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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Bóvedas de acero (17 page)

BOOK: Bóvedas de acero
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–No, no hay ascensos –repuso Baley–. ¡No hay nada de nada!

–No lo tomes a mal –comentó Norris–. Te iba a sugerir que si gozas de alguna influencia con el comisionado la usaras en beneficio del muchacho.

–¿Qué muchacho?

Como respuesta, Vincent Barrett, el jovenzuelo a quien habían desplazado de su trabajo para darle el puesto a R. Sammy, atisbó desde un rincón de la sala.

–Hola, señor Baley –saludó.

–Hola, Vince, ¿cómo te va?

–No muy bien, señor Baley.

Miraba a todas partes, con ahínco y ansiedad. «Se le adivina perdido, medio muerto..., desclasificado», pensó Baley. Y luego: «Pero, ¿qué querrá de mí?»

–¡Lo siento, muchacho! –murmuró. ¿Qué otra cosa podía decir?

–Acuérdese de mi asunto –suplicó el joven.

–No dejo de pensar en esto... Quizá salga algo...

Norris se le acercó y le habló al oído.

–Alguien tiene que poner un límite, Baley. Ahora van a desplazar a Chen-low.

–¿Qué?

–¿No lo sabías?

–No, no lo sabía. ¡Pero si es un C-3! Y lleva diez años de servicio...

–Pero una máquina con piernas y brazos puede hacer su trabajo. ¿Cuál será el próximo paso?

El joven Vince Barrett no se daba por aludido con los murmullos y cuchicheos. De pronto exclamó:

–Señor Baley, por ahí murmuran que Lyrane Millane, el danzante del subetérico, es en realidad un robot.

–Tonterías.

–Tal vez. También se dice que pueden hacer robots con apariencia humana.

No sin remordimiento, Baley pensó en R. Daneel y meneó la cabeza. El muchacho proseguía:

–¿Puedo darme una vuelta por ahí para ver mis antiguos lares? –preguntó el muchacho.

–Anda, ve.

El joven se retiró. Baley y Norris se le quedaron mirando–

–Parece como si los medievalistas tuvieran razón –dijo Norris.

–¿Sugieres la vuelta a la tierra, Phil?

–No, me refiero a los robots. Esta vieja Tierra tiene un futuro ilimitado. No necesitamos robots para nada.

–¡Ocho mil millones de seres, y el uranio agotándose! –murmuró Baley– ¿Dónde está lo ilimitado?

–Si se acaba el uranio, ya lo importaremos. O descubriremos otros procesos nucleares. No hay modo alguno de que la humanidad se detenga, Lije. Tienes que ser optimista acerca de ello, y conservar la fe en el viejo cerebro humano. Nuestro gran recurso es la inventiva, y nunca jamás se nos agotará, Lije.

Ahora sí parecía como si le hubiesen dado cuerda. Continuó:

–Por una parte, podríamos usar la energía solar, y ésa nos durará durante miles de millones de años. Luego, nada más fácil que construir estaciones espaciales en la órbita de Mercurio para que actúen como acumuladores de energía. Entonces transmitiríamos esa energía a la Tierra mediante rayos directos.

Ese proyecto no era nuevo para Baley. Las fronteras especulativas de la ciencia habían estado jugueteando con esa idea por lo menos en el transcurso de los últimos ciento cincuenta años. El único obstáculo era la imposibilidad de proyectar un rayo lo suficientemente compacto como para que llegara a ochenta millones de kilómetros sin que se dispersara. Así lo argumentó Baley; y Norris repuso:

–Cuando sea necesario, se hará. ¿Por qué preocuparnos?

Baley tenía la imagen de una Tierra con energía ilimitada. La población podía continuar aumentando. La energía era el único elemento indispensable. Las materias primas minerales se podrían traer desde las rocas deshabitadas del sistema. Si el agua llegase a constituir una dificultad, se podría transportar desde las lunas de Júpiter. Hasta los océanos se podrían helar y elevarlos al espacio, en donde girarían en torno de la Tierra como lunas de hielo. Allí permanecerían, siempre listos para ser usados, mientras que el fondo de los océanos representaría mayores extensiones de terreno para la explotación, y sitios para ser habitados. Hasta el carbono y el oxígeno se podrían conservar y aumentar en la Tierra mediante el empleo de la atmósfera de metano de Titán y el oxígeno helado del planeta Umbriel.

–Supongo que sería más fácil desplazar una buena parte de la población –dijo–. Sí, ¡ése es mi criterio!

–¿Quién nos aceptaría? –masculló Norris con acritud.

–Cualquier planeta deshabitado.

–Lije –aconsejó Norris dándole unas palmaditas en el hombro–, come y domínate. Creo que estás viviendo a fuerza de narcóticos, ¡y eso es malo!

Y se retiró.

Baley lo vio alejarse con una mueca sarcástica en el rostro. Norris se encargaría de hacer circular esos chismes, y pasarían semanas antes de que los graciosos de la oficina le dejaran tranquilo. Pensó en el joven Vince, en los robots y en la desclasificación. No pudo menos que suspirar profundamente.

Baley terminaba el último bocado de su frugal comida cuando R. Daneel se le acercó.

–¿Qué hay de nuevo? –inquirió Baley con gran incomodidad.

–El comisionado no está en su oficina –repuso R. Daneel–, y no se sabe cuándo regresará. Le dije a R. Sammy que íbamos a ocupar su oficina y que no deje entrar a nadie que no sea el comisionado.

–¿Para qué vamos a estar allí?

–¡Oye! No pretenderás desentenderte de la investigación, ¿verdad?

Precisamente eso era lo que Baley deseaba hacer, aunque no podía manifestarlo. Por lo tanto, se levantó y enfiló rumbo a la oficina de Enderby. Una vez en ella, preguntó:

–¿Qué me propones, Daneel?

–Socio Elijah –empezó el robot–, desde anoche no te veo como de costumbre; estás abstraído. Hay una alteración definitiva en tu aura mental.

Un pensamiento horrible cruzó por la mente de Baley, y exclamó espantado:

–¿Eres telepático? –La cual era una posibilidad que no hubiese tomado en cuenta siquiera en un instante menos perturbado.

–No, por supuesto que no –replicó R. Daneel. Y el pánico de Baley se fue desvaneciendo.

–Entonces –regañó–, ¿qué diablos me insinúas con eso de auras mentales?

–Se limita a ser una expresión sencilla, que empleo para describir una sensación que no compartes conmigo.

–¿Qué sensación?

–Me resulta difícil explicarla, Elijah. Recordarás que a mí se me diseñó originalmente para estudiar la psicología de nuestro pueblo allá en Espaciópolis:..

–Sí, lo sé. Te ajustaron para llevar a cabo trabajos de detective mediante la simple instalación de un circuito con un anhelo por la justicia. –Baley ni siquiera disimuló el sarcasmo.

–Exactamente, Elijah. Pero mi diseño original permanece inalterable. Se me construyó para el objeto específico de la actividad cerebroanalítica.

–¿Para analizar las ondas cerebrales?

–¡Claro! Si existen los receptores adecuados, puede lograrse sin el contacto directo de electrodos. Mi cerebro posee ese receptor. Al medir las ondas cerebrales obtengo vislumbres emocionales. Además, puedo analizar el temperamento, los impulsos encubiertos y las actitudes de un hombre. Por ejemplo, fui yo quien pudo afirmar que el comisionado Enderby era incapaz de matar a un hombre en las circunstancias que prevalecían en el momento del asesinato.

–Y ¿lo eliminaron como sospechoso sólo con tu aseveración?

–Sí.

De nuevo le cruzó a Baley una idea por la imaginación.

–¡Aguarda! El comisionado Enderby... no sabía que lo estaban cerebroanalizando, ¿verdad?

–No había necesidad alguna de lastimarlo en sus sentimientos.

Baley se mordió el labio inferior con rabia y pesadumbre. Era la única incongruencia que le quedaba, la única fisura a través de la cual se pudiera intentar algún esfuerzo para localizar el crimen en Espaciópolis.

R. Daneel había asegurado que analizaron el cerebro del comisionado, y, una hora más tarde, el propio comisionado, con ingenuidad aparente, negó conocer el vocablo. Ningún hombre podría pasar por la prueba del electroencefalograma, bajo la sospecha de asesinato, sin recibir una inequívoca impresión de lo que era el análisis cerebral.

Pero ahora esa discrepancia quedaba eliminada, desvanecida. Al comisionado le analizaron el cerebro, y ni siquiera lo supo. R. Daneel decía la verdad; y el comisionado también la había dicho.

–Bueno –interpeló Baley con brusquedad–, ¿qué sacas del análisis cerebral mío?

–Que estás perturbado.

–¡Vaya descubrimiento! ¡Por supuesto que lo estoy!

–En términos específicos, sin embargo, tu perturbación se debe a un choque entre los motivos de impulsos interiores. Por una parte, tu lealtad a los principios de tu profesión te incitan a escudriñar en lo más profundo de esta conspiración de terrícolas que anoche nos quisieron acorralar. Otro impulso, igualmente decisivo, te obliga a dirigirte en dirección contraria. Todo eso aparece escrito con claridad en el campo eléctrico de las celdillas de tu cerebro.

–¿Celdillas de mi cerebro? ¡Sandeces! –interpuso Baley con acaloramiento–. Mira, te voy a decir por qué no hay razón alguna para investigar hasta el fondo lo que tú llamas conspiración. No tiene nada que ver con el asesinato. Pensé que pudiera tenerlo. Te lo confieso sin rubor. Ayer, en la cocina, supuse que estábamos en peligro. Pero, ¿qué sucedió? Nos persiguieron, sí; nos desembarazamos de ellos, ¡y eso fue todo! No es la acción propia de unos individuos bien organizados y desesperadamente decididos. Además, mi propio hijo nos pudo localizar con relativa facilidad: preguntó por nosotros en el departamento y ni siquiera tuvo que identificarse. Nuestros famosos conspiradores hubiesen podido hacer exactamente lo mismo si, en realidad, hubieran deseado perjudicarnos.

–¿Acaso no lo hicieron?

–No, no lo hicieron. Si hubiesen buscado tumultos y motines, los podrían haber empezado en la zapatería y, con todo, retrocedieron como mansos corderos ante un solo hombre y un desintegrador. Un robot, y un desintegrador que sabían perfectamente que estabas incapacitado para disparar en cuanto te reconocieron por lo que eres. Esos tipos son medievalistas. Son los inofensivos. Tú no lo podrías saber, pero yo sí. Y lo habría sabido si no fuera por el hecho de que todo este maldito negocio me ha conducido a pensar en términos melodramáticos.

»Te diré que conozco a los medievalistas. Son individuos blanduchos, soñadores, que encuentran que la vida es demasiado dura para ellos. Se pierden en un mundo idealista de lo pasado que nunca jamás existió. Si pudieses cerebroanalizar un movimiento, del modo que lo hacen con un individuo, te hallarías con que son tan incapaces de cometer un asesinato como el propio Julius Enderby.

Tras un instante de meditación, R. Daneel replicó:

–No puedo aceptar tus afirmaciones por lo que representan. –¿Qué pretendes censurarme?

–Tu conversión a este punto de vista es demasiado repentino. Además, hay ciertas incongruencias. Arreglaste la cita con el doctor Gerrigel varias horas antes de la cena de anoche. Entonces no sabías lo de mi bolsa para alimentos, ni podías abrigar sospechas de mí en cuanto a asesino. Así pues, ¿para qué lo llamaste?

–Ya para entonces sospechaba de ti.

–Anoche hablabas mientras dormías.

Los ojos de Baley se abrieron, enormes, asombrados.

–¿Y qué dije?

–Apenas una sola palabra: « ¡Jessie! » Repetidas veces. Supongo que te referías a tu esposa.

Baley soltó poco a poco la tensión de sus músculos y, con voz estremecida, explicó:

–Sufrí una pesadilla horrible. ¿Sabes lo que es eso?

–Por supuesto que no lo sé por experiencia propia. La definición del diccionario dice que es un sueño angustioso.

–Y, ¿sabes lo que es un sueño?

–Una ilusión de realidad experimentada durante la suspensión transitoria del pensamiento consciente.

–Sí, una ilusión. A veces la ilusión aparece como muy real. Bueno, soñaba que mi esposa se veía en peligro. Puedes creerme cuando te lo aseguro.

–Te creo. Mas, ¿cómo supo Jessie que yo era un robot?

La inquietud hizo que a Baley se le perlara la frente.

–No regresemos al mismo tema, ¿quieres? El rumor...

–Lamento interrumpirte, Elijah; pero no existen rumores de ninguna clase. Si anduvieran esparcidos, la ciudad se vería hoy trepidante de ansiedad. Me he dedicado a comprobar los informes que llegan al departamento. No existen tales rumores. Dime: ¿cómo lo supo tu esposa?

–¿Qué pretendes insinuar? ¿Supones que mi esposa pertenece a..., a...?

–¡Sí, Elijah!

Baley se apretó las manos con fuerza visible.

–Bueno, pues no lo es, ¡y no estoy dispuesto ni a discutirlo!

–Esto no es imparcial de tu parte, Elijah. En el curso de esta investigación, van dos veces que me acusas de asesinato.

–¿Y te desquitas así?

–No estoy seguro de comprender lo que me indicas con esa frase. Pero, sí apruebo tu facilidad para sospechar de mí. Tenías tus razones. Eran equivocadas; pero pudieron ser justas. Ahora, y del mismo modo, pruebas muy poderosas señalan a tu esposa.

–¿Como asesina? Vamos, ¡Jessie es incapaz de dañar a nadie! Imposible que diera un paso fuera de la ciudad... Si fueras de carne y hueso te...

–Me limito a decir que está dentro de la conspiración. Debemos interrogarla.

–Ni soñarlo. Escúchame: los medievalistas no nos persiguen de muerte. No es su manera de actuar. Pero es evidente que buscan cómo echarte a ti fuera de la ciudad. Y lo hacen mediante una especie de ataque psicológico. Pretenden hacernos la vida imposible, a ti y a mí, ya que ando contigo. Pudieron descubrir fácilmente que Jessie era mi esposa, y para ellos fue una jugarreta infantil hacer llegar ese informe hasta ella. Mi esposa es como cualquier otro ser humano. No simpatiza con los robots. No le agradaría que yo me mezclase con ellos, y especialmente contigo, si ello puede acarrear peligros. Sin duda se lo dejaron entrever. Te repito que dio resultado. Toda la noche me pidió con ahínco que abandonara el caso o que te sacara de la ciudad de un modo u otro.

–Presumo que posees un impulso fortísimo para proteger a tu esposa en contra de todo interrogatorio. Resulta claro que estás hilvanando esta serie de argumentaciones sin creer realmente en ellas.

–¿Qué te figuras que eres? –regañó Baley–. No eres un detective. Apenas llegas a una máquina para analizar cerebros. Posees brazos, piernas, una cabeza y puedes hablar; pero de ahí no pasas. Adaptarte con un circuito suplementario no te califica como detective. Así pues, cierra el pico y deja que yo me ocupe de pensar.

–Lo que me parece es que deberías bajar la voz, Elijah –aconsejó el robot con mucha tranquilidad–. Concedido que no soy un detective en el sentido que tú lo eres, pero aun así me agradaría llamarte la atención sobre el detalle de que anoche me dijiste que no era costumbre entre los terrícolas el que un padre enviase a su hijo a un peligro en su lugar. Dime: ¿es costumbre que una madre lo haga?

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