—¡Corred! —gritó Blancanieves, devolvió a Lily a los brazos de Anna y señaló la espesa arboleda. Si ella distraía al hombre, tendrían tiempo suficiente para escapar hasta allí. Se adelantó para que él pudiera verla con claridad. Sujetó el cuchillo con la mano derecha y adoptó la postura que el cazador le había enseñado, con un brazo en alto y el otro quieto, esperando a que el enemigo se acercara.
El mercenario se aproximó a ella. Blancanieves mantenía el cuchillo alzado, la vista fija en los ojos negros del hombre.
Uno
…, pensó, observando cómo se acercaba.
Dos
…
tres
. Cuando estaba a solo unos centímetros, le acuchilló. El hombre retrocedió con una pequeña herida en el pecho. Inclinó la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada y, de repente, golpeó con fuerza el estómago de su contrincante. Ella cayó al suelo. Abrió la boca, pero no podía tomar aliento.
El hombre levantó la espada. Blancanieves alzó los ojos hacia él, jadeando, a la espera de que la hoja afilada cayera sobre su cuello. Entonces, una flecha pasó silbando y se clavó en el corazón del hombre. Este soltó un terrible alarido y se tambaleó. Dejó caer la espada y se aferró al extremo emplumado de la flecha para tratar de arrancarla.
Blancanieves se incorporó. A solo tres metros de distancia había un joven soldado con un arco entre las manos. Era alto y delgado, con la mandíbula cuadrada y los pómulos prominentes. Tenía una espesa y ondulada cabellera castaña que le caía sobre los ojos y una pequeña marca en la barbilla. Permaneció quieto, mirándola con una leve sonrisa en los labios. Blancanieves vio cómo colgaba el arco sobre su hombro, de manera que quedó a su espalda. Había algo muy familiar en aquel gesto. Le conocía, pero ¿de dónde?
El humo los envolvió. El fuego se había extendido por algunos de los árboles y las mujeres gritaban mientras se dirigían hacia la colina. El joven abrió la boca para hablar, pero Anna se acercó corriendo y agarró a Blancanieves del brazo.
—¡Vamos! —dijo entre dientes—. No tenemos mucho tiempo —y señaló la orilla embarrada, donde los hombres de Finn comenzaban a subir detrás de las mujeres.
Se volvieron y empezaron a correr. Una flecha en llamas cayó muy cerca de ellas. A lo lejos, un niño lloraba y sus sollozos le provocaron a Blancanieves escalofríos por todo el cuerpo. Siguió a Anna por el bosque, corriendo tan deprisa como le permitían las piernas. Miró por encima del hombro una última vez, hacia los árboles incendiados, pero el joven había desaparecido.
Blancanieves corría tan rápido que apenas podía respirar. Conocía a aquel muchacho del bosque y, por la manera en que la había mirado, estaba segura de que él también la había reconocido. Pero ¿quién era?
Avanzaba entre los árboles con el cuchillo en la mano. Anna iba justo detrás de ella; podía oír el ruido de sus pies sobre el suelo. Recordó de nuevo aquella imagen tan lejana. Un niño subido a un manzano, junto a ella, con su arco de juguete colgado a la espalda. William. Había visto sus rasgos en el rostro de aquel joven. Compartían los mismos ojos color avellana, la misma sonrisa. De repente lo vio claro, supo que era él. Seguía vivo después de todos aquellos años. Pero ¿qué estaba haciendo en la aldea? ¿Cómo la había encontrado?
Blancanieves se detuvo y miró atrás, buscando desesperadamente su imagen una vez más. Anna y Lily se habían retrasado. Anna estaba encorvada sobre un tronco, sacando una espina del pie desnudo de la niña. La pequeña lloraba. Tras ellas, Blancanieves contempló la destrucción. El fuego se había extendido y la mayoría de las casas sobre pilotes estaban en llamas. Las mujeres huían entre los árboles. Melva, una niña pecosa, pasó a toda velocidad, aferrada a lo que había salvado de sus pertenencias.
Entonces Blancanieves vio cómo Finn ascendía desde la orilla y la miraba directamente.
—¡Allí! —gritó a un soldado, indicándole con gestos que diera un rodeo.
Blancanieves se volvió para echar a correr, pero alguien la agarró del brazo. Ella lanzó cuchilladas al aire hasta que oyó una voz familiar.
—Por aquí —dijo el cazador y señaló un angosto sendero entre los árboles que serpenteaba por la colina hacia el este del Bosque Oscuro—. ¡Vamos! —masculló.
—¡Tenemos que ayudarlas! —exigió la chica mientras se liberaba de su mano para llegar junto a Anna y Lily. Tal vez el cazador estuviera dispuesto a abandonarlas, pero ella no podía. Retrocedió a la carrera y ayudó a Anna a levantarse del suelo.
La mujer la empujó y exclamó:
—Vete —luego señaló hacia la orilla y hacia Finn, que se encontraba a menos de veinte metros de distancia—. Ahora, márchate —repitió.
Blancanieves la miró a la cara, y supo que hablaba en serio. Un mercenario corría entre los árboles a su izquierda y Finn se iba aproximando. Entonces, tomó la mano del cazador y este la arrastró por el bosque, descendiendo con dificultad por el oscuro camino hasta que todo desapareció tras la espesa maleza.
Avanzaron apresuradamente entre la arboleda y cubrieron kilómetro tras kilómetro, rodeando la orilla de un gigantesco lago y dirigiéndose hacia el este, donde el bosque se volvía menos espeso. Cuando amaneció, el fragor de la batalla había quedado muy lejos de ellos. Blancanieves sentía las piernas demasiado cansadas para continuar, así que se detuvo. Se arrodilló junto a un arroyo de aguas poco profundas.
Aún le temblaban las manos. Las sumergió en el agua fría y raspó la sangre seca de sus uñas. El olor del humo se había quedado impregnado en su cuerpo y seguía oyendo los gritos de las mujeres, aunque el bosque estaba tranquilo y los pájaros en silencio. Se volvió hacia el cazador, sentía un gran desprecio por él. Las había
abandonado
. Se había escabullido en la oscuridad de la noche y las había abandonado. Las mujeres habían quedado indefensas ante los hombres de Finn.
—¿Por qué has regresado? —preguntó, levantándose para mirarle directamente a los ojos—. ¿Por qué?
Eric se cubrió el rostro con las manos.
—Yo los conduje hasta allí —dijo en voz baja.
Había llevado a Blancanieves hasta la aldea, y había calculado mal. Pensó que los hombres de Finn se encontraban más lejos y, al ascender la colina para marcharse, vio volar la primera flecha. Pudo oler el humo incluso a un kilómetro y medio de distancia.
—Yo he tenido la culpa —notaba una opresión en la garganta y le costaba pronunciar las palabras. Nunca debería haberlas abandonado. Había sucedido exactamente lo mismo que con Sara. Había tornado una decisión y, cuando quiso regresar, era demasiado tarde.
Eric tomó las manos de Blancanieves entre las suyas; aún le temblaban. Tenía el rostro manchado de ceniza y sangre reseca en el brazo. Si estaba herida, lo ignoraba.
—Te llevaré al castillo del duque Hammond —dijo el cazador. Lo que pudiera encontrar allí no sería peor que lo que sentía en aquel momento, al ver a Blancanieves así.
Ella asintió con la cabeza, pero no habló. Eric se tendió junto al arroyo, atento por si escuchaba ruido de cascos en el bosque. Podían descansar allí unos minutos, pero no mucho más, ya que los hombres encontrarían finalmente su rastro. Cerró los ojos y su rostro mostró un gran cansancio. El cuerpo le dolía de los días anteriores, la herida del costado le palpitaba y los puntos le pellizcaban la piel. Sin grog, sentía todo con mayor intensidad y había desaparecido aquella sensación de vacío y sopor. Aunque aún no sabía si considerarlo una bendición o una maldición.
Miró hacia arriba y se topó con el brillo del sol a través de los árboles. Una sombra pasó por encima de él. Eric intentó levantarse, pero alguien le propinó una fuerte patada en el costado. Otra persona le agarró la cabeza. Fugazmente, vio unas pequeñas figuras que se aproximaban: unas le dieron puñetazos, otras le golpearon con ramas. Llevaban puestas unas máscaras de guerra hechas de madera.
—Enanos —refunfuñó, sabiendo al instante quiénes eran. Trató de llegar hasta Blancanieves, pero uno de aquellos desagradables seres diminutos le ató los tobillos con una cuerda. En segundos, le estaban arrastrando por la orilla y le habían colgado por las piernas. El mundo giró a su alrededor y la sangre se le bajó a la cabeza.
Cuando por fin dejó de dar vueltas, Eric vio a Blancanieves en el suelo, a su lado. Tenía los brazos atados a la espalda. Los enanos, alineados frente a él, alzaron sus grotescas máscaras de guerra.
—Vaya, vaya, vaya… El malvado cazador —dijo Beith. Era el cabecilla de los enanos y, por si fuera poco, el más desagradable de todos. Su espesa cabellera negra caía formando una gigantesca V sobre su cabeza.
—Vamos, Beith —dijo Eric, intentando reír y mirando al pequeño mequetrefe con los ojos entrecerrados—. ¿Así es como tratas a un amigo? —cualquiera que hubiera atravesado el reino conocía a los enanos. Se escondían en los bosques, solían emborracharse y se peleaban con cualquiera que quisiera enfrentarse a ellos. Y el cazador siempre estaba dispuesto.
Beith se aproximó tanto que Eric pudo oler su repugnante aliento.
—No, bestia cornuda —el enano agarró una gruesa rama del suelo—. ¡Así es como trato a un amigo! —y le golpeó con fuerza en la cabeza.
—¡Para! —exclamó Blancanieves. Los enanos se rieron.
Eric se sujetó la cabeza con las manos y se frotó el lugar donde Beith le había golpeado. Aquellas pequeñas bestias —hombres fornidos y apestosos con el pelo enmarañado y los dientes podridos— no medían más de un metro. Beith llevaba una barba negra y greñuda, y ropa demasiado grande. Los pantalones los tenía sujetos con un trozo de cuerda vieja. Al fondo, Eric pudo distinguir a Muir, el enano ciego, y junto a él a Nion, el más rencoroso de todos. De haber estado en sus manos, el mundo lo habrían gobernado los enanos y los demás habrían tenido que servirles.
Blancanieves forcejeó con la cuerda que le sujetaba las muñecas.
—¿Qué les has hecho? —susurró mientras los enanos decidían qué hacer con Eric.
El cazador se restregó la cara. Se estaba mareando. Todo resultaba extraño cabeza abajo.
—Intenté cobrar una recompensa por sus cabezas… varias veces —respondió.
Blancanieves le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Hay alguien de quien no hayas tratado de aprovecharte? —preguntó.
Eric contempló la adorable forma con que arrugaba la nariz cuando se enfadaba. Técnicamente, había una persona: ella. Se lo habría dicho si Beith no hubiera empezado a golpearle con fuerza el estómago.
—¡Es mi día de suerte! —aulló Beith—. El águila ratonera que más detesto en el mundo se posa en mi regazo.
—Es tu día de suerte, Beith —dijo Eric, esforzándose por parecer tranquilo. Los hombres de Finn no tardarían en llegar, así que no tenía tiempo para discutir quién había tratado de vender a quién a la reina. Aquello eran detalles
sin importancia
—. Tengo suficiente oro para alimentarte a base de cerveza durante un año. Bájame y…
Nion le golpeó en la oreja.
—Cierra tu horrible bocaza, cazador. Si tuvieras alguna moneda, ya habría caído de tus bolsillos.
Eric se agarró la cabeza; la notaba a punto de estallar y sentía un zumbido doloroso. Dejó escapar un gruñido y preguntó:
—Solo dime, ¿qué he hecho mal?
—En primer lugar, dime qué has hecho bien —replicó Beith, escupiendo al hablar.
Detrás de él, Gus, el enano más joven, contemplaba a Blancanieves como si fuera la mujer más hermosa que hubiera contemplado jamás. Sonrió, dejando a la vista sus dientes amarillentos y deformes.
Eric señaló a Blancanieves.
—La salvé de la reina —dijo.
—No parece propio de ti, cazador —comentó Beith sacudiendo la cabeza.
—La gente cambia —añadió Eric.
Nion le golpeó de nuevo en la oreja.
—La gente, no un cerdo lujurioso —dijo.
Algunos de los enanos empezaron a discutir. Coll y Duir, que siempre estaban a la gresca, se movían de un lado a otro, tratando de decidir si debían matar a Eric o dejarle atado hasta que muriera.
—¡Ensartemos al cazador y dejemos que ella se pudra! —sugirió Duir.
A Eric no le gustó nada el tono malicioso de su voz.
—¡No! —exclamó una voz tras ellos. Muir, el enano más anciano, se acercó. Tenía los ojos cubiertos por una delgada película blanquecina—. ¡Ella está predestinada! —dijo, alzando un dedo para que los demás callaran.
Eric recordaba al enano ciego de otra visita a los bosques. Los demás le escuchaban cuando hablaba.