Caballo de Troya 1 (97 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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metros. Contaba alrededor de 50 años, aunque su figura frágil, algo encorvada y las arrugas que nacían de sus hermosos ojos almendrados la hacían más venerable. A pesar de la oscuridad me llamó la atención su frente alta y despejada, rematando un rostro ovalado en el que apenas despuntaba una nariz pequeña y recta. Cubría su cabeza con un manto marrón claro que no me permitió ver sus cabellos. Sin embargo, á juzgar por el color de sus cejas -

finas y ligeramente arqueadas-, debían ser de un negro azabache. La túnica, de una tonalidad similar a la del manto, aunque algo más apagada, rozaba casi la superficie del Gólgota.

Nadie dijo nada. Juan rompió a llorar, aferrándose al brazo de la Señora. Longino, conmovido, se retiró.

Sin embargo, ante mi sorpresa, María no derramó una sola lágrima. Sólo el temblor de sus largas y encallecidas manos, bajo cuya piel serpenteaba una maraña de venas azules y pronunciadas, reflejaba su aflicción.

Mis problemas se vieron aliviados cuando el oficial, en otro gesto que decía mucho en su favor, regresó hasta nosotros, portando una tea recién encendida.

Cuando Longino aproximó la improvisada antorcha al cuerpo del Maestro, con el fin de que su madre pudiera contemplarle mejor, el Galileo, alertado quizá por el resplandor rojizo del fuego, despegó la barbilla del pecho, descubriendo a su familia. Su respiración volvió a agitarse y su ojo derecho se abrió al máximo.

La mujer, al igual que Juan y el hermano de Jesús, no despegaron ya sus miradas del rostro del crucificado.

La boca del gigante se abrió ligeramente, intentando hablar, pero sus pulmones -disminuidos en su capacidad vital por las múltiples lesiones de los músculos respiratorios y por la angustiosa falta de apoyo- se hallaban ante una gravísima insuficiencia ventilatoria restrictiva. (Pocos minutos más tarde, al ajustar los ultrasonidos a su tórax, Caballo de Troya recibiría información sobre esa delicada situación, certificando mis sospechas: la capacidad vital de Jesús se hallaba muy por debajo del 80 por 100 del valor teórico normal, estimado -como se sabe- en 5,50

litros.)

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A pesar de ello, el Nazareno, en un titánico esfuerzo, contrajo los músculos abdominales y, casi al unísono, la agotada musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar, buscando la energía necesaria para elevar la parte superior del cuerpo esos imprescindibles y kilométricos 26,5 centímetros. Pero las reservas del Cristo estaban casi agotadas y su voluntad no fue suficiente. En esos dramáticos momentos sucedió algo casi insignificante, poco menos que imperceptible para los que se hallaban al pie de la cruz, pero que para mi, como médico, me heló el corazón. Jesús arqueó el diafragma por segunda vez y tensó de nuevo los músculos elevadores y extensores, haciéndolos vibrar. Al mismo tiempo, su muñeca izquierda giró apenas un centímetro sobre el eje del antebrazo. Aquel movimiento del carpo sobre el clavo colaboró decisivamente en la elevación de los hombros. La cabeza del rabí se clavó en el
patibulum
y su barba apuntó hacia el cielo, mientras el violento dolor provocado por el mínimo giro de la muñeca izquierda hacía latir con precipitación las paredes de la vena yugular externa, marcando las fosas supraclaviculares y los músculos del cuello como jamás he visto en ser humano. Al instante, de la semicegada herida de la muñeca izquierda surgieron dos reguerillos de sangre, finísimos y divergentes, que corrieron hacia el codo.

El Maestro -a qué precio- había logrado su propósito. Al elevarse, su boca se abrió al máximo y una bocanada de aire fresco penetró en sus pulmones, al tiempo que el hundimiento del vientre dejaba al descubierto la cresta ilíaca de la cadera derecha.

El cuerpo del crucificado volvió a caer y Jesús, bajando el rostro, esbozó una sonrisa extraña.

Aquel rictus me alarmó: no se trataba en realidad de una sonrisa, sino de otro síntoma de la tetanización que le acosaba y que en Medicina se conoce por «sonrisa sardónica»: labios apretados, con las comisuras hacia afuera y hacia abajo.

María, al contemplar el desesperado esfuerzo de su hijo, bajó la cara y sus piernas flaquearon. Pero Juan y Judas la sostuvieron. Sus labios, apenas sombreados por la luz de la antorcha, empezaron a aletear y las profundas ojeras que corrían por encima de sus altos y afilados pómulos se confundieron con la oscura e insondable amargura de unos ojos que, a pesar de todo, conservaban una singular belleza.

-¡Mujer...!

La renqueante voz del Maestro hizo que María y todos los demás levantaran el rostro. Y el semblante de aquella hebrea se iluminó.

-¡Mujer -repitió Jesús-, he aquí a tu hijo!

Juan se secó las lágrimas con la palma de su mano derecha, mirando a su Maestro sin acertar a comprender.

Después, desviando el rostro hacia el apóstol exclamó, casi sin fuerzas:

-¡Hijo mío..., he aquí a tu madre!

La menguada inhalación del crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y apurando sus últimas posibilidades, ordenó entre jadeos:

-Deseo..., que abandonéis este... lugar.

Su abdomen había vuelto a deformarse y su cabeza, al igual que los músculos de los brazos y hombros, se desplomaron.

Los hombres hicieron intención de dar media vuelta y retirarse, pero María, siempre en silencio, avanzó un paso hacia el crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la rodilla derecha de Jesús. Después, ocultando su rostro entre las manos, abandonó el peñasco, prácticamente sostenida por Juan y su hijo.

Creo que, tanto el centurión como yo quedamos impresionados por la entereza de aquella mujer. Una hebrea a la que tendría oportunidad de volver a ver y de cuya conversación obtendría una magnífica y sensacional información.

La pequeña, casi insignificante, sombra de María, la madre del Maestro, no tardó en difuminarse en la penumbra. Juan y Jude la acompañaron en su camino de regreso a Jerusalén.

Pero el resto de las mujeres continuó a corta distancia, pendiente del agonizante crucificado.

Allí estaban, entre otras seguidoras y creyentes, Ruth, también hermana carnal del Nazareno; Salomé, la madre de Juan; Mirián, esposa de Cleopás y hermana de la madre de Jesús; Rebeca y María, la de Magdala, más conocida hoy por «Magdalena».

Hacia las 14.25, el
optio
autorizó al que hacía las veces de intendente a que repartiera la cena entre los hombres de la patrulla: cerdo salado, queso, pan y una ración de agua con vinagre, conocido por el nombre de «posca». Todos los soldados, a excepción de los que montaban guardia, se reunieron en torno a la hoguera, dando buena cuenta de las viandas.

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Durante aquellos breves momentos de distensión pregunté al oficial por qué los legionarios habían apilado sendos montones de ramas en la base de cada una de las cruces. Longino, invitándome a degustar aquel vino fermentado, me explicó que consistía en una simple medida de gracia. En caso necesario, si así se ordenaba o si la agonía de los reos se prolongaba en demasía, deberían prender fuego a la leña. El humo remataba a los crucificados, asfixiándoles en cuestión de minutos.

Algunos de los infantes, tratando de apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba, empezaron a gastar bromas a cuenta de los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el resto, se volvió hacia Jesús, brindando con su jarra de latón:

-¡Salud y suerte al rey de los judíos!

La ocurrencia contagió al resto, que también levantó su «posca» hacia la cruz del Galileo.

Jesús, interrumpiendo su jadeante respiración, exclamó:

-¡Tengo sed!

El
optio
consultó al centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo el tapón que cerraba la cántara con el agua avinagrada. Arsenius tomó el cierre y después de clavarlo en la punta de una de las azagayas de la escolta llegó al pie del madero, levantando la lanza de forma que el tapón, previamente empapado en la «posca», tocara los polvorientos labios del Maestro. Naturalmente, no desperdicié aquella ocasión. Jesús abrió la boca, mordiendo ansiosamente el corcho. El líquido limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido hirió nuevamente la carne del Nazareno, que retiró en seguida la cabeza. Arsenius bajó el
pilum
y, al observar que el prisionero no hacía intención de repetir el humedecimiento de su boca, se retiró.

Los labios del rabí acusaban con sus temblores un incremento de la crisis febril. Tomé entonces una antorcha y, al aproximaría al rostro de Jesús, descubrí cómo la tetanización había empezado a reducir el brillo del esmalte dentario, aumentando en cambio la opacificación del cristalino. Su ojo izquierdo seguía cerrado por los hematomas. (La insuficiencia paratiroidea, provocada por la tetanización, debía ser ya alarmante, con un acusado descenso de la concentración de calcio en sangre.)

No había tiempo que perder. Me alejé unos pasos, hasta llegar al filo sur del promontorio y, de espaldas a los legionarios, ajusté las «crótalos » a mis ojos. Segundos antes, cuando extraía las lentes de contacto de la bolsa de hule, vi cómo Juan y su compañero regresaban de la ciudad, uniéndose a las mujeres.

Advertí a Eliseo del inminente chequeo, anunciándole que, si no me equivocaba, Jesús de Nazaret estaba entrando en pleno proceso pre-agónico y que, a fin de sincronizar la exploración médica con el tiempo real, ajustara los cronómetros del módulo con la activación del circuito ultrasónico, recordándome la hora cada cinco minutos.

Retrocedí de nuevo, plantándome a tres metros de la cruz central y activé las ondas ultrasónicas.

Eran las 14.30 horas...

Mi primera preocupación fue averiguar la pérdida general de sangre. Las constantes hemorragias -en especial después del enclavamiento- me hacían sospechar un grave descenso de la volemia. Las ondas de 3,5 MHZ buscaron las principales arterias y el «efecto Doppler» en las cavas y aorta confirmaron mis temores: en aquellos momentos, el volumen total de sangre fue estimado en un 47 por 100. Jesús, por tanto, a las 14.30 horas había experimentado una pérdida de 2,82 litros. (Estos datos, y otros más complejos que he preferido ahorrar en mi diario, fueron obtenidos, como ya apunté en su momento, después de la culminación de aquella primera parte del «gran viaje».)

El Nazareno, por tanto, había perdido casi la mitad de su volemia. Si seguía desangrándose y sin posibilidad de reponer, al menos, parte del plasma perdido -hecho éste francamente difícil-, la anemia galopante terminaría por provocar un desfallecimiento del que no podría recuperarse.

En aquellos momentos, suponiendo que esto hubiera sido posible, el cuerpo del Maestro debería haber sido colocado en posición horizontal.

-14.35 horas...

El inmediato «rastreo» del bazo sólo vino a ratificar el prácticamente mermado circuito generador de glóbulos rojos o eritrocitos. Al descender éstos a la alarmante cifra de 2 700 000

por milímetro cúbico de sangre, el bazo había ido liberando sus reservas, pero pronto quedó 310

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agotado. En cuanto a la aceleración de la entropoyesis en la médula ósea y la estimulación de la síntesis proteica, hacía tiempo que habían quedado «bajo mínimos».

Estas pérdidas en el torrente sanguíneo y la no ingestión de líquidos compensadores desde que fuera izado sobre el madero vertical estaban originando una sed aplastante -quizá uno de los peores sufrimientos- y, consecuentemente, un desmesurado y casi sostenido gasto cardíaco.

La rudimentaria ventilación pulmonar, cada vez más degradada, había hecho saltar todas las

«alarmas» y el corazón, en un esfuerzo supremo, luchaba por bombear sangre a las musculaturas de hombros, brazos e intercostales. Estos últimos, sobre todo, se habían hecho cargo prácticamente del 90 y, a veces, del 100 por 100 de la responsabilidad respiratoria.

El músculo cardiaco, en definitiva, que en una persona normal trabaja a razón de 60 a 70

pulsaciones por minuto, golpeaba la caja torácica de Jesús a un promedio de 120-130 latidos, agobiado ante la dramática solicitud de oxigeno y de fuerza por parte de las áreas nobles del organismo: cerebro, riñones y, en estas circunstancias, de la musculatura que peleaba por la entrada de aire en los pulmones. El instinto de supervivencia estaba imprimiendo al corazón un gasto que Caballo de Troya estimó entre 30 y 40 litros por minuto. Sin embargo, conforme iba corriendo el tiempo, las formidables palpitaciones del Nazareno fueron oscilando, con sensibles descensos, consecuencia de la menor actividad del bulbo raquídeo, que empezaba también a flaquear, enviando muchos menos impulsos nerviosos al corazón. Esto, en suma, provocaría un circulo vicioso de carácter irreversible.

-14.40 horas...

El Maestro, con las costillas tensas como ballestas y las arterias pulsando sin descanso, despegó la barbilla del tórax. Su ojo derecho empezaba a apuntar un ligero estrabismo o desviación divergente. Frunció las cejas y con un gemido suplicante exclamó:

-¡Tengo sed!

Longino repitió la maniobra pero, en esta ocasión, los apergaminados labios apenas rozaron el cierre esponjoso de la cántara. El centurión hizo oscilar la antorcha a la altura de la cara del Galileo, con lentos movimientos de derecha a izquierda. Pero la pupila, muy dilatada, no llegó a moverse. ¡Jesús había empezado a perder visión! La mirada vidriosa me hizo pensar en la posible formación de un edema papilar o hinchazón del nervio óptico en el fondo de aquel ojo, seguramente como consecuencia de la hipertensión intracraneal o por el menor flujo sanguíneo en aquella región de la cabeza.

El oficial examinó detenidamente el rostro del rabí. Su nariz, a pesar del hematoma y la posible desviación o fractura de los huesos propios, había empezado a adquirir un sombreado afilado (signo inequívoco de la fase premortal). También sus cuencas orbitales se hallaban más acusadas, registrándose un hundimiento de la bolsa adiposa del pómulo derecho. El izquierdo se hallaba tan tumefacto y ensangrentado que resultaba imposible distinguir señal alguna.

Este -comentó Longino- está listo.

Y retornó junto a sus hombres, moviendo la cabeza con un cierto desaliento.

Me situé en cuclillas y dirigí el finísimo láser rojizo por debajo del último segmento del esternón o apéndice xifoides, procurando evitar así el choque de los ultrasonidos con las costillas falsas y flotantes. Al encontrar la masa esponjosa y elástica de los pulmones, la catástrofe respiratoria apareció en todo su dramatismo. El pulmón izquierdo se hallaba casi colapsado, a causa de un derrame pleural. Los latigazos y sucesivos golpes y patadas en los costados -y concretamente en el izquierdo- habían originado, sin duda, la acumulación de líquido en la parte inferior del «saco» pleural que envuelve al pulmón.

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