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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (22 page)

BOOK: Bestias
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—Ha hecho un criminal de Sten. ¿Por qué?

—Yo no podía dejar morir a los leos —respondió Reynard—. Puede comprender mis sentimientos.

En realidad, eso era imposible. La voz delicada e inexpresiva podía querer decir lo que decía, o lo contrario, o nada. Los sentimientos de Reynard eran indescifrables. Loren le miró los dedos delgados y obscuros mientras se rascaba las peludas mejillas con un ruido de hierba seca. Reynard sacó un cigarrillo negro y lo encendió. Loren trató de descubrir, en ese gesto particularmente humano de encender un cigarrillo, aspirar el humo y expelerlo, qué había de humano en Reynard, y qué no. Y nada era humano en la forma en que Reynard movía el cigarrillo, aunque era tan natural, ejercitada, indiferente y apropiada como la de un hombre.

—Los salvó de la muerte —dijo Reynard—. No sólo a los leos, sino también a los dos seres humanos. ¿No piensa que fue un acto de valor? Así lo cree el resto del Mundo.

Por los periódicos, que habían llegado como de costumbre una semana tarde, Loren conocía la creciente fama de Sten: era evidente incluso aquí, muy al norte de la Autonomía.

—Ha sido una locura —dijo.

—Él corrió un riesgo. Había peligro. Quizás innecesariamente. Quizás, si hubiese estado usted allí para ayudar... De todos modos, lo consiguió.

Loren bebió. El whisky le quemó las entrañas. No podía decir a Reynard que lo odiaba por haber apartado de él a Sten. Era inadmisible. Ni siquiera era verdad. Sten había salido a hacer una cosa difícil, por su propia cuenta, y había triunfado. Mika, que lo amaba, había ido con él. Y Loren, que había tenido miedo, había perdido a Sten. ¿Era así, era ése el resumen correcto?

—Estaba usted con él, ¿no es verdad? —dijo Sten.

—Yo no sirvo de gran cosa ahora. Realmente, nunca fui... robusto, y ya ve usted que ahora estoy cojo.

—Parece arreglárselas bien.

—Y además —continuó Reynard como si no lo hubiese oído—, estoy muy viejo. Tengo casi treinta años. Nunca esperé una vida tan larga. Me siento anciano —el humo le salía de las ventanas de la nariz y se anillaba en el aire—. Los cazadores me persiguen, señor Casaubon. Hace largo tiempo. He conseguido muchas veces que perdieran el rastro, pero ya es tarde para mí. Volveré a la tierra —sonrió, tal vez era una sonrisa, y la ignorada ceniza del cigarrillo cayó sobre la mesa—. Sten tendrá necesidad de usted.

—¿Qué quería de Sten? —preguntó fríamente Loren; intentó mirar con fijeza a Reynard, pero los ojos de éste, como los de los animales, rehuían mirarlo—. ¿Por qué lo eligió? ¿Para qué?

Reynard apagó el cigarrillo delicada e implacablemente, sin mostrarse turbado.

—¿Sabe usted —dijo— cuánto significa Sten en la Autonomía del Norte? ¿Y también fuera de ella? —se movió lentamente en su silla, como si sintiese algún dolor—. Existe un movimiento, del tipo que los hombres crean con tanta facilidad, para hacer de Sten una especie de rey.

—¿Un rey?

—Sería un buen rey, ¿no le parece? —la larga cara se le abrió en una sonrisa, y volvió a cerrarse—. Que en estos momentos sea un proscripto, perseguido por el gobierno federal, es sumamente apropiado para un joven rey, o un pretendiente. El gobierno federal ha desperdiciado por completo las oportunidades que tuvo en la Autonomía, como era de esperar. En todas partes, Sten parece una alternativa. De alguna manera. Como rey. Fuerte, joven, osado... bueno. Si hay reyes natos, él es uno. ¿No le parece?

Desde que Loren había abierto el ejemplar del
North Star
era súbdito de Sten, lo sabía. Y también había sabido siempre que algún día Sten recogería la herencia que lo esperaba, aunque había tratado de ignorarlo. Por un momento, se sintió como Merlin, que había instruido en secreto al joven rey Arturo, y vio que, en realidad, había instruido a Sten para ser rey. No había ningún otro oficio para el que tuviese condiciones.

—Es un hecho que los reyes —dijo Reynard— deben tener cerca a cierto tipo de personas. Personas que aman al rey en el rey, pero conocen al hombre en el rey. Personas para quienes el rey será siempre el rey. Siempre. Ocurra lo que ocurra. No quiero decir cortesanos ni aduladores. Quiero decir... súbditos. Sin ellos no hay reyes. Naturalmente.

—¿Y usted? ¿Se considera usted un hombre capaz de ayudar a un rey?

—Yo no soy un hombre.

Las sombras del norte ya estaban obscureciendo el aire. Loren intentó contar los sentimientos que luchaban dentro de él.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—En alguna parte. No lejos de aquí —se inclinó hacia delante; hablaba ahora con una voz débil, agotada—. Ésa es la dificultad. Necesita un lugar, un sitio absolutamente seguro, una base. Un lugar donde sus amigos se puedan reunir. Un lugar donde pueda esconderse, pero no una ratonera —nuevamente esa sonrisa de los dientes largos y amarillos—. Después de todo, ese sitio será, algún día, parte de una leyenda.

Loren se sintió en el borde de una cima, sabiendo que lo que se apoderaba de él era una emoción que terminaría por lanzarlo al abismo. Bebió de prisa y deslizó la copa sobre una mancha de licor derramado.

—Conozco un lugar —dijo Loren—. Creo que sé de uno.

Reynard lo miró sin parpadear y sin demasiado interés, mientras él describía la torre de las municiones, decía dónde estaba, cómo se podía llegar a ella; suponía que las provisiones, al menos las latas y el calentador, todavía debían de estar allí.

—¿Cuándo puede ir? —preguntó Reynard cuando Loren terminó.

—¿Yo? —Reynard esperaba la respuesta—. Escuche. Yo ayudaré a Sten, porque es Sten, porque... se lo debo. Lo esconderé si puedo, a salvo del peligro. Pero eso otro... —apartó la mirada de los ojos de Reynard—. Soy un hombre de ciencia. Estoy trabajando en un proyecto —tocó el licor derramado de la mesa; no, no era eso; lo limpió—. No soy un político.

—No —Reynard, inesperadamente, bostezó; fue un movimiento amplio y veloz como un ladrido silencioso; un hilo de saliva le corrió desde el obscuro paladar hasta la larga lengua profundamente hendida—. No. Nadie lo es, en realidad —se puso de pie, apoyándose en el bastón, y echó a andar de un lado a otro por el pequeño salón del bar, desierto a esa hora, como si estuviera haciendo ejercicio—. Gansos, ¿no es verdad? Ese proyecto —se detuvo, apoyado pesadamente en el bastón, apartando del suelo el pie herido y moviéndolo para ver qué ocurría—. ¿No había un juego del zorro y los gansos?

—Sí.

—Con unos caminos, o un damero...

—Los gansos tratan de sobrepasar al zorro. Él los alcanza allí donde los caminos se unen. Cada ganso que caza está obligado a ayudarle a cazar otros.

—Ah. Yo soy un... coleccionista de esa clase de conocimientos. Naturalmente.

—Mis gansos —dijo Loren— son presa de los zorros.

—¿Sí?

—Y lo saben. Lo enseñan, los mayores enseñan a los jóvenes. No parece ser algo instintivo; los gansos no adiestrados no huyen instintivamente de un zorro. Los viejos les enseñan cómo es un zorro, atacando a uno en bandada, y ahuyentándolo. Los jóvenes aprenden a ayudar. He visto a mi bandada seguir a un zorro durante casi dos kilómetros, graznando, amenazante. El zorro parecía no estar a gusto.

—Ahora debo irme —dijo Reynard; si había oído la historia de Loren, no lo demostró—. El avión está a punto de partir. Todavía tengo que hacer algunas cosas —se dirigió a la puerta.

—No hay descanso para el malvado —dijo Loren.

Reynard salió del bar sin despedirse. En la puerta se volvió.

—Instruya a sus polluelos —dijo—. Pero asegúrese de saber quién es el zorro.

Cuando desapareció en el atardecer —diminuto, viejo, imposible—. Loren despertó al dueño y le pidió que le llenara la copa. La carta, en el bolsillo de la camisa, parecía apretarle dolorosamente el corazón.

Nada es más tranquilizador para un científico que la duplicación de los resultados de otro científico. Cuando Loren abandonó la vacía casa obscura, sólo había pensado en un sitio donde perderse, un lugar lejano y despoblado donde ocultarse; pero sabía que debería también buscar una ocupación, comprometer todas sus facultades en una tarea difícil, para evitar, aunque sólo fuera por un tiempo, la terrible tempestad en que siempre se encontraba cuando pensaba en Sten y Mika.

Lo que habían dicho era realmente lo que pensaban hacer: no regresaron. Loren sabía que no lo harían. Cuando pasaron diez días, y una nueva nevada cubrió sus huellas, llamó a la policía de la Autonomía y dio la noticia de la brusca desaparición. Las fuerzas policiales estaban reorganizándose, y después de prolongados interrogatorios en los que él comunicó sólo lo necesario para no despertar sospechas, el asunto fue desechado, archivado, o quizás olvidado entre disputas burocráticas de mayor importancia. Durante una de sus entrevistas con la policía (la policía federal, en esa oportunidad) pensó que iba a ser golpeado para que confesase, para que confesase algo. Casi lo hubiera deseado; nadie más podía castigarlo por lo que había hecho.

¿Qué había hecho?

Recogió sus salarios del gobierno, casi intactos, obtuvo del doctor Small un pequeño subsidio concedido de mala gana, y se encaminó hacia el norte, mas allá de los límites de la Autonomía, hacia las tierras de cría del ganso canadiense. Uno de los grandes etólogos del siglo anterior había hecho extensas observaciones sobre el ganso europeo; eran famosos sus análisis y conclusiones acerca de los hombres y los animales, el instinto, la agresión, la pareja. Había extendido sus conclusiones a todas las especies del género
Anser
, el verdadero ganso. El ganso canadiense no era
Anser
, sino
Branta
. Llevaría meses, meses de curativa cocción en la soledad, comparar esas observaciones del siglo pasado acerca de la conducta del
Anser
con la del
Branta
. El estudio resultante sería un pequeño monumento, algo obtenido a partir de la miseria, por extrusión, como la perla de una ostra. Al leer otra vez los cuentos del anciano etólogo, porque eso parecían, a pesar del aparato científico: cuentos de amor y muerte, de penas y alegrías, Loren no experimentó el desconcierto de los primeros lectores ante la idea de que los hombres no eran otra cosa que bestias, ni sus proclamados ideales y libertades otra cosa que ilusiones, esa antigua, antigua reacción de los primeros lectores de Darwin, sino lo opuesto. Esas narraciones parecían decir que las bestias no eran inferiores a los hombres; de posibilidades menos complejas y expresiones menos variadas, pero igualmente completas, capaces de sentir y sobrellevar la pena, el dolor, el amor y la furia.

El centro de la vida del ganso canadiense es la ceremonia del triunfo, una sucesión asombrosamente hermosa de lucha ritual, agresión reencaminada, y un millar de entrelazadas llamadas y respuestas. Los gansos cumplen esta ceremonia por parejas a quienes la danza une para toda la vida. El anciano había dicho: la danza no expresa su amor sino que es su amor. Cuando un miembro de la pareja desaparece —atrapado entre cables eléctricos, cazado, víctima de una perdigonada— el otro lo busca incesantemente, llamándolo con la voz con la que un polluelo perdido llama a su madre. A veces, mucho más tarde, vuelve a unirse y a comenzar de nuevo; a veces nunca.

Las parejas son en su mayoría de macho y hembra, pero con frecuencia son de dos machos; en este caso hay en ocasiones una hembra satélite, amante de uno de los machos, que se contenta con compartir el amor, los triunfos de los dos, lo suficiente como para ser montada y preñada. Ésta no es la única rareza de sus uniones: hay entre los gansos verdaderas novelas de uniones anheladas o fracasadas, pérdidas, rivalidades, corazones destrozados.

Loren había visto mucho de esto entre sus gansos, aunque su vida social parecía congelada en un estado anterior y menos complejo; las ceremonias eran menos expresivas; las emociones, desde el punto de vista del observador, no tan diversas. Había anotado y analizado cuidadosamente la conducta ritual, conocía bien a su bandada, y había visto cómo sus aves enfrentaban las amenazas, cortejaban, educaban a su prole, viviendo una especie de estable y poco excitante vida de pueblo. No le interesaba, como científico, que hubiese una corriente más rica (como en los pueblos) bajo las querellas y satisfacciones de la vida cotidiana. Las necesidades y sentimientos expresados o bien no tenían forma, o no habían sido sentidos; no era posible analizarlos.

Sin embargo, quería conocerlos para informarse mejor. ¿Era el
Branta
menos humano que el
Anser
, o los textos del anciano sólo eran, en definitiva, parábolas, como las de Esopo?

El viejo sabio había hablado de dos machos, ambos muy arriba en la jerarquía de la bandada, que se habían unido y danzaban sólo entre ellos. Eran los fuertes y los más orgullosos, no tenían rivales, ni extraños de quienes debieran protegerse; pocos se les acercaban. La ceremonia, una continua sucesión de cambios, creció cada vez más: duró horas. Por fin, la carga de emoción se volvió excesiva; la agresión representada y ritualizada, al no encontrar otro canal de salida, se hizo demasiado fuerte. El ritual se convirtió en una violenta e inmediata agresión; las aves se picotearon y golpearon con las alas, infligiéndose verdaderas heridas.

La unión se rompió. Las dos aves se separaron, dirigiéndose a las orillas opuestas del lago, evitándose. Nunca repitieron la ceremonia. En una oportunidad se encontraron por error frente a frente en mitad del lago; inmediatamente se apartaron, erizando el plumaje con excitación, los picos temblorosos, en un estado que, según el anciano sabio, sólo podía describirse como de intensa confusión.

—Sólo podía describirse —dijo Loren en alta voz a la helada noche— como de intensa confusión —la mula tropezó y Loren, algo ebrio, se estremeció—. Intensa. Confusión.

¿Cómo podía volver a ver a Sten? Si se encontraban, ¿no habría entre los dos una confusión que les impediría comunicarse? Encontrarse otra vez con Sten, tenerlo ante sus ojos, había sido la obsesión de Loren durante meses; pero ahora que estaba invitado a verlo, realmente, sólo podía imaginarse avergonzado, dolorido y confuso. Era mejor dejar que la enorme máquina de su amor, desconectada de su objeto, girara inútilmente dentro de él hasta agotar el combustible o hacerse trizas en silencio.

Sin embargo, Sten lo llamaba. Gimió en voz alta a las estrellas. Muy lejos, dentro de sí, creía ver —por el whisky, sólo por el whisky, se dijo— una posibilidad que había desechado mucho antes, la posibilidad de la dicha después del dolor.

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