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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (8 page)

BOOK: Bestias
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—Ríndete, ríndete —gritaba Mika, con la voz enronquecida por el grito de guerra, atacándolo con su pequeña fusta.

—Nunca, nunca, malditos bárbaros... —Loren sentía temor, por él y por los chicos, pero no estaba dispuesto a ceder, debía seguir el juego con tanta rudeza como ellos; dio a Sten un rápido golpe en el hombro con la escoba, el caballo retrocedió y giró, Mika rió y Sten cayó al suelo con un ruido que puso un nudo en la garganta a Loren.

—Campesinos uno, mongoles cero —dijo mientras corría hacia Sten y le impedía levantarse—. Un momento, veamos si se han roto los huesos de algún mongol.

—Estoy perfectamente —respondió Sten, con voz temblorosa—. Déjame tranquilo.

—Calla —le dijo Loren—. Estírate despacio. Está bien, ponte de pie. Vuelve a doblar las rodillas —tenía que hablar duramente, para que Sten no se quejara y se enojara luego con él—. Sí, estás bien.

—Ya te lo había dicho —respondió Sten, con dignidad y sin aliento.

—Así es —Loren se volvió hacia Mika.

—Ahora que los caballos están cubiertos de espuma, ¿estáis contentos? —ella sonrió—. Llevadlos a descansar. Y luego aprenderemos alguna cosa —empujó a Sten hacia el establo destartalado.

—Tal vez el año próximo, Gengis Khan.

—Loren —dijo Mika—, ¿ese consejero es lo que dice Sten?

—Díselo —pidió Sten, que deseaba al menos esa victoria—. De una vez por todas.

—Según los libros de genética, sí. Si quieres decir que es mitad zorro,
vulpes fulva
, y mitad hombre,
homo
más o menos
sapiens
, sea cual fuere el sentido de «mitad» en este contexto —respiró profundamente—, pues sí.

—Es absurdo. —Mika se deslizó fuera de la montura—. ¿Y por qué es consejero? ¿Por qué lo escucha papá?

—Porque es inteligente —dijo Sten.

Loren alzó la vista hacia las ventanas vacías, a prueba de balas, que podían verse en la L que formaba la casa.

—Supongo que sí —dijo—. O, como se decía hace muchos años, tonto como un zorro.

Reynard apartó la taza de café con una mano delicada y de larga muñeca.

—Si imaginamos —comenzó cuidadosamente a decir— que la conferencia es un éxito, que de algún modo se llega a la reunificación, o al menos a su principio, es acertado pensar que sea usted el candidato para dirigirla. Pero si cuenta con los auspicios del Sindicato de Ingeniería Social, entonces usted dirigirá el plan del sindicato, ¿no es verdad? Quiero decir, «poner el Mundo en marcha» y el resto de sus ideas.

—No esperaba que usted estuviera de acuerdo.

—¿Qué espera, entonces?

—No quiero que ellos me dominen. Por supuesto, tengo que firmar esa declaración. Pero deseo conservar cierta independencia.

Reynard fingió pensarlo un rato.

—Haga otra cosa —dijo finalmente—. Dígales que está preparando una declaración propia, exponiendo los propósitos de la conferencia. Y que desea que se agregue a la otra.

—No aceptarán.

—Puede asegurarles que no contradirá la declaración de ellos. Que firmará la otra si aceptan la suya. Si aún se niegan, arme una bronca. Denuncie la intransigencia del sindicato. Amenace con romper las negociaciones.

—Nada de eso servirá. Quieren la capitulación.

—Por supuesto. Y al final, usted capitulará.

—¿Qué ganaría? Dirán que estoy vacilando, maniobrando.

—Si dicen eso, admítalo. Es verdad.

—Pero...

—Escuche. Ellos saben que usted es el único representante posible de esta autonomía. Hágales saber que exige una medida de independencia: una declaración por separado. Si no quieren ir tan lejos, por lo menos le permitirán difundir públicamente la idea de que está negociando esa declaración.

—Parece muy poca cosa.

—Usted tiene la intención de firmar. Ellos lo saben.

Gregorius consideró esto, y se miró la mano, que temblaba.

—¿Y dónde está esa declaración? No esperarán mucho tiempo.

—Yo la prepararé. La tendrá mañana.

—Me gustaría discutirla.

—No hay tiempo. Puede creerlo: será bastante suave —se puso de pie; la secretaria, cuyo nombre era Nashe, vino hacia ellos.

—A propósito: ¿sabe que el SIS —le dijo Reynard— acaba de crear una rama militar?

—Algo he oído.

—Por supuesto, son pacifistas.

—Conozco los rumores.

—Aquí están los miembros del SIS, director —anunció Nashe.

—Cinco minutos —dijo Gregorius sin mirarla—. Ellos lo han desmentido. Han condenado explícitamente los asesinatos, el terror, las bombas, toda vez que se los ha querido implicar.

—Sí. Pero los rumores persisten —cogió el bastón—. Y me parecen tan eficaces como si fueran ciertos. ¿Hay otra salida? Preferiría no entretenerme con el SIS.

Gregorius rió.

—Me sorprende usted. Los odia, pero me enseña cómo rendirme a ellos.

—Odiar —dijo Reynard, sonriendo, con una larga sonrisa de dientes amarillos— no es en verdad la expresión más adecuada.

Cuando el consejero se retiró sin despedirse, Gregorius volvió a sentarse en el profundo sillón delante del paisaje vacío del escritorio. Tenía que prepararse para recibir a la gente del SIS. Hablarían en esa jerga impenetrable, confusa como el latín monacal de los antiguos jesuitas, aunque la mitad había sido inventada ayer; hablarían de ergio-cocientes sociales y de campos de acción holocompetentes y todo eso, aunque lo que deseaban era bastante claro. El poder. Sintió, involuntariamente, un reflejo de aprensión: una contracción en el escroto.

En esas cosas era inapreciable Reynard. Y también misterioso. Conocía esas antiquísimas alteraciones de la médula y la corteza cerebral, las reconocía apenas las veía, aunque en realidad no las «veía». Sin dejarse confundir por las palabras, sabía cuándo un hombre estaba vencido o era invencible; cuándo el miedo se transmutaba, en el interior de un hombre, alquímicamente, en ira. Jamás se había equivocado. Convenía seguir su consejo. Había construido a Gregorius y destruido a sus enemigos.

Sin embargo, no podía estar seguro en lo que concernía al SIS. ¿Cómo podía una criatura que no era del todo un hombre decir algo justo y desinteresado acerca de una fuerza que proponía un mundo enteramente humano? Quizás en ese punto el zorro no era un consejero útil.

Y sin embargo, no tenía opción. No confiaba por completo en el zorro, pero no podía dejar de hacer lo que él le aconsejaba. Sintió una brusca marea de desesperación química. Malditos cristales. Miró el cilindro de plata en el escritorio; se movió para cogerlo, pero no lo hizo.

Tenía que ser firme con ellos. No le costaría nada ser intransigente por un rato. Quedaría claro entonces que él no les pertenecía, que no era algo que pudiesen meter en una ranura, o en cualquier otro sitio. Miró su reloj. Hoy no tendría tiempo para pasear a caballo con Sten. Se preguntó si el muchacho se sentiría decepcionado. Sin duda, no lo demostraría.

—Nashe —dijo con su voz hermosamente modulada—, diles que pasen.

Reynard no tenía otra idea de sí mismo que la idea que los hombres tenían de los zorros. Aparte de esto, carecía de historia: era el hombre-zorro, y los únicos otros hombres-zorro que habían existido eran los de las fábulas de Esopo y La Fontaine, los cuentos medievales de Reynard y el oso Bruin y el lobo Isengrim, y las leyendas de los cazadores de zorros. Le sorprendía la exactitud con que ese personaje se adaptaba a su propia naturaleza; o quizás él se había inventado esa naturaleza a partir de los cuentos.

Los guardias de la puerta no detuvieron el coche negro ni lo saludaron.

Los cazadores de zorros (como aquellos de las acuarelas que adornaban la casa de Gregorius) habían descubierto mucho antes una paradoja: en la Naturaleza, el zorro no tiene enemigos, ni es presa de nadie; ¿por qué, entonces, era tan eficiente para escapar, para evadirse? Solían decir que un zorro en fuga era capaz de saltar sobre una oveja hasta inducirla a correr, confundiendo así el rastro y extraviando a los sabuesos. Los cazadores de zorros concluían que, en realidad, el zorro disfrutaba tanto como ellos de la cacería, y que no huía por miedo sino por una habilidad natural que practicaba por sus propios motivos.

Y entonces perseguían al zorro hasta que caía, y los perros lo despedazaban, y el cazador le cortaba la piel del rostro, la «máscara» como se solía decir, como si el zorro no fuera lo que pretendía, y la exhibía en las paredes del salón.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el chofer cuando estuvieron lejos de la propiedad—. ¿Cederá ante el SIS?

—Así es. Nada de lo que yo le diga lo impedirá.

—Entonces, tiene que morir.

—Sí.

Reynard había tardado años en traspasar el poder del directorio a manos de Gregorius, en eliminar uno a uno los distintos centros de poder de ese gobierno tan vacilante como mal definido. Cuando él desapareciera, la única persona del directorio capaz de gobernar la Autonomía sería la delgada Nashe, que cuidaba la puerta.

Y por esa razón, después de años de abnegado servicio, ella había aceptado el plan de Reynard.

Por supuesto, ella no duraría mucho. Era sólo una criada, aunque capaz. Caería y no quedaría nadie: sólo algunas facciones, como la loca pandilla anarquista a la que pertenecía el chofer. Sería el caos. Era todo lo que él podía hacer por el momento.

Quizás los viejos cazadores de zorros no se equivocaban tanto. Una criatura en equilibrio en un límite imposible, entre presa y depredador: una excelente escuela para el aprendizaje de la astucia y el arte de la preservación. Para no tener ningún honor, ninguno: ni la nobleza del depredador, ni la inocencia de la presa. Era suficiente. Si los hombres deseaban un animal así, él lo sería. Y les agradecía que le hubieran dado, al menos, los medios para sobrevivir.

—¿Cuándo? —preguntó el chofer.

—Mañana. Cuando salga a pasear con el muchacho.

—También a él lo mataremos.

—No. Del muchacho me ocuparé yo.

—No podemos. Es demasiado peligroso.

—Os he entregado a vuestro tirano. O me dejas a mí el muchacho, o no hay acuerdo —el chofer ahogó una exclamación de furia y golpeó el tablero, pero no dijo nada más.

A Reynard le sorprendían los fanáticos. Sorprendentes, pero simples: como ecuaciones, podría haber dicho, si hubiese sabido algo más que aritmética elemental, lo que no era el caso.

El videotape de Sten que Reynard había visto era inmensamente popular, lo habían mostrado una y otra vez en todas partes, hasta que las imágenes se obscurecieron y rayaron. Era tan bien conocido como una vieja plegaria, como un viejo homenaje. Sten, un chico desnudo de ocho o nueve años, un perfecto dios Pan con flores en el pelo y montado en un asno, encabezaba la marcha hacia un árbol de mayo, riendo, halagado y feliz. Sten vestido severamente de negro, en alguna reunión, con la mano de su padre en el hombro. Sten, en el campo de tiro con el arco, apuntando cuidadosamente, un poco demasiado inclinado, mirando de reojo una y otra vez, con suspicacia, a la cámara, como si su presencia lo distrajera. Sten de azul, jugando con otros niños; parecía haber un aura a su alrededor, una especie de campo de fuerza, de modo que aunque todos se amontonaban y corrían juntos, los demás daban siempre la impresión de ser sólo un séquito. El comentario era siempre un poema de alabanzas. No era extraño que el padre hubiese querido alejarlo de todo eso.

«Sten Gregorius
—concluía el texto, después de describir su estirpe europea—,
hijo de cien reyes.»

Reyes, pensó Reynard. Lo que quieren son reyes. La desesperanzada racionalidad de los directorios y las autonomías no satisfacía a nadie: querían reyes a quienes adorar y asesinar.

El día estaba más fresco. La tarde parecía transcurrir más rápidamente que la de la víspera. Por las altas ventanas de la casona, Reynard podía ver la Luna, alta ya, aunque aún brillaba el Sol. Una Luna de cazador, pensó, y buscó en sí mismo alguna obscura respuesta que no sabía si estaba allí, o en alguna parte.

No llevaba reloj; jamás había podido relacionar la geometría de la esfera con su sentido del tiempo. No importaba. Sabía que había llegado la hora, y aunque no creía que pudiera oír nada —y él no tendría que oír nada si el conductor y sus amigos hacían bien su trabajo—, las orejas se le estremecieron y enderezaron como si tuvieran voluntad propia.

Jamás había conocido una sala de estudio, y aquella peculiar constelación de olores —a tiza y a chicos y a viejos libros y magnetófonos, y a un corazón de manzana que se obscurecía en alguna parte— era nueva para él. Espió cuidadosamente los papeles, tocó las cosas. Había dos o tres redes de cazar mariposas en un estante. Sabía que Mika y Loren habían llevado las otras dos a un prado lejano. Eso le alegraba. Se sentía capaz de ocuparse de los tres al mismo tiempo; pero era mejor si no tenía que hacerlo.

Se sentó en una silla dando la espalda a un rincón y apoyó las manos en el bastón. Estaba mirando la puerta cuando se abrió bruscamente.

Sten, con el pecho agitado y los ojos muy abiertos, estaba en el vano de la puerta, con un arco tendido y la flecha apuntando contra Reynard.

—Estoy desarmado —dijo Reynard con su pequeña voz de papel de lija.

—Alguien lo ha matado —dijo Sten; se le notaba en la voz el violento filo de la sorpresa—. Creo que está muerto.

—¿Tu padre?

—Has sido tú.

—No. Fui a entregarle un papel. Y vine aquí a visitarte —la mirada de Sten era dura y asustada, y la mano que sostenía la flecha había empezado a temblar.

—Cuéntame. Deja el arco. ¿Qué ha ocurrido?

Con un grito, Sten dejó de apuntar a Reynard y disparó la flecha con toda la fuerza del arco. Dio contra un mapa de los viejos Estados Unidos, que una amarillenta cinta de celulosa sostenía contra la pared de piedra. Dejó caer el arco y cayó, casi sentado, de espaldas a la pared.

—Paseábamos a caballo. Yo quería ir a ver la presa de los castores. Dijo que no tenía tiempo, que daríamos el paseo habitual solamente. Fuimos por los bosquecillos junto al muro —tenía una cara por completo inexpresiva, indiferente—. ¿Por qué no quiso ir a la presa?

—No tuvo tiempo —la voz no se comprometía.

—No hubo ningún ruido. No escuché nada. Simplemente, de pronto se quedó... rígido, y... —hizo una mueca mientras la imagen mental se le aclaraba—. ¡Oh!, Jesús.

—¿Estás seguro de que ha muerto? —Sten no dijo nada; estaba seguro—. Dime, entonces: ¿por qué has venido? ¿Por qué no has ido a la casa? A llamar a la guardia, a Nashe...

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