Bocetos californianos (29 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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—De-Hinchú —dijo el muchacho.

—Pero, ¿eres tú el niño enviado por Hop-Sing? ¿Cómo diablos no has venido hasta ahora? ¿Cómo has entregado la carta?

De-Hinchú me miró con una sonrisa.

—Yo tirar parte arriba ventana.

No lo comprendía. Me miró por un momento perplejo, y luego, arrancándome la carta de la mano se deslizó rápidamente por la escalera. Al cabo de un momento, con gran sorpresa mía, la carta entró volando por la ventana, dio dos veces la vuelta por la habitación y luego se posó suavemente como un pájaro sobre mi escritorio. No repuesto aún de la sorpresa, De-Hinchú reapareció, sonriéndose, miró la carta, luego me miró a mí, y exclamó:

—Así, hombre.

Y no añadió una palabra más. Éste fue su primer acto oficial.

La hazaña que voy a relatar, siento tener que decirlo, no tuvo un éxito igualmente placentero. Uno de nuestros habituales repartidores cayó enfermo, y en el apuro se mandó a De-Hinchú que desempeñase interinamente sus funciones. Con objeto de evitar equivocaciones, la noche anterior le enseñaron la ruta, y al amanecer le entregaron el número ordinario de ejemplares para repartir. Al cabo de una hora volvió de buen humor y sin los periódicos, diciendo que estaban ya todos en poder de los subscriptores.

Pero, por desgracia para De-Hinchú, a cosa de las ocho de la noche, empezaron a llegar a la redacción subscriptores con indignada faz. Habían recibido sus ejemplares; pero, ¿de qué modo? Pasando a través del vidrio de las ventanas, en forma de balas de cañón fuertemente comprimidas, dándoles de lleno en la cara, como una pelota del juego de
football
si por casualidad se encontraban asomados; por cuartas partes, metidas por ventanas distintas; incluso los habían encontrado en la chimenea, clavados contra la puerta, en las ventanas de las buhardillas, en los terrados, embutidos en los ventiladores, introducidos en forma de arrolladas cerillas por el ojo de la cerradura, y anegados en los jarros con la leche matinal. Uno de aquellos furibundos subscriptores que esperó algún tiempo a la puerta de la redacción, al efecto de tener una entrevista personal con De-Hinchú (a la sazón, para mayor seguridad, encerrado bajo llave en mi habitación), díjome con lágrimas de rabia en los ojos, que a las cinco le había despertado una gritería horrible debajo de sus ventanas; que al levantarse, muy agitado, dejóle estupefacto la aparición repentina de
La Estrella del Norte
, y doblada en forma de
boomerang
, o sea cachiporra de la India Oriental, y fuertemente arrollada, que entró disparada por la ventana, describió en el cuarto un número infinito de círculos, echó la luz por tierra, dio un cachete en la cara al niño, le sacudió a él en la mejilla y luego salió por la ventana opuesta y cayó, finalmente, en el patio, falto de impulso. Durante el resto del día, aparecieron en la redacción los ejemplares de
La Estrella del Norte
de la edición de aquella mañana, en fragmentos de papel sucios y estrujados que traía indignada la suscripción. De aquel modo se perdió también un admirable artículo sobre «Los recursos de Humboldt County» que había yo compuesto la noche antes, y que, sin duda alguna, hubiera cambiado el aspecto de los negocios del año siguiente y llevado a la bancarrota a los muelles de San Francisco.

Por tal motivo se juzgó que debía mantenerse encerrado a De-Hinchú en la imprenta reduciéndolo a la parte puramente mecánica del oficio. Allí, en poco tiempo, desarrolló maravillosa actividad y aptitud, granjeándose, al fin, el favor y buena voluntad de los impresores y del regente, que al principio tenían como de la mayor gravedad y trascendencia política su iniciación en los secretos del arte de Gutenberg. Muy pronto aprendió a componer los tipos, ayudándolo en la operación mecánica su extraordinaria destreza en la prestidigitación; su ignorancia del idioma parecía serle más favorable que perjudicial, aseverando el axioma de impresor, de que el cajista que sigue las ideas del original es un pésimo operario. A menudo y deliberadamente, solían darle largas diatribas contra él mismo, que sus compañeros de trabajo colgaban del gancho de su caja como original, pasándole inadvertidas frases tan lacónicas como éstas: «De-Hinchú es hijo del mismísimo diablo», «De-Hinchú es un bribón amarillo», y me traía aún la prueba tan contento, brillando sus ojos y sacando a relucir sus dientes con una sonrisa de satisfacción.

No pasó, sin embargo, mucho tiempo sin que se desquitara de sus malévolos perseguidores, y una vez estuvo en un tris de que sus represalias me envolvieran en un serio disgusto. El regente de la imprenta se llamaba Webster, y De-Hinchú pronto aprendió a reconocer al individuo y las letras combinadas de su apellido. En lo más reñido de una campaña política, el elocuente y fogoso coronel Armando, de Siskyon, había hecho un discurso sensacional que fue especialmente taquigrafiado para
La Estrella del Norte
. En el transcurso de la peroración, el coronel Armando había dicho: «yo, como el sublime Webster, repetiré…» y aquí seguía la cita que no recuerdo ahora. Pues bien, De-Hinchú, mirando casualmente la galera, después de revisado el discurso, vio el nombre de su principal perseguidor, y como es natural, imaginó que era de él la frase que se transcribía. Una vez el molde en prensa, De-Hinchú aprovechó la ausencia de Webster para quitar la cita y sustituirla con una delgada tirita de plomo del mismo tamaño del tipo, grabada con caracteres chinos, formando una frase que, según creo, era una denigrante y completa declaración de la incapacidad y repugnancia de aquel funcionario, acompañada, en cambio, de una cláusula laudatoria de su propia personalidad.

A la mañana siguiente, el periódico contenía íntegro el discurso del coronel Armando, en el que se leía que el sublime Webster, en cierta ocasión, había expresado sus pensamientos en un chino excelente pero del todo incomprensible. La rabia del coronel Armando no tuvo límites. Tengo un vivo recuerdo de cuando aquel hombre y orador admirable entró en mi despacho y me pidió una retractación del aserto estampado.

—Pero señor de mi alma —le dije—: ¿Está usted pronto a negar bajo su firma que Webster haya pronunciado semejante frase? ¿Se atreverá usted a negar que, entre los notorios conocimientos de Webster, no estaba comprendido el idioma de los hijos del celeste imperio? ¿Quiere usted someter una traducción adecuada a nuestros lectores y negar bajo palabra de honor que el gran Webster haya expresado jamás tales conceptos? Si lo desdeña, caballero, estoy pronto a publicar su réplica.

El pundonoroso militar no lo quiso, pero se marchó indignado. En cuanto a Webster, el regente, lo tomó con más sangre fría: felizmente ignoraba que durante dos días los chinos de los lavaderos, de las minerías, de las cocinas, miraban por la puerta de los talleres con la cara radiante de malicia; incluso que nos hicieron un pedido de trescientos ejemplares sueltos de
La Estrella del Norte
, para los lavaderos de la población. Tan sólo observó que durante el día a De-Hinchú, de vez en cuando, le atacaban espasmos convulsivos, que se vio obligado a reprimir dándole de puntapiés y otros argumentos contundentes. Algunos días después del suceso, llamé a mi presencia a De-Hinchú.

—De-Hinchú —dije con gravedad—, quisiera que para mi propia satisfacción me tradujeras aquella frase china que mi privilegiado compatriota, el divino Webster, pronunció públicamente en cierta solemne ocasión.

Miróme el chino fijamente y sus negros ojos centellearon.

Después contestó gravemente.

—Señor, Webster dice «Niño chino hacer yo muy tonto. Niño chino hacer mi muy enfermo».

Sin embargo, temo que esté retratando una parte y no la mejor del carácter de De-Hinchú. Según me refirió, había sido la suya una vida muy dura y accidentada. No conoció la niñez ni tenía noticia de sus padres. Educólo el prestidigitador De-Hinchú, pasando los siete primeros años de su vida saliendo de cestos, cayéndose de sombreros, subiendo por escalas y dislocando sus tiernos miembros a fuerza de colocarse en violentas actitudes. Criado en una atmósfera de engaño y artificio, consideraba a los hombres como perennes víctimas de sus sentidos; en fin, si hubiese pensado algo más, para su edad hubiera sido un cínico; con unos años más habría sido un escéptico, y más tarde, cuando viejo, hubiese llegado a filósofo. A la sazón era un diablejo: ¡un diablejo bien humorado, es verdad!, diablejo cuya naturaleza moral nadie modeló, un diablejo en huelga, dispuesto a adoptar la virtud como un entretenimiento. Que yo sepa, no tenía conciencia de su alma; era muy supersticioso; llevaba consigo un horrible dios de porcelana, pequeño, al que tenía costumbre de insultar o de invocar, según creía procedente. Además, era demasiado inteligente para seguir los vicios ordinarios chinos de robar, o de mentir mecánicamente. Sea cual fuere la doctrina que practicase, no tenía otro guía que su razón.

Opino que no le faltaba sensibilidad, aunque era casi imposible alcanzar de él expresión alguna que la diera a conocer, y debo confesar en conciencia, que tenía apego a los que eran buenos para con él. Difícil sería determinar a qué podría haber llegado en condiciones más favorables que las de esclavo de un periodista poco retribuido y abrumado de trabajo; solamente sé que recibía las escasas e irregulares muestras de bondad que le concedía con suma gratitud. Leal y paciente, poseía dos cualidades de que carecen la generalidad de los criados americanos. Mi persona le había inspirado siempre grave deferencia y respeto; solamente una vez, después de provocarlo, recuerdo que dio muestras de alguna impaciencia. Por la noche, cuando me retiraba del despacho, solía llevármelo a mis habitaciones, para que me sirviera de portador de cualquier adición o pensamiento feliz que pudiera ocurrírseme antes de que pasaran las cuartillas a la imprenta. Recuerdo que una vez había estado yo borroneando papel hasta mucho más tarde de la hora a que acostumbraba a despedir a De-Hinchú, y habíaseme olvidado completamente su presencia en la silla al lado de la puerta, cuando de pronto llegó a mis oídos una voz en tono quejumbroso, que decía:

—Chylee.

Volvíme maquinalmente.

—¿Qué dices?

—¡Yo decir: Chylee!

—¿Y qué? —dije con impaciencia.

—Usted saber, ¿cómo está, John?

—Sí.

—Usted saber, ¿tanto tiempo John?

—Sí.

—¡Bueno, pues; Chylee! ¡es lo mismo!

Lo comprendí claramente. De-Hinchú deseaba acostarse y se valía de aquella palabra para dar las buenas noches. Sin embargo, un instinto de picardía que poseía yo lo mismo que él, me impelió a obrar como si no comprendiera la indirecta; murmuré algo en este sentido, y me incliné otra vez sobre mis papeles. A los pocos minutos oí que sus suelas de madera pataleaban sobre el entarimado. Mirélo: estaba junto a la puerta, de pie.

—¿Usted no saber, Chylee?

—No —dije con fingida seriedad.

—¡Usted ser mucho grande tonto! ¡Todo igual!

Y se largó, asustado por su propia audacia.

No obstante, a la mañana siguiente, apareció como siempre, dócil y sumiso, y no le recordé su defección. Probablemente, como ofrenda de paz, limpió todas mis botas, deber que nunca le había exigido, incluyó en el obsequio un par de zapatos y unas inmensas botas de montar, todo de piel de ante, sobre las cuales tuvo ocasión de expiar durante dos horas sus remordimientos.

He hablado de su honradez como cualidad más inteligente que moral, pero recuerdo dos excepciones. Para cambiar la pesada alimentación usual de los pueblos mineros, deseaba yo comer huevos frescos, y sabiendo que los paisanos de De-Hinchú eran celebrados por sus criaderos de aves de corral, me dirigí a él con tal fin. Cada día me trajo huevos, pero se negó a recibir paga de ninguna especie, diciendo que el hombre no los vendía, ejemplo extraordinario de abnegación, pues los huevos valían entonces medio dólar cada uno. Una mañana, mi vecino Forster hízome durante el almuerzo una visita, y con esta ocasión lamentó su mala suerte, pues sus gallinas habían cesado de poner, o bien él no sabía dar con los nidales. De-Hinchú, que estaba presente durante nuestro coloquio, conservó el grave y característico silencio de costumbre. Pero cuando mi vecino se hubo marchado, se volvió hacia mí, con una ligera risa, diciendo:

—Gallinas de Flostel, gallinas de De-Hinchú, todo es igual.

Después, en una temporada de grandes irregularidades en los correos, De-Hinchú me había oído deplorar los retardos en la entrega de mi correspondencia. Un día, al llegar a mi despacho, me sorprendí de encontrar la mesa cubierta de cartas, acabadas de llegar por el correo, pero desgraciadamente ninguna de ellas llevaba mi dirección. Volvíme hacia De-Hinchú, que las estaba contemplando tranquilamente satisfecho, y le pedí una aclaración. Señaló a mis ojos espantados un saco de correos, vacío en un rincón, y dijo:

—Cartero dice siempre: ¡No hay cartas, John, no hay cartas, John! ¡Cartero mucho mentir! Cartero ser inútil. ¡Yo anoche tomar saco de cartas, todo igual!

Por fortuna, era aún temprano y no habían hecho el reparto; tuve una precipitada entrevista con el jefe de Correos sobre el atrevido atentado de De-Hinchú al robar la correspondencia de la Unión. Con la compra de un nuevo saco de correos, quedó solventado el asunto.

Cuando volví a San Francisco, después de colaborar durante dos años en
La Estrella del Norte
, hubiese podido dar por terminada mi misión, llevándolo conmigo a De-Hinchú, si no lo hubiese impedido el profundo cariño que le profesaba. Además, no creo que hubiese visto con gusto el cambio, y lo atribuí a un temor nervioso de la aglomeración de gente, pues cuando tenía que cruzar la ciudad para algún recado, daba un gran rodeo por los barrios extremos. Lo atribuí también al horror de la disciplina del colegio anglochino, al cual me propuse enviarlo; a su cariño por la vida libre y vagabunda de las minas, o a mera inclinación natural. Hasta mucho tiempo después, no se me ocurrió que fuera por presentimiento.

Parecía haber llegado ya la ocasión que tanto esperaba y anhelaba. Podía colocar a De-Hinchú bajo influencias suavemente restrictivas, someterlo a una vida y enseñanza que le inclinara al bien más que mis mal reguladas bondades y cuidado superficial. De-Hinchú ingresó en la escuela de un misionero chino, pastor inteligente y bondadoso, que había demostrado gran interés por el chico, y quien, sobre todo, cifraba en él firmes esperanzas. Acogióle en su casa una pobre viuda con una sola hija de uno o dos años menos que De-Hinchú. Esta criatura, lista, alegre, inocente y sin artificio, fue la que tocó el corazón al muchacho y despertó la susceptibilidad moral que había permanecido insensible a los sermones del teólogo y a las enseñanzas de la sociedad.

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