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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (4 page)

BOOK: Bestias
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Aprendió que tenía talento para soportar cosas: no sólo mochilas pesadas, noches frías o largas caminatas, sino también el peso de los días, la insatisfacción que llevaba siempre consigo como una carga, la espera. Porque eso es lo que estaba haciendo siempre, esperar. Se había convencido de que esperaba el fin de aquel contrato de diez años. Pero no era así.

La mañana siguiente era fría para septiembre, y tan al norte casi helaba. Del lago, de los lanudos caballos de carga que Hutt tenía para alquilar y de los montones de estiércol brotaba un vapor blanco. Caddie podía ver su propia respiración en el establo de las cabras; un vaho se elevaba sobre los cubos de leche. Todo lo que estaba caliente, todo lo que venía del interior echaba humo.

Mientras regresaba con la leche, vio que Ruta y Bonnie, los caballitos de carga, retrocedían resoplando, apretujándose contra la cerca del corral. Se acercó, llamándolos, y vio que estaban asustados. Del otro lado del corral, Painter, el leo, fumaba apoyado en la cerca.

—¿Qué les has hecho? —preguntó, mientras dejaba la leche en el suelo—. Los has molestado? ¿Qué ocurre?

—Es el olor —dijo Painter; hablaba con una voz fina y quebradiza, como si tuviera inflamada la garganta.

—Yo no huelo nada.

—No. Pero ellos sí.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se viera algo parecido a un león en aquellos montes? El invierno pasado Barlo había visto un lince, y había hablado de él durante semanas. Y sin embargo, quizás en alguna parte dentro de Ruta y Bonnie, el miedo ancestral estaba todavía vivo, y era posible reanimarlo.

—El problema es —dijo Painter— cómo utilizar a estos malditos animales si los asusto mortalmente —tomó el cigarrillo entre dos gruesos dedos cubiertos de vello dorado y lo arrojó al suelo.

—Lo pasaremos bien.

—¿Vais a alguna parte, Hutt y tú?

—¿Hutt?

—¿Quiénes, si no?

—Tú y yo —dijo Painter.

Durante un rato, ella no dijo nada. El rostro de él parecía inexpresivo, quizá porque no era completamente humano, o tal vez porque, como los gatos, no tenía nada especial que expresar. De todos modos, si intentaba hacer una broma, no lo demostraba. Simplemente la miraba, echando vapor por las estrechas ventanas de la nariz.

—¿Qué te hace pensar que iré a alguna parte contigo? —preguntó Caddie; por primera vez tenía miedo de Painter.

Él encendió otro cigarrillo negro, con torpeza, como si el frío le hubiera entumecido las manos.

—Anoche te compré. Compré a Hutt tu contrato de trabajo. Ahora eres mía.

Al principio, ella lo miró con incredulidad. Luego sintió que una ola de furia crecía en ella, y echó a andar por el fangoso sendero hacia el hotel, sin recordar los cubos de leche. Luego se volvió hacia el leo.

—«Te compré». ¿Qué diablos quieres decir? ¿Te crees que soy un par de zapatos?

—Si me expresé mal, lo siento —respondió Painter—. Pero es legal. Está en los papeles, él puede vender tu contrato de trabajo. Hay una cláusula —abrió las fuertes manos; la carne se le retiró de las puntas de los dedos descubriendo unas uñas blancas y curvadas.

Ella se sintió confusa.

—¿Cómo Hutt pudo hacerme eso? ¿Por qué no me lo dijo?

—Tú le has vendido diez años de tu vida —dijo Painter— en un momento dado. Él es el dueño, puede vender. No creo que esté obligado a decírtelo. No está en los papeles, no me parece. Y de todos modos, no importa.

—¡Que no importa!

—A mí no.

Caddie quería correr en busca de Hutt, golpearlo, hacerle daño, suplicarle, quedarse con él.

Ruta y Bonnie habían dejado de moverse; sólo relinchaban de vez en cuando en el extremo opuesto del corral. Durante un rato estuvieron inmóviles, formando un triángulo, Caddie, los caballos, el leo.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó Caddie.

Esa noche, en el bar, los dos conductores de camiones y Barlo se mantuvieron alejados de la mesa donde estaba Painter, aunque lo miraban de soslayo, uno por vez; él no los miraba.

Los conductores venían del sur. Llevaban uniformes de alguna clase; Caddie ignoraba cuál, quizá los habían inventado ellos mismos. Contaban las historias habituales: los refugiados obstruían los caminos, había que esquivar los coches abandonados, las ciudades estaban cerradas como fortalezas. Hacía tiempo que ella no intentaba explicárselo. Allí abajo habían enloquecido, mucho antes de que pudiera recordar nada. El rostro de Painter no mostraba ningún interés por lo que decían. Pero no así sus orejas. Las anchas y erguidas orejas eran el rasgo más leonino, más animal de su extraña cabeza. En parte ocultas por el pelo espeso echado hacia atrás, se podía ver sin embargo cómo se alzaban y volvían hacia los hombres que hablaban, con una voluntad propia. Quizá él ni siquiera sabía que lo hacían; quizá sólo Caddie se daba cuenta. No podía dejar de mirarlo desde el mostrador; el corazón le subía y bajaba penosamente cada vez que lo miraba, sentado a la mesa, casi inmóvil.

—A nosotros no nos importa —dijo Barlo—. Somos independientes —esa pequeña porción de los bosques del norte se había separado de los Estados Unidos años atrás, y ahora era oficialmente parte del Canadá—. Tenemos nuestras propias normas.

—Así es —observó el mayor—, mientras no vuelvan a buscarnos.

—Los federales —dijo el más joven.

—Pues bien, a mí no me llevarán —dijo Barlo, sonriendo como si hubiera dicho algo inteligente—. Yo no iré.

Caddie, atareada, servía cerveza a los conductores, ponía whisky en el café de Barlo, freía bistecs. Eran las cosas que normalmente hacía Hutt; pero Hutt había ido al despacho del juez de paz para poner los papeles en orden y obtener un certificado de venta, llevando en la mejilla la larga y furiosa marca del anillo de Caddie.

Hasta esa mañana, Caddie había creído que conocía la estofa del Mundo. No le gustaba, pero podía soportarlo. Lo soportaba sintiendo por él poco más que desdén. Ahora, sin aviso previo, había cambiado de cara, abriéndose ante ella como un abismo vertiginoso, y le decía: el Mundo es más grande de lo que pensabas, más grande de lo que puedes pensar. No sólo Hutt la había engañado, y aparentemente sin que ella pudiera hacer nada, sino todo el Mundo. El miedo y la confusión que sentía estaban causados tanto porque la vida había traicionado el trato apresurado que había hecho con ella, como por encontrarse de pronto perteneciendo a un leo.

Perteneciéndole. No, no era así. Lavaba los vasos con rabia, frotándolos con el agua gris. No pertenecía a nadie, ni a Hutt ni ciertamente a ese monstruo. Nunca había tenido dueño; una de sus constantes réplicas a su madre, cuando intentaba que Caddie fuera una chica respetable a pesar del exilio y la pobreza era: «No eres mi dueña». Quizá alguna vez había pertenecido a su padre. En otro tiempo había creído sentirse atada a aquel hombre. Pero cada año lo recordaba un poco menos, y al fin él había muerto, liberándola.

—Las cosas se están poniendo calientes en la AN —dijo el conductor de más edad—. Muy calientes.

—No comprendo bien —dijo Barlo.

—Quieren unir todo de nuevo. El gobierno federal. La AN es como una vanguardia. Tal vez, no por mucho tiempo. Y si se unen, adónde diablos irás a parar? Estaremos cercados.

—Bueno, aquí no nos enteramos de gran cosa —respondió Barlo, descontento.

Hubo un silencio, acentuado por el golpeteo de una ventana abierta. El leo hizo una seña a Caddie.

—Querría tabaco.

Los tres del bar se volvieron hacia él, y luego apartaron los ojos como un solo hombre.

—No queda —dijo Caddie—. El camión no vendrá hasta la semana próxima.

—Entonces, nos iremos mañana.

Ella dejó el vaso que estaba secando. Fue a sentarse al lado de Painter, bajo la lámpara, ignorando el silencio atento del bar.

—¿Por qué yo? —dijo Caddie—. ¿Por qué no un hombre? Podrías contratar a un hombre que hiciera todo lo que yo puedo hacer, y más. Y más barato.

Él extendió la mano y le alzó la cara, para mirarla. La palma era suave, dura, seca, y la tocaba gentilmente. Era raro.

—Prefiero que me atienda una mujer —respondió—. Estoy acostumbrado. Un hombre... sería más difícil. No comprenderías.

Ella había pensado que sentiría disgusto, repugnancia, cerca de él, o si él la tocaba. Lo que realmente sintió fue algo más directo: una especie de maravilla. Pensó en las criaturas de la mitología, las bestias mixtas que hablaban con los hombres. La esfinge. ¿No era la esfinge en parte humana, en parte león? Su padre le había contado la historia, la esfinge preguntaba a la gente una adivinanza y mataba a todos los que no sabían responder. Caddie había olvidado la adivinanza, pero recordaba la respuesta. La respuesta era
el Hombre
.

Hutt estaba sentado ante una mesa, junto a la puerta, con un café, y fingía estar sacando cuentas. Ella pasó y volvió a pasar junto a él trayendo cosas de la habitación de Painter, al fin lo ordenó todo minuciosamente y empezó a cargar los ponles.

—Has tenido suerte, de veras —dijo Hutt—. Los camioneros han dicho que en un mes, tal vez dos, cerrarán la carretera. No habrá más camiones. ¿Cómo podría pagarte? —la miró como pidiendo perdón— ¿Cómo diablos haré para vivir?

Ella se limitó a cargar al hombro el último bulto, temiendo que si intentaba hablar no podría, que el odio que le tenía la dejaría sin aire. Recogió la carabina de Painter, de culata extraña, y salió.

Cuando Ruta y Bonnie estuvieron cargados, Painter intentó coger las riendas, pero Bonnie se asustó y retrocedió. Painter alzó un labio y emitió un sonido, un grito, un rugido de impaciencia. Podía haber apretado el cuello de Bonnie con un solo brazo, pero aparentemente logró dominarse y tendió la rienda a Caddie.

—Hazlo tú —dijo—. Sígueme. Yo iré delante, o nunca llegaremos.

—¿Adónde? —dijo ella, pero él no respondió; se puso la carabina bajo el brazo, y echó a andar con pasos cortos y firmes. Mientras caminaba, movía la desmelenada cabeza a los lados, quizá buscando algo, quizá obedeciendo a algún instinto.

Marcharon toda la mañana por el inconcluso camino de tierra que iba hacia el norte. Las topadoras amarillas estaban abandonadas, quizás desde hacía mucho tiempo. En apariencia ya no les interesaba abrir ese camino en la montaña... Por encima del sonido constante del bosque había un sonido que no pertenecía del todo al bosque, un ruido opaco y repetido, como el rápido tic-tac de un reloj gigante. Painter se detuvo y escuchó; movió la cabeza a un lado, y luego al otro. El ruido se hizo más claro, y él echó a correr hacia ella, bruscamente, indicándole que saliera del camino.

—¿Por qué? —dijo Caddie—. ¿Qué ocurre?

Él respondió con aquel sonido áspero, y la empujó por un desmoronado talud a una maraña de malezas y árboles caídos. Cuando Ruta y Bonnie tironearon de las bridas, negándose a bajar, él los azotó con la mano. El ruido creció. Painter aferró la carabina, mirando desde el escondite. Entonces, entre las copas de los árboles, moviéndose como una libélula fantasmagórica, apareció un helicóptero de color claro. Giró, graciosa y ominosamente; parecía examinar la zona dividida en partes, como si buscase algo. Luego, sin cambiar el ritmo del tic-tac, se retiró hacia el sur.

—¿Por qué te escondes? —preguntó ella—. ¿Están buscándote?

—No —ella no sabía que él podía sonreír; una sonrisa lenta y curvada.

—Pero no quiero que me encuentren. Ahora seguiremos.

A media tarde él decidió acampar en un claro bien abrigado, bastante apartado del camino.

—Come si quieres —dijo—. Yo hoy no comeré —se tendió cuan largo era sobre las calientes agujas de pino, alzó las piernas musculosas, apoyó la gran cabeza sobre el mentón y la miró trabajar; ella sintió sus ojos parecidos a lámparas.

—Te traje cigarrillos —dijo—. Encontré un paquete.

—No los necesito.

—¿Por qué dijiste que si no había más teníamos que partir?

—Por los hombres —respondió él—. No puedo soportar su olor. No el de los hombres mismos: el de sus habitaciones. No sé, el olor de sus vidas —los ojos empezaron a cerrársele.

—No es nada personal. Los cigarrillos ocultan el olor, eso es todo.

Las ranuras de los ojos se cerraron del todo, y volvieron a abrirse. Ella ya había comido y empacado, y él continuaba deslizándose dentro y fuera del sueño. Adondequiera que fuese, no parecía tener mucha prisa.

—Pereza —dijo, abriendo los ojos—. Ése es mi problema.

—Pareces estar cómodo —dijo ella.

Muchos días habían de pasar antes de que Caddie comprendiera que con frecuencia la mirada dura y directa de Painter sólo miraba el vacío: muchos días, hasta que en un acceso de rabia porque él la miraba tan intensamente le sacó la lengua y vio que él entornaba los ojos sin reconocer el insulto. No era un hombre; nada quería decir con aquellas miradas.

Un hombre, no. No era un hombre. Los hombres que había conocido, que la habían abrazado y manoseado de un modo insistente y suplicante; el chico negro con quien ella había hecho lo mismo poco antes... ellos eran hombres. Algo se rebeló dentro de ella contra un pensamiento que no quería admitir.

Al final de la tarde, Painter se mostró inquieto, y continuaron la marcha. Tal vez los caballos se habían acostumbrado a él; en todo caso, no se espantaban y ella podía caminar junto a Painter.

—No es por curiosidad —dijo, aunque sospechaba que estaba malgastando su ironía, o quizá por eso mismo—; y tú tienes los papeles y todo, pero sería agradable saber qué ocurre.

—No lo sería.

—Está bien —dijo ella.

—Mira —dijo él—, ese helicóptero que vimos estaba buscando a alguien. Yo estoy buscando a ese mismo alguien. No sé dónde está, pero tengo una idea, mejor —señaló hacia arriba— que la de ellos —miró inexpresivamente a Caddie.

—Si ellos lo encuentran primero, lo matarán. Si yo lo encuentro primero, quizá nos maten a los dos.

—A los dos —dijo ella—. ¿Y a mí?

Él no contestó.

¿Qué sentía ella por él? Odio: una chispa de odio, una especie de núcleo en fusión en el centro que encendía todo lo demás; odio porque él, con tan poca reflexión, la había arrancado de donde estaba... sí, en paz, al menos. Odio quizá a su propia impotencia, porque él no había sido cruel. La usaba para las tareas a que ella estaba destinada; figuraba en los papeles, eso era indiscutible, y él lo daba por sentado. Obviamente, él no podía mostrar una actitud falsamente cortés, ni siquiera si se le había ocurrido que eso a ella podía facilitarle las cosas.

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