Caballo de Troya 1 (42 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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¿Quién es mayor: el regalo o el altar que santifica al regalo? ¿Cómo podéis justificar tanta hipocresía y deshonestidad?

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! Os aseguráis de que traigan diezmos, menta y comino y, al mismo tiempo, no os preocupáis de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y justicia. Con razón debéis hacer lo uno, pero sin olvidar lo otro. ¡Sois ciertamente maestros ciegos y sordos! Rechazáis al mosquito y os tragáis el camello...

»¡Ay de vosotros, escribas, fariseos e hipócritas! Sois escrupulosos para limpiar la parte exterior de la taza y de las fuentes, pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los excesos y de la decepción. Sois espiritualmente ciegos. Reconoced conmigo que sería mejor limpiar primero el interior de la taza. Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior.

¡Malvados réprobos! Hacéis que los actos exteriores de vuestra religión sean conformes a la letra mientras vuestras almas están empapadas de iniquidad y asesinatos.

»¡Ay de vosotros, todos los que rechazáis la verdad y desdeñáis la misericordia! Muchos de vosotros sois como sepulcros blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están llenos de huesos de hombres y de toda clase de falta de limpieza. Aún así, vosotros, los que rechazáis a sabiendas el consejo de Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos, pero, por dentro, vuestros corazones están inflamados por la hipocresía.

»¡Ay de vosotros, falsos guías de la nación! A lo lejos habéis construido un monumento a los profetas martirizados por los antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél de quien ellos hablaron. Adornáis las tumbas de los rectos y os halagáis a vosotros mismos diciendo que, de haber vivido en tiempos de vuestros padres, no hubierais matado a los profetas. Y con este pensamiento tan recto os preparáis para asesinar a aquel de quien hablaron los profetas: el Hijo del Hombre. ¡Adelante, pues, y llenad hasta el borde la copa de vuestra condena!

»¡Ay de vosotros, hijos del pecado! Juan os llamó en verdad los vástagos de las víboras. Y yo me pregunto: ¿cómo podéis escapar al juicio que Juan pronunció sobre vosotros?

El Nazareno guardó unos segundos de silencio, mientras los miembros del Sanedrín -rojos de ira- iban tomando notas en los rollos o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho me trajo a la mente otra realidad que, tal y como venía comprobando, resultaría lamentable.

Ninguno de los apóstoles o seguidores de Jesús tornaba jamás una sola nota de cuanto hacía y, sobre todo, de cuanto decía su Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de Galilea y su 136

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considerable extensión -como el discurso que pronunciaba en aquellos momentos-, iba a resultar poco menos que imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera propuesto la importantísima misión de ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el Nazareno. Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar que no estaba equivocado en mis apreciaciones personales...

-… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y perdón. Incluso ahora -añadió Jesús en un tono más suave y conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas y a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció Juan, proclamando la venida del Hijo del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos habían creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más sangre inocente.

¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas por la forma en que habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo?

¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta, asesinado en los tiempos de Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma generación.

»¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y asesinado a los maestros, incluso ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas... ¡Pero no queréis!

»Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han creído en mi evangelio están salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está hecho.

»¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa queda desolada...

Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación con los dirigentes del Sanedrín y de la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras, el Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al campamento del Olivete. Pero en el ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta:

«¿Qué suerte le aguardaba al rabí de Galilea?»

Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce -Mateo, que recordaba la profecía de su Maestro en la cima del monte de las Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados sillares de la muralla del Templo, le comentó con evidente incredulidad:

-Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las piedras macizas y los hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas edificaciones vayan a ser destruidas?

El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le dijo:

-¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas abajo.

Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó entonces en interminables polémicas, considerando que era muy difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni siquiera el fin del mundo -llegaron a insinuar algunos de los apóstoles- podría ocasionar la destrucción del Templo.»

El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de peregrinos que iban y venían por el valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el camino que conducía a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del Olivete, en dirección norte.

Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y bañado en oro por los últimos rayos solares. En el santuario y en las callejas habían empezado a encenderse las primeras lámparas de aceite. Aquel espectáculo hizo detenerse al grupo, mientras uno de los discípulos -señalando a la ciudad santa- preguntaba a Jesús:

-Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que estos acontecimientos están a punto de ocurrir?

El grupo terminó por sentarse sobre la hierba y el rabí, de pie y sin prisa, les fue diciendo:

-Sí, os contaré algo sobre los tiempos en que esta gente habrá llenado la copa de su iniquidad y la justicia caerá sobre esta ciudad de nuestros padres...

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»Estoy a punto de dejaros. Voy a mi Padre. Cuando os deje, tened cuidado de que ningún hombre os engañe. Muchos vendrán como libertadores y llevarán a muchos por el mal camino.

Cuando oigáis rumores sobre guerras, no os consternéis. Aunque todo eso ocurra, el fin de Jerusalén no habrá llegado aún. Tampoco debéis preocuparos cuando seáis entregados a las autoridades civiles y seáis perseguidos por el evangelio...

Los apóstoles se miraron con el miedo reflejado en los semblantes.

-… Seréis despedidos de la sinagoga y hechos prisioneros por mi causa. Y algunos de vosotros morirán. Cuando seáis llevados ante gobernadores y dirigentes será como testimonio de vuestra fe y para que mostréis firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis ante jueces, no tengáis angustia de antemano sobre lo que debáis decir: el espíritu os enseñará en ese mismo momento lo que debéis contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor, incluso vuestros parientes, bajo la dirección de aquellos que han rechazado al Hijo del Hombre, os entregarán a la prisión y a la muerte. Por cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero, incluso en esas persecuciones, no os abandonaré. Mí espíritu no os dejará desamparados. ¡Sed pacientes! No dudéis que el evangelio del reino triunfará sobre todos los enemigos y, a su tiempo, será proclamado por todas las naciones.

El Maestro guardó silencio mientras miraba a la ciudad. Y yo, sentado con los demás, quedé maravillado ante la precisión de aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando las legiones de Tito cercaron y asolaron Jerusalén, ninguno de los apóstoles se hallaba en la ciudad. De no haber sido advertidos por el Maestro. hubiera sido más que probable que algunos, quizá, hubieran perecido o hechos prisioneros.

El silencio fue roto por Andrés:

-Pero Maestro, si la ciudad santa y el templo van a ser destruidos y si tú no estás aquí para dirigirnos, ¿cuándo deberemos abandonar Jerusalén?

Jesús, entonces, procuró ser extremadamente claro y preciso:

-Podéis quedaros en la ciudad después de que yo me haya ido, incluso en esos tiempos de dolor y amarga persecución. Pero, cuando finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los ejércitos romanos tras la revuelta de los falsos profetas, entonces sabréis que su desolación está en puertas. Entonces debéis huir a las montañas. No dejéis que nadie os detenga ni permitáis que otros entren. Habrá una gran tribulación. Serán los días de la venganza de los gentiles. Cuando hayáis huido de la ciudad, esa gente desobediente caerá bajo el filo de las espadas de los gentiles. Entretando os aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a deciros: «Mira, éste es el Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis. Saldrán muchos falsos maestros y otros serán llevados por el mal camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he advertido de antemano.

¡Qué rotundas y proféticas sonaron aquellas palabras en mis oídos! Los apóstoles y discípulos no podían sospechar siquiera la sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera que haya estudiado, aunque sólo sea someramente, la aproximación de los ejércitos romanos a Jerusalén poco antes de la luna llena de la primavera del año 70, la advertencia del Maestro tiene que resultar lapidaria. Tal y como acababa de anunciar el Galileo, Israel se convertiría en un infierno entre los años 66 y 70. En aquel tiempo, el partido de los zelotes o «fanáticos», armados hasta los dientes, terminaron por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del año 66, la guarnición romana es arrollada, como consecuencia de la petición del procurador Floro, que exigió 17 talentos del tesoro del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el sacrificio diario en honor al Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma, que envía una legión, a las órdenes del gobernador de Siria, Cestio Gallo. Pero las revueltas han encendido el país y los romanos se ven obligados a retirarse.

La nación judía se prepara para la guerra v fortifica sus ciudades, siendo nombrado generalísimo de sus ejércitos el que después sería historiador, Flavio Josefo.

Y, en efecto, Nerón confía tres legiones a Tito Flavio Vespasiano quien, acompañado de su hijo Tito, cae sobre Galilea, machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que regresar precipitadamente a Roma. Su hijo se encargaría de ultimar la gran venganza de Roma.

Los hebreos quedan sobrecogidos al ver pasar hacia Jerusalén miles de soldados, pertenecientes a las legiones 5.ª, 10.ª, 12.ª y 15.ª, a acompañados de fuerzas de caballería y tropas auxiliares, así como un pesado equipo de asalto y demolición. En total: 80000 hombres que -tal y como profetizó Jesús en el año 30- fueron tomando Posiciones y cercando la ciudad santa. Jerusalén, repleta de peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la locura 138

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de súbitas apariciones de «libertadores» que tratan de arrastrar a las masas y al miedo. Pero, para cuando los hombres de Tito comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron aquellas palabras pronunciadas en la tarde del martes, 4 de abril del año 30, frente a Jerusalén, ya habían escapado de la ciudad. Pocos meses después, la artillería romana -capaz de arrojar piedras de un quintal de peso a 185 metros de distancia- arrasaría Jerusalén, no dejando piedra sobre piedra.

Pedro, a pesar de su buena voluntad, no parecía comprender lo que Jesús les estaba anunciando. Por sus comentarios deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del mundo» y no con la caída de Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí plenamente:

-Pero Maestro -apuntó Pedro-, todos sabemos que estas cosas pasarán cuando los nuevos cielos y la nueva tierra aparezcan. ¿Cómo sabremos entonces que tú vienes para traer todo esto?

El gigante le miró con infinita compasión, comprendiendo que su fogoso amigo no había captado su mensaje. Y le dijo:

-Pedro, siempre yerras porque siempre tratas de relacionar la nueva enseñanza con la vieja.

Estás decidido a malinterpretar mi enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo con vuestras creencias establecidas. Sin embargo, trataré de explicaros.

»¿Por qué sigues buscando que el Hijo del Hombre se siente en el trono de David y esperas que se cumplan los sueños materiales de los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a finalizar y será un nuevo comienzo, a partir del cual el evangelio del reino llegará a todo el mundo. Cuando el reino llegue a su pleno cumplimiento, estad seguros de que el Padre del cielo no dejará de visitaros. Y así seguirá mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su amor, incluso a este oscuro y malvado mundo. Y así, después de que mi Padre me haya investido de todo poder y autoridad, yo también seguiré vuestros destinos, guiándoos en los asuntos del reino con la presencia de mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la carne.

Estaré por tanto presente entre vosotros en espíritu y prometo que alguna vez volveré a este mundo, en el que he vivido esta vida de la carne y tenido la experiencia de revelar simultáneamente Dios al hombre y llevar al hombre a Dios. Muy pronto he de dejaros y realizar la obra que el Padre ha confiado en mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez.

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