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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (12 page)

BOOK: Blancanieves y la leyenda del cazador
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El trol se levantó y los lanzó por los aires. Eric cayó violentamente sobre el arroyo y un esqueleto despedazado crujió bajo su peso. Se quedó sin aliento. Permaneció allí, jadeando, hasta que al fin consiguió respirar. Tenía la ropa empapada y el agua helada le provocaba escalofríos por todo el cuerpo.

—¿Estás bien? —preguntó, tratando de localizar a Blancanieves. Ella había aterrizado en la orilla embarrada, con la cabeza peligrosamente cerca de una afilada roca.

La joven no respondió. Tenía los ojos fijos en algo que había detrás de Eric. Él se volvió, siguiendo su mirada. Aquella inmensa criatura medía casi seis metros y su grisácea cara moteada estaba clavada en ellos. De su cabeza sobresalían unos cuernos y sus ojos eran redondos, brillantes y negros como el carbón.

—¡Corre! —aulló Eric, poniéndose en pie.

Blancanieves salió como una flecha y ambos huyeron por el lecho del arroyo. El gigante los seguía, meciendo los puños.

Cada vez que la bestia daba un paso, la tierra temblaba. Eric trataba de mantener el equilibrio, pero el trol no tardó en estar justo detrás de él.

—¡Vete, sal de aquí! —gritó a Blancanieves, señalando con la cabeza la parta alta del arroyo. Si regresaba dando un rodeo, podría salir del Bosque Oscuro en unos minutos.

Blancanieves le miró, sin saber qué hacer.

—¡Márchate! —exclamó Eric, empujándola para que huyera. Luego se volvió y se enfrentó a aquel monstruo gigantesco. El trol se detuvo a horcajadas sobre el arroyo. Eric empuñó las dos hachas, una con cada mano. No tuvo tiempo de pensar, simplemente echó a correr, con las armas dirigidas hacia las piernas de aquella cosa.

El trol balanceó un brazo hacia Eric. Él esquivó el golpe y el puño de la criatura pasó rozándole la cabeza. El cazador clavó ambas hachas en la pierna izquierda del gigante, pero no le causó ningún daño. La piel del trol era gruesa y dura y el filo del hacha solo la melló. El monstruo apenas se estremeció.

El gigante bajó los ojos hacia Eric y dejó escapar un leve gruñido. Entonces le agarró por la cintura y le lanzó hacia el arroyo. El hombre cayó sobre el lecho embarrado. Se ladeó, sintiendo punzadas en la cabeza y con el cuerpo dolorido por el impacto.

El trol avanzó en su dirección. Eric se miró el costado ensangrentado; el corte bajo las costillas se había abierto de nuevo. Apretó la mano contra la herida, en un intento de detener la hemorragia.

El trol tardó unos segundos en abalanzarse sobre él. Eric sentía aquella cara de piedra tan cerca que su aliento apestoso y caliente le alborotó el pelo. Vio unos dientes amarillentos sobresaliendo del labio inferior. El gigante cogió impulso con el puño y Eric apretó los párpados, a la espera del golpe definitivo.

—¡Aléjate de él! —gritó la muchacha. Eric abrió los ojos. Blancanieves bajaba corriendo por el arroyo, con los pies chapoteando en el agua. Llevaba el cuchillo apuntando hacia delante, como él le había enseñado. En aquel momento, parecía tan diminuta y patética. No era mayor que el pulgar del gigante.

—¡No! —exclamó Eric en voz baja, como si aquella sola palabra pudiera detenerla. Le dolía todo el cuerpo. Trató de levantarse, pero el dolor le invadió el costado. El trol se alejó de él y fijó su atención en Blancanieves.

El gigante empezó a bajar por el arroyo hasta que estuvo solo a unos metros de ella. Con los ojos clavados en los de la criatura, la muchacha alzó el antebrazo. Incluso desde la parte baja de la orilla, Eric pudo ver que estaba temblando. Tragó saliva, temeroso de lo que la bestia pudiera hacer. Había oído contar que aquellos seres aplastaban el cráneo de sus víctimas antes de darse un festín con sus tripas. Estaba dispuesto a entregar su propia vida, antes que ver cómo el trol le arrebataba la suya a Blancanieves.

Pero el gigante permaneció quieto, con los ojos entrecerrados. Respiraba con dificultad y el hedor de su aliento estremecía a Blancanieves. El cara a cara duró apenas unos minutos, ya que la bestia fue relajando los puños poco a poco. Luego se inclinó hacia delante, ladeó la cabeza y se fijó en la diminuta figura que había frente a él. Blancanieves no se inmutó. Solo miraba fijamente al enorme monstruo. El trol dejó escapar un leve bufido y comenzó a alejarse por el arroyo. Mientras avanzaba, dio un puntapié a una roca. Eric lo contemplaba todo, sin estar seguro de que estuviera sucediendo en verdad.

Cuando el trol desapareció de su vista, Blancanieves bajó el cuchillo, corrió hacia Eric y le abrazó. Despacio, le ayudó a ponerse en pie.

Él sacudió la cabeza. No podía creer que ella se hubiera comportado de aquel modo tan temerario. El trol podía haberle roto el cuello con un simple movimiento de su dedo.

—Te dije que corrieras —dijo Eric, buscando los ojos castaños de la muchacha.

—Si lo hubiera hecho, ahora estarías muerto —respondió ella endureciendo la mirada—. Habría sido suficiente con decir «gracias» —le soltó y él se tambaleó, mientras trataba de recuperar el equilibrio. Ella le dio la espalda y comenzó a subir por la orilla rocosa.

—Espera —dijo Eric con dulzura. La miró y se fijó en el mechón de pelo negro que le caía sobre los ojos. Tenía un rasguño en la frente, pero, aparte de eso, parecía ilesa. No podía dejar de contemplar a aquella muchacha de apenas cincuenta kilos y preguntarse de dónde sacaba tanta fuerza. ¿Por qué se había arriesgado de aquella manera? ¿Qué le había impulsado a regresar con solo un cuchillo de diez centímetros para defenderse? Había conocido hombres hechos y derechos menos combativos que ella.

Blancanieves cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué? —preguntó con tono crispado.

Eric sonrió, caminó lentamente hacia ella y posó la mano sobre el hombro de Blancanieves, sin dejar de mirarla.

—Gracias.

y solo la sangre de la más bella puede romperlo

Eric y Blancanieves recorrieron cinco kilómetros a través de una pradera y un bosquecillo, hasta que el terreno se abrió a un pantano. Blancanieves se quitó los improvisados zapatos de cuero y dejó que sus pies desnudos se hundieran en el barro. Avanzaba con dificultad, paso a paso, seguida por Eric.

Él le había asegurado que aquel era el camino hacia Carmathan, que debían seguir adelante por el pantano. Pero a cada kilómetro que avanzaban, aumentaba la desconfianza de Blancanieves. Aún no divisaba la fortaleza a lo lejos y tampoco había visto ni rastro de los hombres del duque. Pensó en aquel mapa dibujado en el suelo y en la aldea que Eric había señalado, el lugar al que había querido llevarla en un principio.

El nivel del agua fue subiendo. Blancanieves se alzó el vestido —lo que quedaba de él, al menos—, en un intento de mantener la ropa seca. Sus pies chapoteaban sobre la tierra húmeda y el barro frío se colaba entre sus dedos. Contempló los pececillos que nadaban en torno a sus tobillos. Bancos enteros se aproximaban y escapaban, moviéndose al mismo tiempo que ella. Cuando finalmente alzó la vista, vio unas siluetas negras delante de ellos. Se encontraban en la orilla del pantano, a casi diez metros de distancia. Aparecían recortadas contra el sol del atardecer y pudo distinguir los arcos y las flechas que portaban a la espalda.

Era demasiado tarde para retroceder. Blancanieves mantuvo la cabeza agachada, con la esperanza de que no la reconocieran. Cuando se aproximaron más, una de las figuras se adelantó hacia ellos, con el rostro oculto bajo una capucha negra. Apuntó una flecha hacia el pecho de Blancanieves.

—Dicen que solo los demonios y los espíritus sobreviven en el Bosque Oscuro. ¿Qué sois vosotros? —preguntó.

Eric desenfundó las hachas que colgaban de su cintura y se colocó delante de Blancanieves, interponiéndose entre ella y la figura encapuchada.

—¿Tal vez sois espías de la reina? —continuó diciendo aquella persona.

—Somos fugitivos de la reina —explicó Eric.

Blancanieves alzó los ojos y permitió que el encapuchado viera su rostro.

—No queremos haceros ningún daño —dijo y tocó con la mano el brazo de Eric para que bajara las hachas. Él la complació.

La figura se inclinó hacia atrás y la capucha cayó, descubriéndole la cara. Blancanieves vio entonces que se trataba de una mujer. Tenía el cabello rojizo, recogido en trenzas, y unos rasgos delicados —nariz estrecha y pómulos salientes—, pero lo que más llamaba la atención era su cicatriz. Una gruesa marca rosada le surcaba el rostro desde la parte alta de la frente hasta acabar sobre la barbilla, pasando por el ojo y la mejilla derecha.

Las demás figuras bajaron las armas y se quitaron también las capuchas. Todas eran mujeres, y todas hermosas, aunque lucían idénticas cicatrices atravesándoles el lado derecho del rostro.

—¿Dónde están los hombres? —preguntó Eric.

—Se han marchado —respondió la mujer pelirroja. Entonces, sonrió y alargó la mano para que Blancanieves se agarrara—. Soy Anna. Bienvenidos.

Unas horas más tarde, Blancanieves se encontraba sentada junto a una hoguera, con una manta de lana sobre los hombros. Por primera vez en años, llevaba puesta ropa seca y limpia. Los pantalones eran algo grandes para ella y notaba la aspereza de la camisa en la piel, pero nunca se había sentido más rodeada de lujo.

Contempló cómo una de las ancianas de la aldea cosía la herida de Eric y la cubría con una gasa limpia. Antes de marcharse, anudó el vendaje para que no se moviera. Eric se mostraba más tranquilo de lo que Blancanieves le había visto jamás, y su rostro aparecía amable al resplandor del fuego.

La aldea estaba formada por un grupo de cabañas sobre pilotes, bajo las que fluía un arroyo poco profundo. Anna los había conducido en un bote hasta su casa, que se encontraba seis metros por encima del pantano, rodeada por una plataforma de madera. En aquel momento se hallaba sentada junto a su hija en un rincón de la tarima. La niña no tendría más de siete años. Trabajaban con calma limpiando peces que luego colgaban de un cordel para que se secaran.

—Esta es la aldea, ¿verdad? —dijo Blancanieves volviéndose hacia Eric, aunque ya sabía la respuesta—. ¿A la que pretendías traerme antes de jurarme que me llevarías al castillo del duque?

Eric bajó los ojos.

—No estoy seguro de que Hammond me hubiera brindado un recibimiento muy caluroso —respondió y se puso de nuevo la camisa, estremeciéndose a medida que la tela se deslizaba por su costado.

—¿Por qué? —preguntó Blancanieves, y cruzó los brazos sobre el pecho a la espera de una excusa. Le había mentido. Había prometido que la llevaría al castillo del duque y no lo había hecho. Era así de sencillo.

Eric suspiró. Se inclinó hacia delante y alargó las manos llenas de arañazos hacia el fuego.

—Cobré alguna que otra recompensa por entregar a varios hombres del duque. Yo robo al duque, él roba a la reina, es algo así como el ciclo de la vida.

Blancanieves estuvo a punto de echarse a reír. Había confesado aquello con absoluta indiferencia y sin ningún remordimiento. Nunca había conocido a nadie con tan poca sensibilidad.

—Llegaré al castillo del duque con tu ayuda o sin ella —aseguró.

Eric la miró a los ojos.

—Cumplí mi palabra. Te prometí que te llevaría a un lugar seguro. Y aquí estás a salvo, ¿no es así? —recorrió con la mirada las cabañas que había frente a ellos. En todas se distinguía una pequeña hoguera encendida en el porche de madera. Las mujeres estaban sentadas unas junto a otras, comiendo, hablando de la llegada de Blancanieves.

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