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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (20 page)

BOOK: Blancanieves y la leyenda del cazador
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Blancanieves cabalgaba al frente. La cota de malla le pesaba sobre la espalda y notaba el frío metal rozándole la piel. Sujetaba el escudo a un lado, impresionada por la naturalidad con que se adaptaba a su brazo. Era igual que el que su padre había utilizado en la batalla. En la parte delantera, llevaba incrustado el emblema de la familia. Blancanieves recordaba cómo su padre se lo había mostrado cuando era una niña, permitiéndole recorrer con los dedos las ramas doradas de aquel roble. Las raíces aparecían hundidas en la tierra y el final del tronco se abría en forma de cruz, igual que la corona. «Es un símbolo de fuerza —le había dicho el rey, señalando las raíces—. Está aferrado al suelo con firmeza, conectado a la tierra a través de todo lo invisible. Crece alto y orgulloso».

Blancanieves levantó el escudo, confortada por su peso. Sentía a su padre al escuchar el ruido firme de los cascos de los caballos tras ella y le encontraba en todos los lugares que miraba: la luna creciente, los árboles que movían sus ramas y las olas que rompían en la orilla. Cuando alcanzaron la cima de la colina junto a la playa, a poco más de quince kilómetros del castillo de Ravenna, casi podía notarlo a su lado.

Miró a su espalda y vio al duque, a William y a Eric, que cabalgaban tras ella. Los acompañaban cientos de hombres y mujeres, con los rostros iluminados por la luz de las antorchas. El ejército —su ejército— se extendía hasta las profundidades del bosque. Le sorprendía la valentía de aquellos que se habían unido voluntariamente. Muchachos que no superaban los quince años, madres y padres, campesinos y rebeldes. Algunos habían sobrevivido todos aquellos años en Carmathan, en la fortaleza del duque, y otros habían abandonado sus escondites en el bosque, reuniendo sus escasos víveres para unirse a la lucha. A cada kilómetro que recorrían, la tropa crecía.

Blancanieves alcanzó la cima de la colina, por encima de la playa, y contempló el castillo de Ravenna con varios cientos de soldados a su espalda.

Ella y el duque se adelantaron y un general cabalgó hacia ellos.

—Señor —dijo señalando hacia la costa rocosa—, solo disponemos de una hora o dos antes de que suba la marea. No es tiempo suficiente para abrir una brecha en las murallas del castillo. Quedaremos completamente expuestos o nos ahogaremos en el océano.

El duque sacudió la cabeza.

—¿Hay otra forma de entrar? ¿Túneles? ¿Cuevas? —preguntó.

Blancanieves no se tomó la molestia de mirarlos. Mantenía los ojos fijos en las negras aguas, en el punto exacto por donde ella había emergido una semana antes. La marea estaba todavía baja. Las rocas sobresalían bajo las olas. Distinguió la abertura en el lateral de la cornisa del acantilado; la misma cloaca por la que ella había salido.

Dirigió la mirada hacia la playa. Los enanos habían alcanzado ya el borde del agua y chapoteaban por ella. Iban acuclillados por el bajío, como ella les había indicado que hicieran, y no tardarían más de una hora en llegar a la entrada de la cloaca. Estaban ya a medio camino.

—Si llegamos al rastrillo cuando el sol ilumine el horizonte, estará abierto —dijo la joven con firmeza, y guió su caballo hacia la ladera rocosa. Se volvió y miró los rostros nerviosos del duque y el general. William y Eric la siguieron sin dudar y todo el ejército se extendió a lo largo de la playa.

Continuaron por la arena y pasaron junto al laberinto de piedra por el que Blancanieves había avanzado a trompicones al llegar a la orilla. A medida que la marea subía, los caballos y los soldados se veían empujados hacia la pared de roca. Siguieron avanzando con las olas cada vez más cerca, amenazados por la posibilidad de quedar encerrados contra la elevada cornisa.

—No tenemos mucho tiempo —dijo el duque Hammond.

Blancanieves miró hacia el océano. Pudo ver que los enanos desaparecían con cada nueva ola. Estaban a punto de alcanzar la entrada de la cloaca y el sol se encontraba casi en el horizonte. Tan pronto como se alzara en el cielo, los jinetes quedarían a la vista en la playa y perderían cualquier opciónde un ataque por sorpresa. Debían atacar y confiar en que el rastrillo estuviera abierto a tiempo. Era su única oportunidad.

—Debemos avanzar ahora —dijo volviéndose hacia el duque—. Ellos tendrán el rastrillo alzado para cuando nosotros lleguemos.

Cuando el duque levantó la espada para ordenar a los soldados que siguieran adelante, Blancanieves se giró hacia Eric. Estaba detrás de William y los generales —ellos habían insistido en que los militares avanzaran delante—. Sus miradas se cruzaron solo un segundo, pero él pareció sentir lo que ella quería. Espoleó su caballo hasta colocarse a su lado, rompiendo la formación, e iniciaron el galope. Cabalgando juntos, con los ojos llorosos por el aire salino, ella no sentía miedo.

Continuaron su avance, mientras el ejército empezaba a tomar velocidad, y mantuvieron la mirada fija en la cornisa del acantilado, donde se encontraba el castillo. Poco a poco fue apareciendo ante sus ojos. Blancanieves notó que el corazón se le aceleraba. El rastrillo seguía bajado; aquella rejilla negra resultaba visible desde un kilómetro de distancia. El duque se volvió hacia ella con el rostro preocupado, pero Blancanieves no aminoró el paso. Coll, Duir y todos los demás deberían estar ya en el patio del castillo. En cualquier momento, la puerta se levantaría.

La muchacha miró por encima de su hombro y contempló el enorme ejército que se extendía por la playa. La marea seguía creciendo a su alrededor y los caballos chapoteaban en las olas a medida que avanzaban. El sol había salido e iluminaba el cielo. Estaban completamente expuestos.

—Vamos —susurró Blancanieves, deseando que el rastrillo se elevara—. Daos prisa…

Entonces divisó unas diminutas luces parpadeantes en lo alto de la muralla del castillo. Estaban cargando los trabuquetes. Los puntos de luz se alzaron por el cielo y empezaron a llover proyectiles llameantes sobre ellos. Una bola de fuego explotó a solo unos metros de la joven, pero ella no se detuvo. Mantuvo la cabeza gacha y cabalgó más deprisa hacia las murallas.

El ejército vaciló. Algunos hombres se quedaron paralizados al ver los proyectiles en llamas que venían hacia ellos. Un soldado cayó del caballo al explotar la tierra bajo sus pies. No tenían elección. Si no continuaban hacia las murallas del castillo, se ahogarían en la marea creciente. El océano subía con rapidez, ocultando la arena y sumergiendo las patas de los caballos. Blancanieves alzó el escudo, alentando a los soldados para que continuaran.

Oyó gritos a su espalda. Se giró y vio a una mujer rubia que había sido alcanzada por una flecha en llamas. El caballo relinchó y la tiró. Su cuerpo fue pisoteado por las monturas de los demás soldados. Blancanieves tragó saliva, tratando de no flaquear ante la visión de la sangre. Dos generales cayeron a su lado, uno de ellos con una flecha clavada en el cuello. A su alrededor, todo era sangre y fuego. Cada pocos segundos, miraba de reojo al cazador, agradecida de que continuara allí.

El aire se llenó de humo. De repente, el viento cambió y Blancanieves vislumbró de nuevo la entrada de la fortaleza. El rastrillo seguía bajado. Cabalgó hacia la muralla, consciente de que solo disponían de algunos minutos más. Diez, a lo sumo. Si no estaba levantado cuando llegaran, quedarían atrapados contra las rocas. Los soldados de Ravenna los acosarían desde arriba y el océano los empujaría desde el lateral.

Sobre la muralla del castillo aparecieron más arqueros. Blancanieves levantó el escudo por encima de su cabeza para protegerse. Oyó el sonido de las flechas que golpeaban contra él y sintió su calor sobre el brazo. No miró atrás. Alguien suplicaba ayuda a gritos y había cuerpos flotando boca abajo entre el oleaje. Un caballo tordo moteado había caído contra las rocas y gemía, con una terrible herida en el flanco. Cuando el agua salada lo salpicaba, se retorcía de dolor. Blancanieves deseó con todas sus fuerzas que alguien acabara con su vida.

William se adelantó cabalgando, con el escudo por encima de la cabeza.

—¡Debes retroceder! —gritó, pero ella apenas podía oírle por el estruendo de las olas.

—¡Prometí que me reuniría con ellos! —respondió Blancanieves a gritos. Junto a ella, una flecha ardiendo alcanzó a un jinete en el hombro. El soldado trató de arrancársela, pero era demasiado tarde. Su ropa estaba en llamas. Se contorsionó y cayó entre las olas, aullando de dolor.

Blancanieves comenzó a ascender la pendiente hacia el castillo, sin considerar la advertencia de William. Ya no tenían otra opción. La única manera de salvarse era luchar. Cabalgó a toda velocidad hacia la enorme puerta de hierro. De un momento a otro, se abriría. De un momento a otro, los enanos la levantarían. Las flechas en llamas llovían a su alrededor y ella mantenía el escudo en alto, con la esperanza de no estar equivocada.

Cuando se encontraba a solo cinco metros de distancia, el gigantesco portón se elevó. Pudo distinguir a Gort y a Nion aferrados a los extremos de las cuerdas para utilizar sus cuerpos como contrapeso. William y Eric se colocaron a ambos lados de Blancanieves mientras traspasaban a galope la entrada en dirección al patio del castillo, seguidos por el ejército.

Los arqueros de la zona alta de la muralla cambiaron de posición para apuntar a los soldados que habían accedido al patio. Una vez gran parte del ejército hubo traspasado el rastrillo, su superioridad frente a los guardias de Ravenna pasó a ser de tres a uno.

—¡Alineaos! —gritó Blancanieves a Eric y William. Si se distribuían en forma de cuña y avanzaban por el patio en diagonal, podrían arrinconar a los guardias de la reina. La batalla acabaría en unos minutos.

Se adelantaron varios generales para formar la primera línea y, tras ellos, Blancanieves, William y Eric mantenían los escudos levantados en ángulo. Las flechas en llamas seguían golpeando sus protecciones. Eric se abalanzó hacia delante, derribando a dos guardias con las hachas. William clavó su espada en el costado de otro guardia. Blancanieves embistió a un hombre con el escudo, lanzándole contra el muro del patio. Su cabeza golpeó la piedra y el soldado se desplomó inconsciente.

Solo quedaba un puñado de guardias. Algunos hombres del ejército de Blancanieves lanzaron vítores, al sentir que la batalla ya había finalizado. Cuatro de los guardias de Ravenna se volvieron y corrieron hacia los pasillos de la fortaleza en busca de refugio. Los que quedaban tiraron sus armas al suelo en señal de rendición.

Blancanieves se giró, buscando entre los hombres al duque. Estaba algo detrás de ella, entre la densa formación. Sus ojos se encontraron y él sonrió, con un gesto de alivio en el rostro. Todo había acabado —ambos lo sabían— y solo les faltaba dar con Ravenna. La joven la vencería, sin importar la magia que poseyera. La reina se lo había confesado.

De repente, algo cambió en la expresión del duque. Frunció el ceño y miró hacia las vigas del patio, por detrás de Blancanieves. Ella siguió sus ojos y observó las extrañas sombras negras que se arremolinaban bajo los aleros. Los soldados permanecieron inmóviles. Eric señaló hacia una puerta en arco: había una sombra suspendida en el aire. Todos la miraron. Poco a poco, aquellas sombras se condensaron formando figuras y surgieron guerreros negros de cada arco y cada pasillo. Blancanieves miró a su alrededor y sintió que el escudo resbalaba entre sus dedos al darse cuenta de la situación: estaban completamente rodeados.

Los soldados de sombras se agruparon. Uno de ellos cargo contra Eric y el cazador le golpeó el pecho con el hacha. El hombre se hizo añicos como el cristal y los diminutos fragmentos volaron en todas direcciones. Pero en unos segundos, los pedazos se recompusieron. El hombre recuperó su forma y se lanzó de nuevo contra Eric, balanceando su espada brillante.

Blancanieves jamás había visto nada igual. A su alrededor, los guerreros de sombras atacaban a su ejército. Los hombres caían, incapaces de soportar las feroces e incesantes embestidas que recibían. Las sombras no mostraban signos de fatiga. Sus rostros eran extraños, no tenían rasgos, y cada herida que sufrían sanaba con rapidez. Mientras avanzaban apuntando las espadas hacia los hombres de Blancanieves, esta sintió unos ojos clavados en ella. Alzó la vista hacia el balcón del tercer piso. Allí estaba Ravenna, envuelta en su capa de plumas negras. Sonrió al mirar a su ejército mágico, a aquellos guerreros de sombras que estaban a punto de finalizar el ataque.

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