmediato puso los ojos sobre esa niña recién llegada de provincias y no paró hasta conseguir que se la presentaran. Le debí hacer gracia precisamente, decía mi madre, porque no quería saber nada de él, porque era una chiquilla tímida que no se atrevía a mirarle a los ojos y se negaba rotundamente a salir con él a solas. Le costó meses conseguir sacarme a pasear al Retiro. La verdad es que a mí me volvía loca, pero me hubiera muerto antes de permitir que se me notase.

Al cabo de un año, el día que ella cumplía los dieciocho, él, que ya rondaba la treintena y se confesaba cansado de aventurillas mundanas y deseoso de sentar cabeza con una mujer católica como Dios manda, se le declaró. En cuanto en Oviedo se enteraron de la noticia hubo consejo familiar en el que se decidió que la niña debería quedarse en Madrid, porque si se volvía a Oviedo era seguro que la distancia acabaría con la relación, y no era cosa de arriesgarse a perder a un partido como aquél. Además, si el joven novio iba a visitar a su amada a Oviedo, alguien acabaría por contarle lo del problema de la niña, y, de momento, lo mejor era mantener aquello en secreto. Así que se llegó a un acuerdo con las monjas según el cual, aunque mi madre ya había finalizado su instrucción, se le permitiría continuar residiendo allí siempre y cuando respetase estrictamente las reglas y los horarios de la casa. Mi madre «trabajaba» (es un decir) en la Sección Femenina enseñando cocina y organizando visitas caritativas a los barrios pobres. Y salía todas las tardes, con su tío o con su novio formalísimo, o con ambos, al hipódromo, al Gijón, al Chicote, al Café Comercial, a Lhardy. Tenía el novio más guapo de Madrid y llevaba una vida digna de figurar en los ecos de sociedad. Era feliz, en suma. Nadie le había enseñado a aspirar a más.

Cuando por fin se fijó la fecha de la boda, Herminita hubo de enfrentarse a un serio problema moral. Su novio no tenía la menor idea de lo de su enfermedad. Las monjas habían guardado celosamente el secreto, tal y como habían sido prevenidas, y, afortunadamente, él, mi futuro padre, nunca había tenido que ser testigo de una de sus crisis. La enfermedad era hereditaria, ella lo sabía, y comprendía muy bien que ningún hombre quisiera hacerse cargo de una esposa con semejante problema, y, menos aún, arriesgarse a transmitírselo a su progenie. Habría sido fácil mantener el silencio, tal y como la madre y las tías aconsejaban, y más tarde, cuando sobreviniera alguna crisis, asegurar que aquélla había sido la primera, que nadie sabía nada del asunto, pues no eran raros los casos descritos en los que el primer ataque no aparecía hasta muy entrada la edad adulta. Pero mi madre sabía que la mentira era un pecado, un pecado cuya gravedad se acentuaba más si cabe si se tenía en cuenta que ella iba a mentir a la persona con la que iba a compartir el resto de su vida, unidos por un vínculo basado en el respeto, la lealtad y la sinceridad mutua. Así que lo consultó con su confesor y finalmente resolvió contárselo todo a su novio.

Y cuál no sería su sorpresa cuando él pareció entender perfectamente el problema, y es más, resultó que estaba informado de la naturaleza de la enfermedad y sabía bien que se trataba de un problema neurológico y no de una maldición. Y no le importaba lo más mínimo que Herminita fuese epiléptica y no le parecía que aquello representase obstáculo suficiente como para interponerse entre su amor. Entonces, decía mi madre con un brillo nostálgico en los ojos, entonces me quería de verdad, y yo me casé segura de él, de que él me cuidaría toda la vida. Porque siempre la habían cuidado, las madres, las tías, las monjas, su tío, y ella no había podido imaginarse siquiera una vida en la que alguien no estuviera permanentemente pendiente de su persona. Pero él no era así. Él, que había imaginado niños correteando por la casa, uno o dos varoncitos que perpetuaran su nombre y una niña que heredara la belleza de la madre, se decepcionó al ver que aquellos niños no llegaban y se cansó pronto de ella, como un niño que, aburrido de jugar, relega para siempre a un rincón el cochecito por el que había suspirado tantos meses. Durante aquellos interminables años baldíos él se fue distanciando, hastiado de las quejas y suspiros de su esposa, de las consultas de los ginecólogos, de la amargura que envenenaba el aire de la casa. Ella jamás pensó que no tendría niños. Al principio se aburría, luego se desesperó, finalmente se convirtió en una histérica insoportable. Cuando por fin me concibió hacía tiempo que daba por perdido el amor de su marido, pero pensó que ya no importaba, que allí estaba yo para mimarla, para adorarla y para ocuparme de ella. Nunca pudo perdonarme que no lo hiciera.

Aquel portal impresionaba. Una escalinata de mármol que ascendía hasta perderse en un larguísimo pasillo que se adivinaba desde el portón de hierro. En el remate del pasamanos, un gato de piedra se sentaba erguido con dignidad y elegancia. Subí hasta el descansillo. El ascensor era imponente: uno de esos ascensores antiguos, de cabina, en cuyo interior las paredes, de madera noble, estaban revestidas de espejos. Un pequeño asiento forrado de terciopelo rojo sugería, allí dentro, una curiosa idea de anticuada comodidad. Pulsé el botón del tercero. El ascensor baqueteaba y chirriaba mientras ascendía lentamente, y se me ocurrió —tarde— que quizá habría sido mejor subir por las escaleras. Por fin, aquel trasto se detuvo y yo, aliviada, me encontré en el rellano del tercer piso con el chico que me había abierto el portal desde el portero automático y que había salido a recibirme. Se trataba de un muchacho joven, bronceado y engominado, vestido con una camisa a rayas planchadísima, unos vaqueros con aspecto de recién comprados y unos zapatos italianos. Le dije que venía de parte de Coco, y él asintió con la cabeza y me indicó que pasara. Entré y me condujo a un amplísimo salón decorado en tonos claros. Un cuadro enorme colgado encima de la chimenea llamó poderosamente mi atención: era un Zóbel, y parecía auténtico. Me preguntó si quería beber algo; un vaso de güisqui, quizá. Asentí con la cabeza, sin decir palabra. Se dirigió al mueble bar y volvió con una botella y dos vasos.

—¿Esta casa es tuya? —pregunté, por decir algo.

—Sí. Es decir, es de mis viejos. Están de vacaciones —me aclaró.

—Como todos —dije yo.

Sirvió el güisqui en los vasos con mano temblorosa y me alargó uno.

—¿Has traído el paquete? —me preguntó.

Saqué de la mochila un paquete muy pesado que me había dado Coco. Él me rogó que le esperase un momento. Asentí y, una vez hubo abandonado el salón, apuré el vaso de un trago. El chico regresó al minuto, transformado por una expresión de radiante satisfacción que le iluminaba las facciones; relevada, por lo visto, la tensión que suponía la incertidumbre con respecto al contenido del paquete. Se sentó en el sillón y me dedicó una mirada entre sorprendida y escrutadora, como si reparase por vez primera en mi presencia. Aquel día yo iba disfrazada de Mónica, apenas vestida con una minifalda mínima y una raída camiseta dos tallas menor de la que nos correspondía. Además, me había cardado el pelo. Me di cuenta de que el chico no apartaba la vista de mis piernas, y pensé que quizá debiera haber acudido al encuentro vestida de otra manera.

—¿A ti te gusta la música? —preguntó sin venir a cuento.

—Sí, claro —contesté.

—Mi viejo es director de orquesta, aunque dudo que sepas quién es.

Citó el nombre de un director bastante famoso. Le dije que sí, que le conocía —aunque no personalmente, claro—, que incluso le había visto dirigir alguna vez. Le expliqué que mi madre era miembro de la Asociación Filarmónica de Madrid, que de pequeña solía ir con ella a los Conciertos del Real. A él parecían sorprenderle mucho mis conocimientos de música. Los tíos deben de creer que cuando te pones una minifalda tu cociente intelectual disminuye automáticamente diez puntos.

—Deberías ver la colección de discos de mi viejo —sugirió—. Ven...

Se levantó y me indicó que le siguiera con un gesto de la mano. Cruzamos un pasillo largo, estrecho y oscuro, de paredes enteladas, que iba a morir a una habitación enorme, de aspecto sobrio y ordenado. Reparé en la presencia de un crucifijo sobre la cama, un detalle que me recordó a la habitación de mi madre. Además de la estrecha cama, había dos sillones de cuero con aspecto de ser muy cómodos, separados por una pequeña mesita. Una pared entera estaba forrada de estanterías en las que se apilaba una impresionante colección de CDs.

—¿Ésta es la habitación de tu padre? —pregunté.

—Sí, duermen separados.

—Los míos también.

Me explicó que en verano, cuando sus padres estaban de vacaciones, él se trasladaba a la habitación de su padre, que era la más fresca y la más tranquila de la casa. La suya daba al patio, me dijo, y entre el ruido de los vecinos y el calor le resultaba imposible dormir. Los dos últimos veranos no había salido de Madrid porque estaba preparando la oposición al Cuerpo Diplomático, cuya convocatoria tenía lugar en septiembre. Lo cierto es que tampoco albergaba muchas esperanzas de llegar a aprobar aquel año, y eso que era la tercera vez que se presentaba.

—Supongo que acabaré dándome por vencido, y entonces no tengo ni puta idea de lo que haré. Espero que el viejo me encuentre un curro en alguna parte.

Me senté en uno de los sillones y empecé a curiosear los lomos de los discos. Cogí el que más me llamó la atención: las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould.

—¿Puedes ponerlo? —le pregunté.

—Por mí... como si te lo llevas. Nadie se va a enterar. Al viejo se los mandan de las compañías, porque escribe en el ABC y en varias revistas —me informó—. Fíjate: hay algunos que conservan el envoltorio de celofán. Ni siquiera los ha abierto. Qué raro que a una tía como tú, con esa pinta, le guste esta música... Por cierto, no me has dicho cómo te llamas.

—Bea.

—Yo me llamo Paco. ¿Quieres otro güisqui?

—Vale.

Cuando regresó con la botella y dos vasos, me encontró arrodillada sobre la moqueta, inspeccionando los discos. Yo calculé, de un vistazo, que allí había una pequeña fortuna en CDs. El chico se sentó a mi lado, sirvió un trago para cada uno, y luego inició una conversación sobre compositores que rápidamente se tornó en monólogo: me largó en cuestión de minutos una retahíla de nombres, fechas, obras y movimientos artísticos que me impresionó. Pero lo cierto es que él no mostraba ningún entusiasmo por lo que refería; más bien parecía que se limitaba a la mecánica repetición de una lección aprendida. Seguimos hablando de música y bebiendo. En algún momento él pasó su mano por encima de mi hombro. El güisqui empezaba a hacer su efecto y me resultaba difícil distinguir los nombres impresos en los cantos de los compactos. Me atrajo hacia sí y yo solté una risita nerviosa. Acercó su boca a la mía e intentó besarme. Aparté la cara, suave pero firmemente. Entonces él me apretó contra sí con más fuerza. Yo intenté desasirme y aquello empeoró aún más las cosas, porque la camiseta me venía, como ya he dicho, estrecha, y era corta, apenas alcanzaba a cubrirme el ombligo, de forma que, al moverme, resultó claramente visible el sujetador de satén negro que llevaba puesto (propiedad de Mónica, por supuesto). Me sujetó con fuerza los brazos, intentando besarme mientras yo me revolvía como podía, tratando de quitarme de encima a aquel fardo que babeaba sobre mí. Vamos, no seas cría, me susurraba al oído. Forcejeamos, me arrojó al suelo y se colocó sobre mí, inmovilizándome. Me puso los brazos sobre la cabeza y los sujetó con una mano mientras con la otra intentaba avanzar entre mis muslos. Me juré a mí misma que si salía bien de aquélla no volvería a abandonar los pantalones en la vida (y no lo he hecho). Finalmente hice acopio de fuerzas, las concentré en mis piernas, y le propiné un rodillazo en el estómago que le dejó sin aliento. Aprovechando su confusión, conseguí enderezarme; agarré la botella y le golpeé con ella en la cabeza. Sabía por experiencia que si le golpeaba ya no debía parar hasta dejarle inconsciente, pues si no sería mucho peor. Sabía que los hombres pierden el control cuando se ciegan por la ira, que los golpes les excitan, como a los toros, y que más vale no jugar a azuzarles. Sabía todo eso porque era lo que mi madre repetía al referirse a mi padre. Después del golpe, vaciló unos segundos, e intentó levantarse, así que le golpeé una segunda vez con más fuerza. Esta vez brotó un hilillo de sangre que le resbaló despacio por la frente. Y se desplomó.

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