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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (5 page)

BOOK: Bestias
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Aunque no las habría facilitado. Ella se conocía bien.

Y sin embargo, él no la hacía trabajar como Hutt. No la espiaba con permanente suspicacia, tratando de arrebatarle cada fragmento de intimidad que ella se construía. No; Painter reconocía su competencia, no le pedía más de lo que ella podía hacer, sólo indicaba cuándo debían detenerse y hacia adónde debían ir, y le dejaba el resto, aceptando en cualquier circunstancia lo que ella decidía. Si ella se equivocaba en algo, él no mostraba jamás irritación o desdén; no le hacía ningún comentario, y permitía que ella enmendara sus errores.

Lentamente, sin elegirlo, resentida, Caddie empezó a sentirse parte de una empresa cuyos propósitos no podía imaginar. ¿Painter la había metido en esto deliberadamente? Ella suponía que no. Quizá no lo había pensado tanto. Prefiero que me atienda una mujer, había dicho. No comprenderías.

Y le había tocado la mejilla con la palma dura y seca.

—¿Tienes frío? —dijo él; el fuego ardía ahora en unas pocas brasas; el saco de dormir de Caddie era viejo, un desganado regalo de despedida de Hutt; no respondió, tratando de no temblar—. Maldita sea, tienes frío. Ven aquí.

—Estoy bien.

—Ven aquí.

Era una orden. Inmóvil, lo odió fríamente un rato, pero la orden se había quedado flotando en el aire, entre ellos, y por fin se acercó de puntillas sobre el suelo escarchado al bulto envuelto en un saco de dormir. Él la atrajo, instalándola eficazmente en el hueco del vientre delgado. Ella quiso resistirse, pero el calor que brotaba de él era irresistible. Hundió la nariz fría y húmeda en el pecho velludo, sin poder hacer otra cosa, y apoyó la cabeza en el duro antebrazo.

—Mejor —dijo él.

—Sí.

—Dos es mejor.

—Sí —de alguna manera, sin que ella supiera cómo, unas lágrimas cálidas le asomaron a los ojos, y tuvo ganas de llorar; se apretó contra él para ahogar los bruscos sollozos; él no se dio por enterado; continuó respirando lentamente, con un ligero ronroneo.

Acababa de amanecer cuando despertó. Él había ido hasta el rápido torrente cerca de donde habían acampado. Caddie lo miró: el fino pelaje rubio le brillaba al Sol como si fuera de fuego. Se lavaba delicada, cuidadosamente, y ella lo observó desde el saco de dormir. El corazón le latía fuerte y acompasadamente, quizá porque estaba espiando al leo o por alguna otra razón. Él se inclinaba, recogía plateadas cintas de agua y se peinaba la melena con las manos. Luego, se frotó el cuerpo. Se inclinó a beber y cuando se incorporó le caían gotas de la barba. Mientras volvía al campamento, secándose con una vieja camisa de cuadros, ella vio que sobre los testículos, uno más bajo que otro, el pene pendía, envainado como el de un perro, entre el dorado pelaje.

Se pudo oír brevemente, desde algún punto del sur, el débil zumbido del helicóptero, como el primer trueno de una tormenta. Él miró arriba y se vistió de prisa.

Durante todo ese día, andando a su lado o adelante (porque ella era la que caminaba mejor, ahora lo sabía: la fuerza del leo no estaba hecha para la resistencia, o sus piernas no estaban hechas para andar, aunque ya no se detenía para largos descansos como antes), Caddie sintió el flujo y reflujo de un denso oleaje de sentimientos que le encendían la cara y los pechos. Trataba de apartarse de él cuando lo sentía, segura de que Painter podía leerle la cara; y trataba también de rechazar ese oleaje, sin saber qué era: se parecía a la claridad, a la resolución, aunque más obscuro. En una oportunidad, sin embargo, cuando él la llamó mientras ella se adelantaba en un ascenso difícil, se volvió para enfrentarlo y sintió que una marea indomable la arrollaba como una llamarada.

—Eres rápida —dijo Painter, y luego se detuvo; el pecho amplio se le movía rápidamente hacia adentro y hacia afuera.

Ella no dijo nada; sólo lo miró, dejando que él viera, si podía, pero los ojos serenos la derrotaron y se apartó, con el corazón palpitante.

Al final de la tarde llegaron a la cabaña.

Painter hizo que ella atara los ponles en el bosque, lejos del claro, y luego contempló la cabaña largamente, oculto entre los árboles: como si estuviese estudiándola con mucho cuidado; la construcción gris, las persianas cerradas, y los alrededores. Luego avanzó decididamente y abrió la puerta.

—Aquí no ha venido nadie —dijo cuando Caddie entró en la penumbra interior—. Nadie, desde hace semanas.

—¿Cómo puedes saberlo?

Él rió brevemente —un sonido áspero y extraño, apenas una risa— y recorrió con paso cauteloso las dos pequeñas habitaciones. A la luz de la tarde que se filtraba por las persianas, ella pudo ver que el lugar estaba bien provisto; no era la cabaña de un leñador sino algo especial: un refugio secreto que desde fuera parecía una cabaña común. Fue a abrir una persiana.

—Deja eso —dijo él—. Enciende el fuego. Hace frío aquí —examinó muebles y armarios, mirándolo todo, buscando algo que finalmente no encontró.

—¿Qué es esto?

—Brandy. ¿No lo sabes?

Él dejó la botella, sin interés.

—Vienes a encontrarte con tu alguien.

—Esperaremos. Él vendrá. Si puede —una vez decidido, dejó de merodear.

El fuego, una estufa de gas de garrafa, estalló cuando ella arrimó una cerilla, ardiendo con una llama azul. ¿Por qué, se preguntó, gas de garrafa en medio del bosque? Y pensó: por la misma razón que este lugar parece una cabaña cualquiera. El gas de garrafa no da humo. No se ve humo, no hay nadie en casa.

—¿Dónde estamos?

—Un sitio.

—Dime.

Parecía que el calor del fuego le ablandase el cuerpo. Se sentó ante él en un pequeño sofá, con las piernas abiertas y los brazos detrás del respaldo. Ella, en un impulso brusco, se arrodilló y empezó a desatarle las botas. Painter movió los pies para ayudarla, pero no hizo ninguna observación: lo aceptó como aceptaba todo lo que ella hacía por él.

—Dime —repitió Caddie, casi tímidamente esta vez, mirando la gran cabeza reclinada sobre el pecho; le sonrió y tuvo una vertiginosa sensación de osadía.

—Aquí —dijo él lentamente— viene, a veces, cierto consejero, un consejero del gobierno, cuando quiere alejarse de su trabajo o de la ciudad, y aquí podría venir si tuviera que dejar el gobierno. Nos encontraremos con él. Si tenemos suerte.

Era el discurso más largo que ella le había oído. Sin prisa, le quitó una bota y el calcetín húmedo, enrollándolo sobre el pie largo y firme.

—Y entonces, ¿qué?

—Este consejero —dijo él perezosamente, como si no le importara, mientras miraba cómo ella desprendía los tiesos cordones de la otra bota—, este consejero es amigo nuestro. Amigo de nuestra especie. Y el gobierno no. Y el gobierno, allí, acaba de caer, lo sepas o no —ella le quitó la otra bota—, en parte porque él lo ha derribado, por así decirlo, y por eso ha tenido que huir. De prisa.

—¿Quieres un poco? —dijo Caddie, señalando la botella de brandy.

—No sé —respondió él simplemente; la miró mientras se movía por la habitación, buscando vasos, abriendo la botella.

Ahora —ella lo sabía— la miraba de otro modo. Sintió júbilo por haberse embarcado en esto; sintió el peligro como la quemadura del brandy.

—Caliente —dijo ella mientras le ponía el vaso en las manos, tocándole levemente los dedos; él alzó el vaso y lo apartó con rapidez, como si el vaso lo hubiera mordido.

—¿Por qué? —Caddie no se había sentado; caminaba por delante de él, con su propio vaso entre las manos, iba hacia atrás y regresaba—, ¿por qué no tienes cola?

—Los de cuatro patas —dijo él, mirándola— tienen cola. Yo tengo dos patas —la voz era más grave y sombría.

—No me podría sentar con una cola. Ha sido una suerte.

—Me gustaría tener cola —dijo ella—. Una cola larga y suave que se moviera... —movió las caderas.

Él se movió. Ella se apartó, con una voz brusca y urgente en los oídos: no puedes hacerlo, no puedes, no puedes, no puedes.

Painter empezó a levantarse. Parecía que estuviese haciéndolo por primera vez después de eones de reposo: el movimiento se concentraba en los músculos y alzaba el cuerpo; las manos se apoyaban en el sofá; era como ver una cosa inanimada que se vuelve deliberada y espantosamente viva en medio de un sueño. Cuando al fin se incorporó, la luz del fuego se le reflejó en los ojos, y un rojo encendido le brilló en las pupilas.

Ella estaba en un rincón, con el vaso delante del pecho, para protegerse.

—Espera —dijo Caddie, o intentó decirlo, pero sólo fue un sonido y él ya se había apoderado de ella: era inútil luchar porque él no podía hacer otra cosa.

Ella fue absorbida por su fuerza, pero él no podía hacer otra cosa, la tomaba porque no tenía ninguna opción, y ella le había hecho eso. Un olor violento brotaba del leo, denso como esencia de flores, mezclado con el olor del brandy derramado; Caddie alcanzó a oír la rápida respiración del leo; iba a tocarse el cinturón y tropezó con una mano de él. El corazón le dio un vuelco, y otra voz, más aguda, ahogó a la primera: lo vas a hacer, lo vas a hacer, lo vas a hacer.

—Sí —dijo Caddie; tironeó del cinturón, un botón cayó al suelo—. Sí.

Había pensado que un acto de rendición era lo único que necesitaba, que después la pasión le quitaría toda voluntad, toda conciencia, y que todo lo demás seguiría automáticamente. No había imaginado ninguna dificultad, sólo un acoplamiento rápido e ineluctable, como vientos contrarios en una tormenta. No fue así. Él no era un hombre; sus cuerpos no se adaptaban con facilidad. Fue como un parto, como un combate.

Y sin embargo encontró la manera, balanceándose a veces entre la repugnancia y el júbilo, de abrirse a él, ahogada a veces, sofocada como si él le hubiese hundido la cabeza bajo el agua; asustada a veces de que él llegara a matarla, casualmente, involuntariamente; capaz de maravillarse, a veces, de lo que estaban haciendo, como si ella fuera otra persona, sintiendo, como a través de otra piel, el áspero pelaje de los brazos y piernas de él, tan denso que casi se podía coger a puñados. En cada conjunción tenían que abrirse paso a través de capas de vergüenza, como capas de ropa; y sólo mediante desvergonzadas estrategias, sólo mediante un vigoroso y repetido acto de aquiescencia, ella consiguió traspasarlas, y con la voz ronca por el esfuerzo y el cuerpo resbaladizo por el sudor entró en ciudades desconocidas, jadeante, desnuda, asombrada.

Entonces se echó a llorar, sin saber por qué, con las piernas inertes, plegadas bajo el indolente peso del leo, apoyada contra un muslo ancho, estremecido como si hubiese corrido una milla. Tosía sollozos, sollozos como los de alguien que ha sobrevivido a una gran calamidad, que ha naufragado, —ha sufrido, ha visto la muerte, pero contra toda probabilidad, sin ninguna esperanza, ha sobrevivido, ha llegado a la costa.

Hacia la madrugada, acurrucada contra Painter, Caddie soñaba con músculos, con las tensas piernas de sus esposas que soportaban el peso del leo, con los finos huesos y músculos de las manos de él, con sus propios delgados brazos envueltos por los de él, luchando contra los de él. La fatiga de sus propios músculos, de los nervios que se le contraían y relajaban, entró en el sueño. Soñó: lo hice, lo hice, lo hice. Despertó exultante por un momento y se acurrucó más estrechamente contra él: parecía dormir el sueño de la muerte. Soñó con aquella respiración tontoneante; crecía hasta ser inmensa y amenazadora hasta que de pronto ella despertó oyendo el pulso apresurado del helicóptero que se acercaba rápidamente. Se movió para despertarlo, pero él ya estaba despierto, con todos los sentidos apuntando hacia el ruido creciente. El ruido se convirtió en un rugido y el viento entró en la cabaña. Había aterrizado afuera.

Él tenía sobre Caddie una mano que significaba, ella lo sabía, silencio. Se volvió, agazapado y sigiloso, hacia la puerta, que estaba cerrada. Unos pies avanzaron sobre las agujas de pino hacia la puerta, con un sonido que no habrían podido oír si no hubiesen estado tan atentos. Alguien empujaba la puerta, se detenía, golpeaba, aguardaba, golpeaba con impaciencia, volvía a esperar; luego pateaba la puerta con un súbito crujido. Por un momento ella vio a un hombre recortado contra la mañana; vio que vacilaba escrutando la obscuridad, vio que tenía un arma en las manos. Entonces Painter, de pronto, estalló junto a ella.

No vio que Painter se moviese, ni tampoco lo vio el de la puerta; pero hubo un grito ronco y una ráfaga de movimiento y el intruso emitió un sonido, un sonido que Caddie jamás olvidaría, el grito asombrado y desesperado de la presa atrapada. Painter tenía sujeta la cabeza del hombre entre los antebrazos. El hombre cedió de pronto, y se derrumbó con la cabeza suelta sobre el cuerpo.

Painter, con las piernas muy abiertas, lo sostuvo con rudeza; jugaba con él, pensaría ella más tarde, como un gato, volviéndolo a un lado y a otro, como comprobando si quedaba alguna vida en él. Al fin lo soltó. «
Bastardo sin Sol
», dijo, o ella pensó que lo había dicho. Más allá, en el claro diminuto, las palas del helicóptero rotaban perezosamente, deteniéndose.

—Adelante TK24 —decía la radio—. Adelante TK24, ¿ha llegado a 01? —hablaba en rápidos y ásperos estallidos; todas las inflexiones se perdían en un aura de estáticos; al no recibir respuesta de TK24 (que estaba muerto) empezó a hablar con algún otro; la voz del otro no se podía oír; era sólo pausas, breves o largas.

—Aceptada la petición de regresar a la base... No, no ha sido comprobado. No responde todavía... Negativo, negativo. Lo sabrá usted antes que nadie... Así lo entiendo. La cabaña era su 01. Después, el avión caído —una risa, ahogada por los estáticos—. Del gobierno. Una auténtica antigüedad. No puede haber ido muy lejos... Positivo, ése es el 02 de TK24, y pronto tendremos noticias... Bien, positivo, cambio. Adelante TK24, TK24...

En el lustroso asiento del helicóptero había mapas forrados en plástico transparente. En uno de ellos había círculos de lápiz rojo: un círculo tenía la inscripción 01. El otro, 02; y por lo que podía ver Painter en el mapa, estaba a unas diez millas, en la cima de una empinada elevación.

Caddie se acercó pasando lentamente al lado del cuerpo doblado de TK24, sintiéndose como si hubiese entrado en otra persona, o en algún lugar completamente ajeno, sin posibilidades de retorno.

—Lo has matado.

—Te quedarás aquí —dijo él—. Allá en la montaña hay un avión caído. Puede que sea él. Si no lo es, volveré esta noche o mañana.

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