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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (25 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Entonces Francia intervino también en la guerra. Es probable que creas que, en esta guerra de religión, los franceses, al ser católicos, lucharon en el bando del emperador contra los protestantes del norte de Alemania y contra Suecia. Sin embargo, ya no se trataba de una guerra de religión. Cada país intentaba sacar partido en aquella confusión generalizada. Y como el emperador de Alemania y los españoles eran las mayores potencias de Europa, los franceses, dirigidos por un ministro extraordinariamente hábil, el cardenal Richelieu, quisieron acabar con ellos aprovechando la ocasión y convertir así a Francia en el país más poderoso de Europa. Ese es el motivo de que los soldados franceses lucharan contra los del emperador.

Entretanto, Wallenstein había adquirido un enorme poder como comandante en jefe del emperador. El ejército lo veneraba y los soldados combatían por él y sus planes. El emperador le resultaba totalmente indiferente a aquella tropa salvaje. Y también la fe católica. Así, Wallenstein debió de sentirse cada vez más como el auténtico soberano. El emperador era impotente sin él y sin sus tropas. Wallenstein comenzó a negociar por su cuenta con el enemigo sobre la posibilidad de una paz y dejó de hacer caso a las órdenes del emperador. Este, entonces, ordenó encarcelarlo, pero Wallenstein fue asesinado antes por un antiguo amigo en 1634.

La guerra, no obstante, continuó durante otros 14 años con una ferocidad y un descontrol cada vez mayores. Se incendiaban pueblos enteros, se saqueaban ciudades, se asesinaba a mujeres y niños, se asaltaba y robaba sin que se viera un fin a todo aquello. Los soldados arrebataban a los campesinos el ganado y pisoteaban sus campos; la hambruna, unas terribles enfermedades infecciosas y enormes manadas de lobos salvajes convirtieron amplias zonas de Alemania en desiertos desolados. Y en el año 1648, después de todos aquellos crueles sufrimientos, los embajadores de los distintos soberanos se pusieron por fin de acuerdo tras largas y complicadas deliberaciones, para establecer una paz cuya conclusión fue que todo quedara como antes de la Guerra de los Treinta Años. Lo que había sido protestante debía seguir siéndolo; el ámbito propiamente dicho del imperio, Austria, Hungría y Bohemia, continuó siendo católico en el futuro. Suecia había vuelto a perder casi por completo su influencia tras la muerte de Gustavo Adolfo, pero retuvo algunas franjas del territorio conquistado en el norte de Alemania y a las orillas del mar Báltico. Sólo los embajadores del ministro francés Richelieu obtuvieron para su país muchas fortalezas y ciudades alemanas próximas al Rin. Él fue el auténtico vencedor de una guerra que ni le iba ni le venía.

Alemania se había convertido casi en un desierto. El número de supervivientes llegaba apenas a la mitad de sus habitantes anteriores, y su vida transcurría en una espantosa miseria. Algunos emigraron a América; otros intentaron alistarse en ejércitos extranjeros, pues sólo habían aprendido a luchar.

A todas aquellas desgracias y desesperación se sumó otra nueva y terrible locura que se apoderó entonces de un número creciente de personas. Era el miedo a la magia negra, a la brujería y a las brujas. Ya sabes que en la Edad Media la gente era supersticiosa y creía en todo tipo de fantasmas. Pero, entonces, la situación no había sido tan mala.

Las cosas empeoraron ya bajo aquellos papas amantes del poder y el lujo del periodo que llamamos Renacimiento, la época de la nueva iglesia de San Pedro y del comercio con las bulas, en torno al año 1500. No eran piadosos, pero, en cambio, eran tanto más supersticiosos y tenían miedo al demonio y a toda clase de magia. Cada uno de los papas que, alrededor del 1500, hicieron famosos sus nombres para siempre con magníficas obras de arte, dio también órdenes crueles para perseguir con auténtico celo a magos y brujas, sobre todo en Alemania.

Te preguntarás cómo se podía perseguir algo que ni existe ni existió. Pero eso era precisamente lo más horrible. Cuando en un pueblo no se quería a una mujer, cuando a la gente le resultaba inquietante o incómoda, se decía de pronto: «¡Es una bruja! Tiene la culpa de la granizada»; o: «Ella es la culpable del lumbago del alcalde». El lumbago se sigue llamando en Alemania «Hexenschub», «disparo de bruja». A continuación, era encarcelada y se le preguntaba si estaba aliada con el demonio. Ella, por supuesto, decía aterrada que no. Pero entonces la torturaban y martirizaban con la mayor crueldad y durante tanto tiempo que, medio muerta de dolor y desesperación, admitía las acusaciones. Y aquello era su fin, pues ya había confesado ser una bruja y, por tanto, era quemada viva. En general, durante la tortura, conocida con el nombre de tormento, se le solía preguntar si sabía de otras brujas en el pueblo con las que se había dedicado a realizar encantamientos. Algunas, por pura debilidad, mencionaban algunos nombres que se les ocurrían en ese momento, sólo para que cesara la tortura; entonces se encarcelaba también a las citadas, se obtenía de ellas igualmente una confesión por la fuerza y se las quemaba en la hoguera. Pero lo peor fue el miedo al diablo y a la brujería en la espantosa época posterior a la Guerra de los Treinta Años. Se llevó a la hoguera a cientos y miles de personas en todas partes del país, tanto en las católicas como en las protestantes. No sirvió de mucho que algunos sacerdotes jesuitas amonestaran contra aquella locura. La gente vivía entonces con un miedo constante y angustioso a los poderes desconocidos de la magia y las artes del diablo, y sólo ese miedo puede hacer comprensibles todos los horrores cometidos contra tantos y tantos miles de personas inocentes.

Pero lo más curioso es que en ese mismo tiempo en que el pueblo era tan supersticioso, hubiese algunos que no habían olvidado las ideas de Leonardo da Vinci y los demás grandes florentinos y seguían esforzándose por abrir los ojos y reconocer el mundo tal cual es. Esa gente halló el auténtico método mágico para conocer las cosas que han sido y serán, para saber de qué materia está compuesto un astro alejado de nosotros miles de millones de años, o cuándo ocurrirá exactamente un eclipse solar y desde qué parte de la Tierra podrá verse.

Este método mágico fue el del cálculo. No es que aquellas personas fueran los descubridores del cálculo, pues los comerciantes sabían contar desde siempre. Pero sí supieron comprender con claridad cada vez mayor qué es lo que se puede contar en la naturaleza. Cómo cualquier péndulo de 98 cm y 1 mm de longitud necesita exactamente un segundo para una oscilación y de qué depende ese hecho. Estos cálculos se llamaron leyes de la naturaleza. Ya lo sabía Leonardo da Vinci: «La naturaleza no quebranta sus leyes». De esta manera se supo con precisión que, una vez medido y descrito con exactitud, cualquier acontecimiento natural sólo podrá desarrollarse de esa misma manera y no de otra. Se trataba de un descubrimiento extraordinario y de una magia aún mayor que todo cuanto se atribuía a las pobres brujas, pues a partir de ese momento la naturaleza entera, los astros y las gotas de agua, las piedras que caen y las cuerdas vibrantes de un violín no eran ya una confusión enmarañada e inexplicable capaz de asustar a la gente. Quien conociera la fórmula de cálculo correcta poseía la fórmula mágica de todas las cosas. Podía decir a la cuerda de un violín: «Si quieres tocar un “la”, deberás oscilar 435 veces por segundo y habrás de tener tal longitud y tal tensión». Y así es como debe funcionar la cuerda.

El primer hombre que reconoció plenamente el enorme poder mágico encerrado en el cálculo de la naturaleza fue un italiano, Galileo Galilei. Galileo estudió, investigó y escribió todo esto durante mucho tiempo y, de pronto, alguien le acusó de que en sus escritos aparecía también la frase apuntada sin explicación por Leonardo da Vinci: que el Sol no se mueve, que la Tierra gira en torno al Sol, y los planetas con ella. Este dato había sido publicado el año 1543, poco antes de la muerte de Leonardo, por un erudito polaco llamado Copérnico después de un trabajo de cálculo de varios años, cuando se hallaba en el lecho de muerte; pero los sacerdotes, tanto católicos como protestantes, habían rechazado esa doctrina como anticristiana y herética. En el Antiguo Testamento hay, en efecto, un pasaje sobre el gran guerrero Josué que pide a Dios que no permita que se haga de noche antes de haber aniquilado por completo a sus enemigos. En él se dice que el Sol y la Luna se detuvieron ante su plegaria hasta que todos los adversarios de Josué fueron muertos o apresados. Y, como en la Biblia se dice que el Sol se había detenido, la gente creía que, normalmente, debía de moverse. Por eso, la afirmación de que el Sol está siempre quieto era herética y contraria al sentido de la Biblia. Así, en 1632, tras una larga vida de estudio, Galileo fue llevado a sus casi 70 años ante el tribunal eclesiástico, que le dio a elegir entre ser quemado como hereje o retractarse de su opinión sobre el movimiento de la Tierra y el Sol. Galileo firmó que era un pobre pecador por haber enseñado que la Tierra giraba en torno al Sol y no lo quemaron en la hoguera, como le había ocurrido a más de uno de sus predecesores. Se cuenta, no obstante, que tras haber estampado su firma en el acta, dijo en voz baja: «Sin embargo, se mueve».

En realidad, todas las opiniones preconcebidas no pudieron impedir que las ideas y métodos de trabajo, los resultados de las investigaciones y los planes de Galileo impresionaran cada vez a más gente. Y si hoy en día nos es posible obligar a la naturaleza mediante estas fórmulas de cálculo a hacer lo que queremos, si disponemos actualmente de aviones, cohetes y radio y de nuestra técnica en general, se lo debemos a personas como Galileo Galilei, que indagaron las leyes para calcular la naturaleza en un tiempo en que estudiarlas era casi tan peligroso como ser cristiano en tiempos de Nerón.

UN REY FELIZ Y OTRO DESDICHADO

Inglaterra fue el único país poderoso que no participó en la Guerra de los Treinta Años. «¡Qué felices fueron los ingleses», dirás. Pero también ellos tuvieron entonces su época salvaje que, no obstante, no concluyó de forma tan terrible como la alemana. Quizá recuerdes que el rey inglés Juan se vio obligado a prometer a sus nobles en el año 1215 en una gran carta, la Magna Charla, que él y sus sucesores no harían nunca nada sin haber pedido antes su acuerdo a los nobles y los condes. Los reyes ingleses se atuvieron a esta promesa casi durante 400 años. Pero entonces llegó uno, Carlos I, nieto de la decapitada María Estuardo, que no quiso aceptarla. No le gustaba consultar su opinión a los nobles y a los burgueses reunidos en el Parlamento. Prefería gobernar como le apetecía, y lo que más le apetecía era gastar mucho dinero.

Aquello, sin embargo, no le sentó nada bien al pueblo inglés. Había en Inglaterra muchos protestantes especialmente rigurosos y piadosos llamados puritanos, palabra que significa, más o menos, los limpios. El lujo y la buena vida, del tipo que fuese, les resultaban odiosos de antemano. Su jefe en la lucha contra el rey fue un noble pobre, Oliver Cromwell, un guerrero extraordinariamente piadoso y valiente, con una gran fuerza de voluntad y, también, enormemente implacable. Junto con sus soldados, entrenados con rigor y profundamente creyentes, tomó prisionero al rey Carlos I después de largas luchas y lo llevó ante un tribunal de guerra. El rey fue condenado a muerte y decapitado el año 1649 por no haber cumplido las promesas de los demás monarcas y haber abusado de su poder. Inglaterra fue gobernada a partir de entonces por Cromwell, no en calidad de rey sino como «protector del país», según se llamaba. Y no lo fue de nombre, sino con sus hechos. Todo lo iniciado por Isabel, las colonias inglesas de América y las factorías comerciales de la India, la eficaz flota y el gran comercio marino, fueron también para él lo más importante. Su inteligencia despierta y su fuerza de voluntad estuvieron dirigidas a fortalecer el poder de Inglaterra en estos asuntos y debilitar lo más posible a sus vecinos, los holandeses. Cuando, tras su muerte, los reyes volvieron a tener el poder en Inglaterra (la familia real fue, desde 1688, holandesa), la tarea de gobernar no fue ya difícil. Hubo un progreso constante, pero, hasta hoy, ningún rey se ha atrevido a quebrantar las antiguas promesas de la gran carta.

Los soberanos franceses lo tenían más fácil, pues en su país no había ninguna gran carta. También ellos debían gobernar un país próspero y con muchos habitantes al que ni siquiera las guerras de religión habían conseguido aniquilar. Pero, sobre todo, en la época de la Guerra de los Treinta Años, el auténtico soberano de Francia había sido aquel ministro extraordinariamente hábil, el cardenal Richelieu, que hizo por su país tanto, por lo menos, como Cromwell por Inglaterra. En efecto, supo quitar a caballeros y nobles cualquier posibilidad de intervención y, con habilidad y astucia, arrebató poco a poco su poder a aquella gente influyente en el país. Era un buen jugador de ajedrez que sabía sacar provecho a cualquier posición y que, de una ventaja pequeña, obtenía enseguida otra mayor. De ese modo supo hacerse progresivamente con todo el poder y conseguirlo también para Francia en Europa, tal como has visto. Al haber ayudado a derrotar al emperador en la Guerra de los Treinta Años, y como España se hallaba empobrecida e Italia desmembrada e Inglaterra no era aún tan poderosa, en el momento de la muerte de Richelieu Francia se consideraba el único país importante. Poco después de morir el cardenal ascendió al trono, en 1643, el rey Luis XIV. Tenía entonces cinco años y mantiene hasta hoy la marca mundial de permanencia en el poder, pues gobernó hasta 1715, es decir 72 años. Y además gobernó de veras, aunque no durante su niñez, por supuesto. No obstante, en cuanto hubo muerto su tutor, el cardenal Mazarino, que siguió mandando al estilo de Richelieu, decidió gobernar por su cuenta. Dio órdenes de que no se concediese ni siquiera un pasaporte a un francés sin que él mismo diera la autorización. Toda la corte se echó a reír y creyó que era un antojo del joven soberano. Pronto se cansaría, pensaron. Pero Luis no se cansó. Para él, ser rey era más que la casualidad de haber nacido así. Era como un gran papel en una obra de teatro que debía representar a lo largo de toda su vida. Y casi no hubo otro hombre antes o después de él que estudiara con tanta meticulosidad ese papel y lo representara hasta el final, sin fatigarse, con semejante dignidad y pompa.

El rey asumió todo el poder que habían poseído los ministros Richelieu y Mazarino. Los nobles no tenían más derecho que el permiso para contemplar cómo representaba su papel. El solemne espectáculo comenzaba ya con el llamado
lever
, a las 8 de la mañana, cuando el rey tenía a bien levantarse de la cama. En ese momento entraban a su dormitorio los príncipes de la familia junto con los camareros y el médico, y se le ofrecían al monarca de rodillas de manera ceremoniosa dos grandes pelucas empolvadas que parecían melenas ondeantes. El rey elegía la que le apetecía, se ponía una preciosa bata y se sentaba al lado de la cama. Entonces podían entrar ya en el dormitorio los más altos aristócratas, los duques; y mientras se afeitaba al soberano llegaban los secretarios, los oficiales y demás funcionarios. Luego, se abrían las puertas y aparecía una multitud de suntuosos dignatarios, mariscales, gobernadores, príncipes de la iglesia y favoritos a fin de presenciar maravillados aquel acto solemne en que su majestad se vestía.

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