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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (21 page)

BOOK: Bestias
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«Por una buena cantidad de razones no te puedo decir exactamente dónde estamos, pero quiero que sepas que me siento muy bien, y también Mika. Sé que no es mucho decir después de tanto tiempo, pero cuando eres un proscripto y un asesino (cosas que dicen de mí) no escribes mucho. Pienso en todo lo que ocurrió, y en cómo nos divertíamos en la casa, solos, y en lo felices que éramos. Hubiera querido que no se acabara. Pero hice lo que pensé que debía hacer, y supongo que tú también. Es curioso: aunque yo me marché, cuando lo pienso, me parece que fuiste tú el que se fue. De todos modos, espero que podamos ser otra vez amigos. Como verás, necesito a todos los amigos que pueda reunir. Necesito tu ayuda. Siempre me has ayudado, y todo lo bueno que tengo, a ti te lo debo. He cambiado mucho. Tu amigo, Sten.»

Debajo de la firma había agregado otra frase, menos como un pensamiento posterior que como el reconocimiento de algo que debía reconocer, y lo sabía, pero que sólo había podido expresar en el último momento:

«Siento mucho, mucho lo de Halcón.»

Durante una tensa y amenazante semana después de la caída de Nashe, los tres esperaron la reacción del nuevo gobierno. Era natural que el gobierno, con su terca minuciosidad, intentara algo contra el heredero de Gregorius, pero nada ocurrió. Continuaron tan libres como habían estado siempre. Llegaban visitantes, no enviados por ningún gobierno, sino movidos por la necesidad de reunirse en algún sitio. Acampaban afuera de los muros, holgazaneaban en grupos más allá del portón cerrado, miraban hacia adentro. Se marchaban y otros venían. Pero la situación no había cambiado oficialmente.

Sin embargo, Sten advertía un cambio. Antes se había sentido aislado, oculto, protegido, con Loren y Mika, sin importarle las consecuencias de haber sido cómplice en la muerte de su padre; ahora empezaba a sentirse prisionero. Esa noche en que había visto a los leos, encerrados en sus montañas, rodeados, y había oído a ese hombre pálido e impotente diciendo que él y la muchacha morirían con ellos, incapaces de hacer otra cosa, Sten se había sentido desgarrado entre la ira y la ansiedad: hubiese querido ayudarlos de alguna manera; sabía que él nunca, nunca se rendiría como ese hombre, que nunca aceptaría la impotencia, y, sin embargo, comprendía que él mismo estaba tan encadenado e impotente como ellos.

Ahora Nashe había cedido y el mismo gobierno federal que acosaba a los leos presionaba a Sten, lo sofocaba, esperaba que muriese de hambre. Tenía una angustiosa sensación de urgencia, un sentimiento que jamás había de aliviarse: cuanto más lo apretaban esas cadenas invisibles, más luchaba contra ellas. Incluso Loren, ahora, parecía interesado sólo en contener a Sten. Antes habían mantenido una especie de equilibrio, como si los dos se apoyaran en una mano de Mika para no caer; ahora habían empezado a sacudirse peligrosamente. Loren daba órdenes; Sten se burlaba; Loren peroraba; Sten callaba. Sten advirtió que Loren tenía miedo, y sin querer empezó a presionar sobre ese miedo, como para ver si era real.

—¿Todavía están allí? —preguntaba Mika.

—No te des por enterado —decía Loren—. No los alientes. No...

Sten se apartó de la ventana a prueba de balas del despacho de su padre, desde donde espiaba con binoculares a dos o tres figuras silenciosas, excesivamente abrigadas, que se veían del otro lado del portal.

—¿Por qué —preguntó fríamente a Loren, con el tono penetrante de su padre— estás todo el tiempo girando a mi alrededor?

Loren, sabiendo que no podía decir «Porque te quiero», respondió:

—No cometas ningún error. Eso es lo único que quiero decir —y se fue.

Cuando Loren desapareció, Sten volvió a mirar la carta. Se la había entregado el hombre que traía las provisiones, en silencio, al salir de la cocina. No tenía dirección. Decía con descuidada dactilografía:

Si, al modo de los hombres, he luchado con las bestias de Efeso, ¿qué ganaré si los muertos no se levantan?

Debajo de esto, que, según pensaba Mika, era una cita de la
Biblia
, había una serie de números y letras. Sten llegó a la conclusión, después de mucho reflexionar, que eran coordenadas geográficas, alturas, puntos de la rosa de los vientos. Quizá no habría reflexionado tanto si no hubiera visto al pie, como firma, una sola letra infantil, cuidadosamente garrapateada:

R.

—Deberíamos preguntarle a Loren —dijo Mika.

Sten movió la cabeza. ¿Por qué le revelaría Reynard el sitio donde se ocultaban los leos? Los mapas que había en el despacho de su padre mostraban el lugar señalado por Reynard: un punto en las montañas que limitaban la Autonomía por el norte, donde terminaba la Reserva Génesis.

—¿No puede ser —preguntó Mika— que él desee que los ayudemos? ¿Que lleguemos adonde están y los ayudemos?

Cuando, en aquella vieja aula, Reynard le había dado esa casa y esa seguridad, e incluso, probablemente, una nueva vida, le había dicho:

«No seas depredador ni presa.»

Si así era, estaba en crecientes dificultades, porque estaba huyendo como una presa, ocultándose del gobierno, de la gente de fuera... y de Loren. Si ahora Reynard le ordenaba que se levantara, como de entre los muertos, ¿era sólo por los leos? Y de todos modos, ¿se atrevería? Anhelaba desesperadamente el consejo y la ayuda de Loren. Pero Loren había dicho claramente qué pensaba de los leos.

Mika miró cómo doblaba y desdoblaba la carta, una y otra vez, cuidadosamente, como si meditara una secreta resolución. Sin mirar a Mika, Sten contó cómo había asesinado a su padre, lo que él había hecho, y por qué habían estado seguros en la casa.

—Tú te podrías quedar —dijo por fin—. Estarías segura aquí, con Loren.

Había empezado a nevar otra vez, una rápida aguanieve que sonaba como un largo suspiro. Mika pensó en ellos dos, desnudos, riendo en la nieve.

—Podríamos usar los trineos —dijo.

Esa semana las líneas telefónicas de la casa quedaron cortadas, quizá por la nevada, quizá deliberadamente; no se les dio explicación, y Loren empezó a hacer viajes semanales a la ciudad más próxima, a casi cinco millas de distancia, para llamar a sus proveedores y comprar los periódicos, y ver si podía advertir algún cambio en su situación y prever lo que sería de ellos. No había nadie de confianza a quien pudiera llamar, ningún funcionario de gobierno o abogado de la familia. Sabía que era una locura ocultarse de este modo: no podía durar. Pero cuando contempló la posibilidad de exponer a Sten ante el gobierno, de tratar de llegar a alguna decisión, se echó a temblar. Ocurriera lo que ocurriese, estaba seguro de que, de algún modo, lo apartarían, los separarían. No podía imaginar otra conclusión.

Al retornar de la ciudad, se abrió paso a través del pequeño grupo de gente en el portal y se detuvo ante la barrera. Cuando le hicieron preguntas, sonrió y se encogió de hombros como si fuera idiota, concentrándose en pasar rápidamente y cerrar de inmediato para que nadie tuviese la tentación de seguirlo, y luego prosiguió rápidamente por el camino cubierto de nieve, alejándose de las voces.

Se detuvo ante la casona y entró. Se había llevado de la casa un pequeño calentador que se mantenía permanentemente encendido, aunque apenas reducía el frío de las habitaciones de piedra. Eso era todo lo que Halcón necesitaba.

Halcón estaba en plena muda. En la percha cubierta, parecía desventurado. Desde que Loren lo viera por última vez, había perdido dos nuevas plumas remeras (siempre caían por pares, una de cada lado, para que Halcón no se desequilibrase al volar); Loren las recogió y las guardó junto con las otras. Podían usarse para reparar las alas, pero lo corriente era que se guardasen como se guardan los zapatitos usados de un bebé.

El día era sereno y brillante, y el Sol casi caliente. Llevaría a Halcón a su percha en el exterior, sobre la hierba.

Hablando suavemente con él, con un solo movimiento práctico, deslizó la caperuza sobre la cabeza del halcón y la ajustó. Estaba demasiado endurecida, necesitaba aceite, no había fin para el trabajo del halconero. Luego se calzó el guante. Puso la mano enguantada debajo de Halcón, y le rozó la parte posterior de las patas. Halcón retrocedió instintivamente hasta el guante. Aleteó suavemente mientras Loren movía la mano para alcanzar la correa, y sólo cuando Halcón estuvo firmemente posado en la muñeca, desató la correa que lo retenía. Como entre ladrones, había honor entre el halconero y el ave sólo cuando todo había sido verificado y no quedaba ninguna posibilidad de traición, de fuga.

Lo llevó un rato por el interior de la casa, acariciándole las plumas del cuello con el índice de la mano derecha hasta que Halcón se mostró satisfecho, y luego salió a la luz del día, parpadeando ante el resplandor de la nieve, y fue hasta la percha exterior. Creyó oír, detrás de la casa, el suave silbido de los nuevos trineos. Ató sólidamente la correa de Halcón a la percha, con un nudo de halconero, hecho con una sola mano, y rozó las patas de Halcón contra la percha de modo que el halcón saltara a ella. Le quitó la caperuza. Halcón se erizó y abrió el pico; la membrana interior de los párpados se le deslizó sobre los ojos sorprendidos. Miró rápidamente hacia el punto donde tres trineos de motor, en silenciosa procesión, avanzaban hacia un seto desnudo.

—¿Qué ocurre? —gritó Loren, quitándose el guante y corriendo hacia ellos; Mika y Sten, a cuyo trineo estaba atado el tercero, cubierto de objetos envueltos en plástico, no se detuvieron ni volvieron la cabeza; Loren sintió un miedo brusco y angustioso—. ¡Esperad!

Malditos sean, pensó, tienen que escuchar... Atravesó el cercado justamente cuando los trineos entraban en los campos nevados que se extendían kilómetros y kilómetros más allá de la casa. Loren, abriendo un surco en la nieve, alcanzó el trineo de Sten antes de que él pudiera acelerar. Aferró el brazo de Sten.

—¿Adónde piensas ir?

—Déjame en paz. Simplemente, nos vamos.

Mika había detenido el trineo y miraba hacia atrás, orgullosa y reservada.

—He dicho adónde. ¿Y qué es todo eso?

—Comida.

—Hay bastante para semanas. Qué diablos...

—No es para nosotros.

—Entonces, ¿para quién?

—Para los leos —Sten apartó la mirada; llevaba unas gafas de nieve con sólo una ranura para los ojos; le daban un aspecto extraño y cruel—. Se lo llevamos a los leos. No te dijimos nada porque te habrías negado.

—¡Por supuesto que sí! ¿Estás loco? Ni siquiera sabes dónde están.

—Lo sé.

—¿Cómo?

—No te lo puedo decir.

—¿Y cuándo volverás?

—No volveremos.

—Baja de ese trineo, Sten —se proponían huir, sin hablarle, sin pedirle ayuda—. Te he dicho que bajes.

Sten se deshizo de él y empezó a poner en marcha el motor. Loren, enloquecido por esta traición, lo arrancó literalmente del trineo y lo apartó; Sten se tambaleó sobre la nieve.

—Escúchame ahora. No irás a ninguna parte. Guarda de nuevo las provisiones —se acercó a Sten desde atrás y volvió a empujarlo—. Y devuelve los trineos al depósito antes... antes de que...

Sten se enderezó. Las gafas se le habían caído, pero tenía la cara aún enmascarada por algo frío y duro que Loren no había visto jamás. Loren calló.

Mika había dejado su trineo. Se acercó al lugar donde ambos se miraban frente a frente. Miró a Loren, a Sten. Luego apretó el brazo de Sten.

—Está bien —dijo Loren—. Está bien. Escuchad. Aunque sepáis adónde vais. Eso va contra la ley —ellos no respondieron—. Son criminales perseguidos. Vosotros también lo seréis.

—Ya lo soy —dijo Sten.

—¿Qué quieres decir?

—No nos habrías ayudado —dijo Mika— aunque te lo hubiéramos dicho, ¿no es verdad?

—Yo hubiera dicho lo que pensaba.

—No nos habrías ayudado —dijo ella con amarga, serena furia.

—No —mientras lo decía, Loren observaba cómo destruía su imagen ante ellos, desesperada y completamente—. No es posible desprenderse de todo así como así. ¿Y los animales? ¿Y Halcón? —señaló al halcón, que los miró desde su percha y luego apartó la vista.

—Lo cuidarás tú.

—No es mi halcón. No le puedes dejar tu halcón a ninguna otra persona. Te lo he dicho.

—Está bien —Sten se volvió y caminó por la nieve hasta la percha.

Antes de que Loren pudiera ver qué hacía, había sacado y abierto una navaja: brilló a la luz de la nieve.

—¡No!

Sten cortó el extremo de la pequeña correa. Loren corrió hacia él, tropezando en la nieve.

—¡Mierda!

Por un instante, Halcón no advirtió ningún cambio, pero todo ese movimiento y esos gritos lo disgustaban. Tenía ganas de mover las alas y volar desde la percha, aunque en mil intentos había aprendido que caería aleteando inútilmente, cabeza abajo. Sten se había quitado la chaqueta y dando un grito la sacudió ante la mirada de Halcón. Éste, con un grito irritado, alzó el vuelo y se encontró libre, trató de retornar a la percha, pero Sten volvió a agitar la chaqueta y Halcón, disgustado, se elevó en el aire. Era raro sentirse libre, pero era un buen día para volar. Voló.

—Ahora —dijo Sten cuando Loren llegó a su lado— no es el halcón de nadie.

Con un inmenso esfuerzo, Loren ahogó la marea de angustia desesperada que crecía dentro de él.

—Ahora —dijo con calma, aunque le temblaba la voz—, ahora ve a buscar en la casona la pértiga larga y la red. Con los trineos, podríamos encontrarlo a la caída de la noche. Ha ido hacia el este, hacia aquellos árboles, Sten.

Sten se puso la chaqueta y caminó hacia los trineos.

—Mika —dijo Loren.

Ella permaneció un momento entre los dos, abrazándose a sí misma. Luego, sin mirar a Loren, se encaminó hacia el trineo.

Loren sabía que debía seguirlos. Podía ocurrirles cualquier cosa. Pero se quedó inmóvil, y vio cómo se afanaban con los trineos, los alineaban y partían. Sten dio a Mika una orden en voz baja y volvió a ponerse las gafas de nieve. Volvió la cabeza y miró a Loren una vez más, enmascarado, con las manos sobre los mandos del trineo. Luego los trineos se alejaron con un fuerte susurro, obscuros y decididos entre la nieve.

—Sí —dijo Reynard—. Yo le indiqué a Sten dónde estaban los leos. Fue muy inteligente al descifrarlo.

—¿Y también trajo la película que vimos?

—Sí.

—¿Cómo llegó hasta ellos, sin que lo detuvieran? ¿Cómo ha podido regresar?

Reynard no dijo nada: estaba frente a Loren, ante la mesa.

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