Caballo de Troya 1 (39 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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La multitud que se hallaba entre los puestos de los vendedores corrió al instante hacía la patrulla, lanzando gritos de «¡adúltera!... adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y hasta festejado por la turba.

Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella sombría coincidencia, resumiendo el lamentable espectáculo con la siguiente frase:

-Son las «aguas amargas».

Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los textos bíblicos
Números
(5,11-31)
1
, Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de adulterio. Cuando
1
Dice así el citado texto bíblico: «Habló Yavé a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Si la mujer de uno fornicara y le fuese infiel, durmiendo con otro en concúbito de semen, sin que haya podido verlo el marido ni haya testigos, por no haber sido hallada en el lecho, y se apoderase del marido el espíritu de los celos y tuviese celos de ella, háyase ella manchada en realidad o no se haya manchado, la llevará al sacerdote, y ofrecerá por ella una oblación de la décima parte de un efá de harina de cebada, sin derramar aceite sobre ella ni poner encima incienso, porque es minjá de celos, minjá de memoria para traer el pecado a la memoria. El sacerdote hará que se acerque y se esté ante Yavé; tomará del agua santa en una vasija de barro, y cogiendo un poco de la tierra del suelo del tabernáculo, lo echará en el agua. Luego, el sacerdote, haciendo estar a la mujer ante Yavé, le descubrirá la cabeza y le pondrá en las manos la minjá de memoria, la minjá de los celos, teniendo él en la mano el agua amarga de la maldición, y la conjurará, diciendo: «Si no ha dormido contigo ninguno, y si no te has descarriado, contaminándote y siendo infiel a tu marido, indemne seas del agua amarga de la maldición; pero si te descarriaste y fornicaste infiel a tu marido, contaminándote y durmiendo con otro (aquí el sacerdote la conjurará con el juramento de execración, diciendo): Hágate Yavé maldición y execración en medio de tu pueblo, y séquense tus muslos e hínchese tu vientre, entre esta agua de maldición en tus entrañas para hacer que tu vientre se hinche y se pudran tus músculos.» La mujer contestará: «Amén, amén.» El sacerdote escribirá estas maldiciones en una hoja, y las diluirá en el agua amarga, y hará beber a la mujer el agua amarga de la maldición. Luego tomará de la mano de la mujer la minjá de los celos y la agitará ante Yavé, y la llevará al altar; y tomando un puñado de la ofrenda de la memoria, lo quemará en el altar, haciendo después beber el agua a la mujer. Dárale a beber el agua; y sí se hubiese contaminado, siendo infiel a su marido, el agua de maldición entrará en ella con su amargura, se le hinchará el vientre, se le secarán los muslos, y será maldición en medio de su pueblo. Sí, por el contrario, no se contaminó y es pura, quedará ilesa y será fecunda... Así el marido quedará libre de culpa, y la mujer llevará sobre si su pecado.» (N. del m.)

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el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje especial -compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo
1
.

Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella pócima. ¿Qué podía contener?

Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos.

Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de todos sus adornos.

Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.

A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no rebasaría los 20 años- había sido conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua.»

Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y exclusivamente de parte del hombre
2
. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con las consecuencias ya mencionadas.

Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de aquel brebaje.

En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a través de la Puerta de Nicanor -tal y como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las ceremonias de purificación de leprosos y parturientas.

1
Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información sobre las aguas amargas», añadiendo que ya en el Código de Hammurabi existía un precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de adulterio, era arrojada a la corriente del Éufrates. Sí salía con vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era manifiesta. (N. del m.)
2
La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si su marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor de inmundicias de perro (basurero), fundidor de cobre o curtidor. (Lista recogida en el escrito rabínico
Ketubot
VII.

108.) Y ello se debía, únicamente, al mal olor producido por dichas actividades. La Ley estipulaba también que la esposa podía solicitar el divorcio si, a partir de los 13 años, el marido la obligaba a hacer votos, abusando de su dignidad, o si aquél padecía de lepra o pólipos.
(N. del m.)

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Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se situó frente a la joven, asiendo su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre.

Después, de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado prácticamente por el bramido de la multitud, excitada ante la contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra.

Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo y de aprovechar aquel lógico deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi bolsa de hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin comprender.

-Deseo pedirte un nuevo favor -le dije-. Es importante para mí adquirir una muestra de la tinta con la que ha sido escrita esa maldición...

El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus pensamientos, añadí: Confía en mi. Sabes que no puedo entrar en el Santuario y tratar de comprarla personalmente.

Bastará con una pequeña cantidad: quizá sea suficiente con una décima de log
1
.

Seguí mirando fijamente a Andrés, intentando trasmitirle un mínimo de confianza. La fortuna volvió a sonreírme y el discípulo encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me moviera del lugar.

Mientras Andrés volvía a penetrar en el recinto del Templo, me reincorporé a la marcha de los acontecimientos. El sacerdote que había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora deliberando con el resto de los miembros del Templo. De vez en cuando volvían la cabeza hacia aquella infeliz, enzarzándose en nuevas y encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y caminó unos pasos, situándose a un palmo de la sospechosa de adulterio. Sin inmutarse ante las lágrimas de la mujer, se inclinó ligeramente, inspeccionando de cerca los pequeños y oscuros pezones. Al cabo de unos minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una nueva y aún más áspera controversia.

Al final, y tras llegar a un acuerdo, otro de los sacerdotes tomó un cinturón egipcio -formado por cuerdas entrelazadas- y se dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por encima de sus pechos, de forma que la túnica no pudiera bajarse.

A una orden del guardián del Templo y jefe de la patrulla de levitas, uno de los hebreos que permanecía junto a los sacerdotes, y que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del círculo, depositando a los pies de su mujer un cesto de paja con unos tres o cuatro kilos de harina de cebada
2
. Después, con la misma frialdad, se retiró. Por un momento creí que el querellante iba a situar el pequeño cesto en las manos de la condenada pero, por indicación de uno de los levitas que sujetaba a la mujer, terminó por colocarlo en tierra. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, la computadora me aclararía este extremo: La tradición bíblica especificaba que la ofrenda del marido -la «efá» de harina de cebada- debía ser colocada sobre las manos de la víctima. El sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer, agitando el recipiente de forma ritual. A continuación, lo acercaba al altar, cogía un puñado y lo quemaba. El resto era destinado a la alimentación de los sacerdotes del Templo.

La peligrosa resistencia de la infeliz -que no podía ser liberada del firme control de los policías- hizo aconsejable en este caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del ritual.

De pronto, y por la zona más próxima a la muralla, los judíos fueron abriendo un pasillo, dando paso a otro sacerdote, estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó entre el gentío al descubrir que aquel sacerdote transportaba algo entre sus manos. El objeto en cuestión -bastante liviano, a juzgar por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreo-aparecía cubierto por un lienzo blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del recipiente que contenía las «aguas amargas». Desgraciadamente no tuve que aguardar mucho tiempo para despejar mis dudas. La recién llegada escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que la sujetaban, formando un segundo cordón de seguridad.

El sacerdote retiró el lienzo y apareció a la vista de los presentes un pequeño cuenco de arcilla rojiza, con una capacidad aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo
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Un «log» -medida utilizada para líquidos y áridos- equivalía a medio litro, aproximadamente.
(N. del m.)
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Una «efá» -medida judía de capacidad- equivalía a 72 «log». En este caso, la Biblia estimaba que debía ofrendarse una décima de «efá»; es decir, 7,2 «log» o, lo que es lo mismo, unos 3 kilos y 600 gramos, aproximadamente.
(N. del m.)

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ataque de desesperación, convulsionándose violentamente y profiriendo unos alaridos que hicieron levantar el vuelo de las numerosas palomas que se hallaban posadas sobre los torreones y cúpula del Templo.

Un silencio total -roto únicamente por los aullidos de la prisionera- cayó poco a poco sobre el lugar. El sacerdote que portaba la vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la mujer a que, por última vez, se declarara culpable o inocente.

El gentío aguardó expectante. Pero la hebrea entre gemidos cada vez más apagados, sólo acertó a pronunciar dos palabras fatídicas: «Soy pura.»

El miembro del Templo, que parecía tener una incomprensible prisa, volvió la cabeza hacia uno de los levitas, musitándole algo al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los tres compañeros que retenían a la joven. Y situándose a espaldas de la víctima la sujetó por la espesa mata de pelo, tirando de los cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro cara al cielo. Los gritos arreciaron. Mientras la patrulla afianzaba sus pies sobre el áspero terreno, sujetando con nuevos bríos los brazos y piernas de la mujer, otros dos policías se situaron a escasos centímetros de ella, cada uno frente a un costado. Y como si aquella operación hubiera sido largamente estudiada o practicada, mientras el levita del flanco izquierdo cerraba con sus dedos la nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus manos a escasa altura de la cara, esperando a que el peligro de asfixia obligara a abrir la boca a la judía. Entre sollozos y resoplidos mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire.

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