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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (9 page)

BOOK: Bestias
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—Tuve miedo —Sten alzó las rodillas y las abrazó.

—Pensé que me dispararían también.

—Podrían haberlo hecho —Reynard sintió un leve, incipiente regocijo; había corrido un gran riesgo, pues no conocía todos los hilos, pero las cosas le estaban saliendo bien.

Conocía a Gregorius, y había estudiado ese videotape, advirtiendo que el chico se apartaba de la mano del padre en el palco, observando cómo se dominaba a sí mismo, con ese dominio propio de la gente profundamente solitaria; y así había descubierto Reynard que no había afecto entre Gregorius y el joven heredero. Ningún afecto. Y cuando su padre yacía sangrando en el suelo, agonizante, el muchacho había corrido, temiendo por su propia vida, a pedir ayuda, pero sólo aquí. Aquí era su casa.

—Todavía podrían hacerlo —vio cómo el miedo, la furia, el ensimismamiento se alternaban en Sten; solo, terriblemente solo, Reynard lo sabía.

—¿Qué quieres ahora, Sten? ¿La venganza? Sé quién mató a tu padre. ¿Quieres continuar su tarea? Podrías hacerlo fácilmente. Yo te ayudaría. La gente te quiere, Sten.

—Déjame en paz.

—¿Es eso lo que quieres?

Durante largo rato, Sten no dijo nada. Miraba a Reynard, incapaz de apartar la cabeza, y trataba de penetrar en esos ojos castaños y sin pestañas. Luego:

—Tú has matado a mi padre.

—Tu padre ha sido asesinado por agentes del Sindicato de Ingeniería Social. Lo sé, uno de ellos era mi chofer.

—Tu chofer...

—Él lo negará. Dirá que tenía otras razones. Pero en los apartamentos de mi casa, que sin duda registrarán, encontrarán pruebas de su vinculación con el SIS.

Eran como los ojos de Halcón, pensó al principio, pero no lo eran. Detrás de los ojos de Halcón sólo había una inteligencia clara y una despiadada certidumbre. Estos ojos eran atentos, necesitados de algo, seguros sólo de que todo era incierto, animados por una chispa de profundo temor. Los ojos de un mamífero. De un pequeño mamífero.

—Está bien —dijo finalmente Sten—. Está bien —una especie de calma se había apoderado de él, aunque las manos le temblaban ahora.

—Has matado a mi padre. Sí. Apostaría que eso se podría probar. Pero no me has matado, aunque habrías podido —elevó una plegaria a Halcón: ayúdame ahora, ayúdame a tomar lo que quiero—. No quiero nada de ti, nada de esa venganza ni de esa tarea, nada parecido. Quiero estar solo. Deja que me quede aquí. No querrán matarme si no hago nada.

—Verdad. Supongo que es verdad —no se había movido; no había movido un pelo rojizo desde que Sten abriera la puerta.

—No haré nada. Lo Juro —le apareció un temblor en la voz, y tragó saliva, o lo intentó, para tranquilizarse—. Dame la casa y la tierra. Deja que me quede. Deja también que se queden Mika y Loren. Y los animales. Es todo lo que quiero.

—Si lo es —dijo Reynard—, ya lo tienes. Sólo tú podrías estar en estas tierras. Tienen tu marca —nada permitía traslucir o adivinar que esto fuera lo que esperaba de Sten, ni siquiera que alguna vez se le hubiese ocurrido la idea.

—Y yo he de partir, ¿no es verdad? Y rápidamente, pues ya no tengo un chofer. Yo conduzco despacio —se puso lentamente de pie: una pequeña criatura.

—Si tienes prudencia, Sten, no es necesario que seas depredador ni presa. Tienes poder; quizá más del que piensas. Empléalo sólo para eso, y estarás seguro —miró las paredes de piedra; el frío de la tarde hacía el lugar sombrío y fragante—. Seguro como las casas.

Sin despedirse, salió por la puerta del frente. Sten, acurrucado todavía junto a la puerta trasera, escuchó el incierto plañido del coche de tres ruedas; y cuando desapareció, se puso de pie. Ahora temblaba francamente. Tenía que ir a la casa, alertar a la guardia, contar lo ocurrido. Pero no que había venido aquí; diría que se había quedado con su padre, tratando de curar sus heridas...

Por la puerta abierta pudo ver, muy lejos, a Mika y a Loren que atravesaban el campo; Mika corría, fastidiando a Loren, que la seguía con cuidado; llevando las botellas que guardaban los especímenes. Las redes eran como pequeñas y extrañas banderas. Todo su ejército. ¿Cuánto podía decirles? ¿No todo? ¿Debería guardarlo siempre para sí? Las lágrimas le asomaron a los ojos. ¡No! Tenía que ir de inmediato a la casa, antes de que lo vieran o vieran el caballo.

Cuando se tranquilizó ya estaba en el césped, junto a la percha manchada de blanco donde se encontraba Halcón, ordenándose tranquilamente el plumaje. Parecía enorme en el ocaso que se profundizaba; el pecho amplio era liso y suave, como un lugar donde apoyar la cabeza de un bebé.

¿Cómo soportas cada día?, pensó Sten. ¿Cómo toleras no ser libre? Enséñame. ¿Cómo haces para estar atado? Dime.

—Sten se quedará tranquilamente en la propiedad —dijo Reynard a Painter—. Durante un tiempo, por lo menos. Se acusa de la muerte de Gregorius al Sindicato de Ingeniería Social, que por supuesto lo negará vigorosamente. Y mi pobre chofer, que quizás odiaba al SIS más que a Gregorius, no saldrá jamás de la prisión. Yo puse en sus habitaciones los documentos que hacen de él un agente del SIS. He proporcionado al SIS buenas razones para asesinar a Gregorius: la declaración que escribí en su nombre, y que por supuesto él nunca vio, era una violenta denuncia del SIS, y contenía algunas bastante sorprendentes premoniciones de que dar ese paso podía costarle muy caro. Esa declaración será considerada como el conmovedor discurso póstumo de un mártir de la independencia. La Conferencia de Reunificación no se celebrará. Ni este año ni el próximo. Nadie confiará más en el SIS: una organización capaz de asesinar a un jefe de Estado por un desacuerdo no puede ser árbitro de la paz y la unidad. No considero imposible, sin embargo, que el gobierno federal intente de alguna otra forma conseguir poder en la Autonomía. Habrá pretextos...

Caddie lo escuchaba con fascinación, aunque no comprendía mucho. Él parecía tener sólo cierta reserva de voz, que se consumía mientras hablaba, reduciéndose a un leve murmullo; sin embargo continuaba hablando, de los crímenes y traiciones que había cometido, sin emoción, diciendo terribles ironías sin una sombra de Ironía. Painter escuchaba atentamente, sin hacer comentarios. Cuando Reynard concluyó, sólo dijo:

—¿En qué me beneficia?

—Paciencia, querida bestia —susurró Reynard, poniendo una mano delicada junto a la grande de Painter—. Aún no ha llegado tu hora.

Painter se irguió, mirando al zorro. Caddie se preguntó cuántos hombres los habrían visto juntos. ¿Quizá sólo ella? Era todo tan extraño que apenas llegaba a entenderlo.

—¿Adónde irás ahora? —preguntó Painter.

—Me ocultaré —dijo Reynard—. En alguna parte. Hay un límite a sus posibilidades de perseguirme, en esta región. ¿Y tú?

—Iré al sur —respondió Painter—. Mi familia. Ya es tarde.

—Ah —Reynard pasó la mirada de Painter a Caddie y nuevamente a Painter—. Justamente al sur de la frontera está la Reserva Génesis —dijo—. Buena caza. Nadie podrá hacerte daño allí. Ve por ese camino —miró a Caddie—. ¿Y tú? —preguntó.

—Al sur —dijo ella—. Al sur también.

Cuatro:
Ve hacia la hormiga, oh haragán;
reflexiona sobre sus hábitos, y aprende

Si hubieran vivido en uno de los niveles inferiores, ya el Sol se estaría poniendo para ellos; y abajo, en el suelo, sólo se habrían visto unas pocas nubes moradas en un cielo de lapidaria claridad, si hubiese habido alguien para verlas, y no había nadie en los casi dos mil quinientos kilómetros cuadrados que medía la Reserva Génesis. Pero allí donde residían, sobre el nivel cien, aún podían ver las rojas llamas del Sol que no desaparecería durante algunos minutos de las terrazas superiores. A ninguna otra hora sentía más intensamente Meric Landseer la vastedad de la Montaña de Candy que cuando contemplaba, al atardecer, el ocaso que se extendía sobre la llanura y trepaba hacia arriba nivel por nivel.

La luz del Sol atravesó el vaso que sostenía en la mano, encendiendo una llama en el centro.

—«
Eres la sal de la Tierra
—leyó Bree—,
y si la sal pierde sabor, ¿con qué la salarás?
» ¿Qué significa?

—No lo sé.

Bree estaba sentada, erguida, en la silla de lona, con las atezadas piernas muy abiertas y las rodillas brillantes al Sol. Se rascó perezosa, abstraídamente, pasando las finas páginas con cantos dorados. Estaba desnuda, aparte de las gafas de Sol y los gruesos calcetines grises que le protegían los pies. El Sol, que hería longitudinalmente la absoluta claridad del aire, la dibujaba con gran exactitud: cada vello castaño de sus miembros castaños parecía grabado, cada lunar tenía un punto luminoso y una sombra; incluso las grietas diminutas de los labios plenos y entreabiertos se distinguían de la falsa humedad de la crema protectora que los cubría.

Meric amaba a Bree, y ella lo amaba, aunque quizás amaba más a Jesús. El Sol no hacía distinciones, y en verdad destacaba el cemento desnudo del borde del terrado tan amorosamente como el ámbar de la bebida de Meric o los miembros de Bree. Era imposible iluminar a Jesús: era, sentía Meric, una obscuridad fluorescente en el pequeño libro.

La sombra había ascendido hasta el nivel de ellos. Bree dejó el libro.

—¿Puedes verlos? —preguntó.

—No —miró la ondulante llanura, este año en barbecho, que se extendía hasta que la obscuridad la devoraba; quizás hubiera podido, con los ojos de las águilas que moraban en los techos más altos semejantes a acantilados: las había visto a la altura de su propio techo, flotando en corrientes complejas, acechando los movimientos de las liebres, que se movían como peces en el mar de hierba, abajo—. No, no puedo verlos —era imposible, para alguien que viviera allí, sentir miedo de las alturas, y Meric no lo sentía; sin embargo, a veces, cuando miraba hacia abajo experimentaba... ¿qué? ¿asombro? ¿sorpresa?... una emoción súbita que lo agitaba como una bandera.

—Hace frío —dijo Bree, casi con petulancia.

Un breve verano había ardido y pasado. Bree lo había tomado como un derecho, no como un regalo; siempre se sentía ofendida por la partida del Sol. Se puso de pie, envolviéndose en una larga túnica azul. Meric podía ver, muy abajo, en los terrados que sobresalían, a otros hombres y mujeres que se levantaban y envolvían en azul.

Con el brusco descenso nocturno de la temperatura llegaron los vientos. La Montaña estaba diseñada para no entrometerse en modo alguno con la Tierra, y para no hacer ningún daño al cuerpo de ella y a la piel de vida que se extendía sobre el suelo. Contenida en sí misma, la Montaña reemplazaba exactamente todo lo que usaba del cuerpo de la Tierra, tomando en préstamo y devolviendo agua y alimento con honesta contabilidad. Y sin embargo, el aire era perturbado por la masa de la Montaña; erguida en medio del océano de aire como una enorme mano de mortero, podía despertar y distorsionar vientos salvajes. Más o menos una vez por año, un vasto cristal fallado, color ámbar, era arrancado y llevado por el aire cientos de metros antes de aterrizar. Cuando esto ocurría, salían y recogían hasta astillas, las más pequeñas, volvían a fundirlas y las utilizaban de nuevo.

Pero no podían dejar de perturbar el aire. Un edificio de ochocientos metros de largo y casi la misma altura instalado entre ondulantes colinas de hierba no podía evitarlo: y no era Meric el único que sentía mala conciencia, y de alguna manera, pedía perdón al viento.

—Sin embargo allí están, ¿no es verdad? —dijo Bree; cerró las puertas del terrado, pero el viento había entrado y corría por el piso, alzando alfombras y cortinas de azul y haciendo vibrar los paneles—. Están allí, en alguna parte.

Encendió las velas de la mesa baja y acomodó los almohadones con sus pies enfundados en calcetines grises. Más allá del espacio de cristal, quizás muy lejos, las ráfagas de aire hacían difícil juzgarlo, hombres y mujeres cantaban un antiguo himno mientras regresaban del trabajo; Meric y Bree alcanzaban a oír la melodía, pero no las palabras.

—Esta noche empieza de nuevo tu show, ¿verdad? —preguntó Bree mientras Meric servía la sencilla cena—. ¿Habla de ellos?

—No. No tenemos películas ni videotapes. No serviría de gran cosa.

—Y sin embargo, la gente no sabe qué pensar —Bree recogió la túnica entre los muslos morenos y se arrodilló al modo japonés delante de la mesa—. ¿Está...? ¿Está bien que se instalen aquí?

—No son hombres.

—Sabes qué quiero decir. Está estrictamente prohibido el acceso a la Reserva, a las tierras que domina la Montaña de Candy, de vagabundos, cazadores, intrusos. De hombres.

—No sé. Se ha hablado de instalarlos en una reserva. Tienen que vivir.

—¿Te dan pena? —preguntó Bree.

—Sí. No son hombres. No tienen libertad de elección, me parece. No pueden decidir, como nosotros, no ser...

—Carnívoros.

—Eso es. No ser lo que son.

—Gracias te damos, Señor —dijo Bree, con sus largas pestañas bajas—, por los dones que nos has dado y que recibiremos en nombre de Jesús, amén; tomó el pan, lo partió, y se lo dio a Meric.

Cuando Meric había llegado, veinte años antes, tenía seis años, y la gran estructura no había estado habitada mucho más tiempo. Empezaba a dejar de crecer: nunca había de llegar a los doscientos niveles, ni se ajustaría, por lo tanto, a la exquisita maqueta hecha por Isidore Candy mucho antes de que se iniciara la construcción. Entre los recuerdos más profundamente grabados de Meric estaba la primera ocasión en que viera esa maqueta. En verdad, recordaba tan pocas cosas de su vida antes de la Montaña —esa vida fugitiva y desplazada de los refugiados que imprime a fuego una leve marca eterna de inseguridad en el alma pero deja pocos objetos estacionarios en la mente— que sentía su vida iniciada ante la maqueta.

—¡Mira! —había dicho su madre cuando la diminuta y exhausta caravana estaba aún a millas de distancia—. ¡Es la Montaña de Candy!

La enorme masa azul se elevaba a lo lejos como grandes espaldas que se alzaran de la Tierra, las espaldas esqueléticas de todos los grandes Titanes muertos resurgiendo a la vez. Y una vez que la vio sobre el horizonte, ya no dejó de verla, por más vueltas que diera el camino; era tan grande que pasó largo tiempo antes de que tuviera la impresión de haberse acercado. Pero creció, y tuvo que alzar cada vez más la vista para verla, hasta que llegaron a los anchos escalones de la base. El mar de hierba que habían atravesado rompía contra esos escalones en una espuma de hojas y flores que cubría el primer peldaño, al que no llegaba ningún camino ni terraza. Se quedó allí como en una costa escarpada. Cuando intentó mirar hacia arriba, sin embargo, los acantilados eran demasiado grandes para ser visibles. A su alrededor, la gente ascendía los escalones hacia cien entradas abiertas que aguardaban en el frente inconcluso: alguien le tomó la mano y él subió también, pero era la Montaña misma quien lo recibía.

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