—Fue por ella por la que negociaste, por Sara. La que te habló —comenzó Blancanieves. Sabía que Eric no quería hablar del asunto, pero no podía fingir que no había sucedido nada. ¿La había visto? ¿Qué tipo de ilusión era? Estaba claro que su esposa no se hallaba… —. Sara ¿está muerta? —preguntó.
El cazador se giró violentamente y la apuntó con el hacha.
—No vuelvas a pronunciar su nombre —le espetó.
Blancanieves retrocedió un paso, con el pulso acelerado. La afilada hoja estaba a solo un metro de su cuello.
El cazador bajó el hacha.
—No lo hagas —dijo con gesto triste. Luego desenfundó su cuchillo y se lo entregó, como para cambiar de tema.
Ella negó con la cabeza, pero él lo apretó contra sus manos.
—Así, siente su peso. Pásalo de una mano a otra —le recomendó.
Blancanieves observó la daga y se dio cuenta de que tenía el extremo algo curvado hacia el interior. Era más pesada de lo que parecía. El cazador la miraba fijamente, contemplando cómo daba vueltas al cuchillo entre las manos y cómo lo apuntaba hacia el suelo.
—Ahora sujétalo con el extremo afilado hacia mí —dijo.
Tenía el rostro más serio que antes, el pelo pajizo colocado detrás de las orejas y la barba cubierta de tierra. Blancanieves sujetó el cuchillo en alto y apuntó justo por encima de la cintura de Eric.
—¿Por qué estás…? —comenzó, pero antes de que pudiera terminar la frase, él arremetió contra ella.
La muchacha retrocedió y levantó la daga hacia la garganta del cazador. El se detuvo a unos centímetros de ella y luego sonrió, por primera vez en todo el día.
—Bien. Ahora dime, ¿cuál es el pie que adelantas primero? —preguntó, caminando a su alrededor. Descansó un pie sobre un árbol cercano y la observó.
—¿A qué te refieres? —se sorprendió Blancanieves. Tras él, el bosque aparecía extrañamente tranquilo. Dos cuervos los miraban desde una rama baja. Eric volvió a saltar hacia ella y Blancanieves adelantó el pie derecho de forma instintiva, sin permitirle ganar terreno esta vez.
Él la acechó. Ella se inclinó con el cuchillo en la mano derecha, apuntando todavía al cuello del cazador.
—Mantén la distancia —ordenó Eric, indicándole con la mano que se alejara hacia el campo de hierba—. Eres demasiado pequeña para atacar. Tienes que esquivar los golpes, utilizar la fuerza del oponente contra él. Levanta el otro antebrazo.
Blancanieves alzó el brazo izquierdo, con la muñeca paralela al suelo. El cazador seguía sonriendo, como dando su aprobación. Por primera vez desde que le conocía, no le despreciaba. En aquel momento, mientras la miraba, parecía más amable, simpático incluso. Avanzó de nuevo y esta vez Blancanieves sintió cómo el espacio se acortaba entre ellos.
—Con este brazo bloquearás y desviarás la ofensiva del oponente. Tal vez recibas algún corte, pero no morirás por ello —hablaba con suavidad, al tiempo que avanzaba otro paso—. Espera hasta que esté cerca —insistió.
Blancanieves no apartaba los ojos de él. Y aunque Eric se acercaba como un supuesto enemigo, había picardía en su mirada y apareció de nuevo aquel hoyuelo en su mejilla. Ella apretó el cuchillo con la palma sudorosa, tratando de mantener la concentración.
—Todavía no —susurró él—. Mira mis manos, no mis ojos.
Ella bajó la mirada hacia el hacha. Eric avanzó otro paso con movimientos seguros. Blancanieves resistió el impulso de amenazarle con el cuchillo para que retrocediera.
—Todavía no —repitió él—. No te muevas hasta que sientas mi aliento.
Dio un paso más, y luego otro, hasta que estuvo a solo unos centímetros de ella. Entonces, sonrió y sus ojos grises la animaron a actuar. Blancanieves no dudó. Alzó el cuchillo, apuntando hacia arriba y deteniéndose justo antes de rozar el esternón del cazador.
—¡Sí! —Eric sonrió—. Este es el momento en que se lo clavas. Hasta la empuñadura. Mantén los ojos fijos en los suyos y no saques el puñal hasta que veas su alma —y rodeó con sus manos las de Blancanieves, como asegurándole que lo había hecho bien.
La joven tenía la respiración entrecortada. Retiró las manos, sin estar segura de lo que sentía al tener el rostro tan cerca del de él.
—¿Por qué me enseñas esto? —preguntó—. ¿Por qué ahora?
El cazador miró por encima del hombro de Blancanieves y ella siguió su mirada a través de la pradera, hasta el lugar donde se encontraban las cuevas.
—Es importante que lo sepas… —dijo y luego se calló, sin dar por concluido lo que estaba sugiriendo: que era tan vulnerable al Bosque Oscuro como ella—. Quédatelo —añadió, señalando con la cabeza el cuchillo.
Blancanieves bajó el arma, asustada al pensar en la posibilidad de quedarse sola en el bosque. Por mucho que le desagradara admitirlo, estar con el cazador era lo único que la consolaba en aquel momento. Eric avanzó entre los árboles y comenzó a descender por un estrecho sendero que había a su izquierda.
—¿Dónde vamos? —preguntó ella. Se suponía que debían continuar hacia el norte otro kilómetro y medio, él mismo se lo había dicho.
Eric sonrió y sus ojos grises se iluminaron. Era cinco años mayor que ella, tal vez más, tenía el pelo enmarañado y apestaba a grog. Pero allí, de pie junto al árbol, Blancanieves vio un atisbo del que pudo haber sido antes. Parecía más tranquilo, casi feliz.
Señaló una bolita marrón que había a unos centímetros de su pie.
—Un rastro —dijo encogiéndose de hombros.
—De acuerdo —Blancanieves rio para sus adentros, con la esperanza de que Eric no hubiera percibido el rubor en sus mejillas—. Los rastros mandan.
Eric bajó por el sendero. Ella permaneció quieta, contemplando cómo se alejaba, hasta que su espalda desapareció tras la espesa maleza.
Ravenna deambulaba por el jardín del castillo y frotaba el dorso de su mano, donde la piel aparecía vieja ' y arrugada. Cerró los ojos un instante y contempló lo mismo que Finn estaba viendo. Las imágenes le llegaban a fogonazos —una visión fugaz de un caballo con una herida abierta en el costado—. Los mercenarios caminaban tras su hermano, abriéndose paso con las espadas a través de la densa maleza. En algún lugar del Bosque Oscuro, un hombre lanzó un alarido tan agudo que se le erizó el pelo de la nuca.
Ravenna había tratado de guiar a Finn por aquel peligroso terreno a pesar de las limitaciones de sus poderes. Ahora que su hermano se encontraba en las profundidades del Bosque Oscuro, ya no podía sentir tan claramente dónde se hallaba, con quién estaba y los rostros de los hombres aparecían desdibujados. Pero durante aquellas horas, había vislumbrado su silueta cruzando una ciénaga y avanzando a través de un prado de hierba densa, alta y elástica. Seguía vivo, con la camisa cubriéndole la boca y la nariz mientras se recuperaba del estupor causado por el polen.
Las visiones de la muchacha eran lo que la asustaba. Blancanieves estaba con él —con aquel cazador—, dirigiéndose hacia los límites del bosque, y no parecía herida ni abrumada por los peligros de la espesura. En solo unas horas dejarían atrás la zona de maleza. ¿Y si Finn no lo conseguía? ¿Y si el Bosque Oscuro lo devoraba como había hecho con tantos otros? ¿Quién perseguiría entonces a la muchacha?
Ravenna inició el regreso a través del jardín con paso lento. La hierba estaba marchita y reseca y había una única flor en el manzano, como si todo el castillo se hubiera debilitado y se mostrara tan vulnerable al tiempo y a la muerte como ella misma. La reina miró aquella flor de color rosa pálido, con los bordes de los pétalos secos. También se caería. La flor finalmente desaparecería y el árbol acabaría pudriéndose de dentro afuera.
Apretó la flor entre los dedos y la arrancó de la rama seca. Tenía un tacto suave. Luego cerró los ojos, tratando de aprovechar sus poderes, de conducir a su hermano más cerca de la muchacha.
—Encuéntrala —murmuró mientras los pétalos se deshacían en su mano.
Eric caminó hacia el límite del bosque, donde los gruesos árboles descendían por una pronunciada pendiente. Hizo una seña a Blancanieves para que le siguiera. Se colocó las dos hachas a un costado y se sentó sobre la otra cadera para deslizar se por la cuesta embarrada. Bajó a trompicones hasta el fondo, sintiendo un intenso dolor en el lado. Ahora que el grog se había acabado, la herida le dolía más que antes. Notaba cada giro y cada movimiento como una nueva espada hundiéndose en su carne.
La niebla se estaba disipando, pero no pudo identificar la construcción que había a unos cientos de metros, más allá de un montón de grandes rocas. Avanzó en esa dirección y se subió a una piedra para conseguir una mejor perspectiva. Un arroyo serpenteaba a través de la arboleda y un puente de piedra comunicaba ambas orillas. Allí, al otro lado, se acababa por fin el Bosque Oscuro. Había kilómetros de campo abierto en todas direcciones.
—No puede ser tan fácil —dijo entre dientes.
Oyó las pisadas de Blancanieves aproximándose a él.
—¿Este es el final del Bosque Oscuro? —preguntó ella.
Eric se volvió hacia la espesura. Los enormes árboles se alzaban sobre ellos.
—Eso parece —respondió mirando hacia el puente. Aquel era el camino correcto, lo sabía. Había seguido el rastro del ciervo hasta ese lugar. Pero ahora que habían llegado, al ver el final del bosque a menos de treinta metros de distancia, resultaba difícil creer que lo hubieran conseguido. Todo había acabado. Habían llegado al otro extremo. Eric miró a Blancanieves y su rostro se abrió en una sonrisa burlona.
Ella se adelantó en dirección al puente. Iba prácticamente corriendo.
—¿Cuánto queda para llegar al castillo del duque? —preguntó por encima del hombro, con voz alegre.
Eric corrió tras ella. Se alisó el cabello con los dedos, disfrutando del sol sobre la piel. El Bosque Oscuro era tan denso que no había podido sentirlo.
—No puede estar a más de ocho kilómetros en línea recta —dijo señalando hacia una bandada de pájaros que volaba en círculos en el horizonte.
Blancanieves miró al cazador y sonrió. La luz del atardecer se colaba entre los árboles y proyectaba un brillo rosado sobre su rostro. Eric sabía que era hermosa —se había dado cuenta la primera vez que la vio—, pero al contemplarla en aquel momento, advirtió que Blancanieves no era consciente de ello. Y, aunque él nunca lo admitiría, en cierto modo, aquello la volvía incluso más atractiva. Cuando se desenredaba el pelo o le miraba entrecerrando sus ojos oscuros, contemplándole como si fuera el ser humano más espantoso sobre la tierra, no lo hacía con picardía. No eran los gestos de una chica barata de taberna.
Eric posó una mano sobre su herida, agradecido de que lo peor del viaje hubiera pasado. Si lograba llevar a Blancanieves hasta la aldea que había a unos kilómetros, podrían descansar. Allí estaría a salvo —sería suficiente—. No podría cumplir su acuerdo, ya que ir a Carmathan no entraba dentro de sus planes. En los momentos más difíciles, Eric había robado suministros al duque y había entregado a varios de sus hombres a la reina a cambio de una recompensa. Era demasiado vergonzoso hablar de aquello, pero sucedió en la época en que un trago importaba más que cualquier otra cosa. Tan pronto como Blancanieves estuviese a salvo, él desaparecería en el bosque, tanto si recibía la recompensa como si no. Se marcharía antes de encontrarse con el duque y sus hombres. Todo aquello habría acabado y el desagradable asunto de la reina quedaría atrás.
Empezaron a cruzar el puente, casi rozándose con los hombros. Frente a ellos se extendía una pradera y el viento mecía la hierba. Eric percibió a su espalda el borboteo del arroyo mezclado con un ruido seco de grava. Miró atrás, buscando rocas que cayesen. Parecía que el puente se movía un poco. Se desmoronaron algunas piedras en los laterales y Eric colocó la mano sobre el brazo de Blancanieves para alertarla. Miraron hacia el arroyo poco profundo y vieron cientos de cadáveres de animales bajo la superficie del agua. Eric pudo distinguir un cráneo de oso y la caja torácica recién devorada de un ciervo gigantesco. Los huesos estaban todavía cubiertos de sangre.
El puente empezó a agitarse. De repente, recordó todas las leyendas sobre el Bosque Oscuro; sabía de qué se trataba.
—¡Un trol! —gritó. La parte alta del puente se elevó y se abrieron unos ojos en el lateral de la piedra. Aquella gigantesca bestia había permanecido acurrucada, esperando a que cruzaran. Eric aferró el brazo de Blancanieves y se abalanzó hacia el final del bosque, pero estaban aún a diez metros de distancia. No lograrían cruzar.