Caballo de Troya 1 (99 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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A las 14 horas, 57 minutos y 30 segundos -justamente cuando el corazón del Nazareno se detuvo para siempre-, ocurrió lo inesperado. Con una sincronización que aún me aterra, y que sólo puede tener una explicación, aquella «luna» gigantesca comenzó a moverse. Y con la misma lentitud con que había cubierto el sol, así fue desplazándose hacia el Este, devolviéndonos la transparente luminosidad de aquel viernes.

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Caballo de Troya

J. J. Benítez

Mi compañero en el módulo se apresuró a confirmar lo que yo estaba viendo. Poco a poco, sin prisas, como dejándose ver, el objeto se dirigió hacia Levante, desapareciendo por detrás del monte de las Aceitunas.

Aquel singular «amanecer» fue acogido por los legionarios y por el escaso grupo de mujeres y saduceos que seguían junto al peñasco con vivas muestras de alegría y asombro. Otro tanto ocurrió en la ciudad. Sus habitantes estimaron esta «liberación» del sol como un signo de buen augurio.

Fue entonces, mientras el gigantesco disco rompía su estacionario, alejándose, cuando el centurión, volviéndose hacia la cruz en la que colgaba el Maestro, golpeó la coraza que protegía su tórax con el puño derecho y, sosteniendo esta actitud de saludo, sentenció:

-¡Ciertamente era un hombre integro...! Realmente ha debido ser el Hijo de Dios...

Los soldados, inquietos, pidieron instrucciones al
optio
y al oficial. Pero ni Arsenius ni Longino supieron qué hacer. Sencillamente, como medida de seguridad, doblaron la guardia.

Algo intuían aquellos hombres cuando actuaron así. Y no se equivocaban...

Al desaparecer la penumbra, la luz del sol iluminó a los crucificados, desvelando todo el horror de aquellos cuerpos desangrados, grotescamente convulsionados y cubiertos de arena.

Los «zelotas» continuaban inconscientes y así siguieron -afortunadamente para ellos- hasta que llegaron aquellos tres nuevos legionarios...

La piel del Galileo, a pesar de la gruesa película de polvo que se había adherido a sus desgarros, cabellos, coágulos y manchas de sangre, pronto empezarla a resaltar con la típica tonalidad marmórea de los cadáveres. El olor de las heces hacía insoportable la estancia junto a la cruz y los infantes que no montaban guardia se retiraron hasta el filo del patíbulo. La situación se hizo algo más llevadera cuando, nada más «salir» el sol, el viento volvió a soplar desde el Este, aunque. mucho más debilitado que en las horas precedentes. Es ahora, con la perspectiva del tiempo, cuando me he hecho una pregunta que entonces no llegué a intuir siquiera: ¿Tuvo algo que ver la presencia de aquel formidable objeto con la extraña quietud que sobrevino al mismo tiempo que las «tinieblas» y con el posterior recrudecimiento del viento? El científico no tiene respuesta pero el hombre intuitivo que también llevo dentro me dice que sí...

Noté una lógica alarma entre las mujeres y en Juan y el hermano de Jesús. La absoluta inmovilidad de su Maestro empezaba a extrañarles. Mi estado de ánimo era tan menguado que me volví de espaldas, no deseando tropezar con la mirada del joven Zebedeo. Entonces, hacia el Oeste, percibí una curiosa agitación entre las bandadas de pájaros que anidaban generalmente en los muros de la ciudad. A pesar del viento, habían remontado el vuelo, dispersándose en total desorden. Me encogí de hombros. Sin embargo, casi a la par, una confusa algarabía me hizo volver la cabeza hacia la muralla. Lo que vi me dejó perplejo. Por la puerta de Efraím había empezado a salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Yo sabía que había canes en Jerusalén, pero nunca creí que fueran tantos. Parecían nerviosos, muy excitados y, sobre todo, atemorizados. Como si algo o alguien les hubiera puesto en fuga repentinamente. Pero ¿quién?

Longino y yo nos miramos sin comprender e igualmente alarmados. ¿Qué estaba ocurriendo en Jerusalén?

Los chuchos cruzaron a la carrera por delante del peñasco, en dirección a los campos del norte y noroeste. Algunos, jadeantes y husmeando el terreno sin cesar, treparon a lo alto del Gólgota, pero fueron rápidamente expulsados por los legionarios.

A los pocos segundos, una comunicación desde la «cuna» me estremecía, explicando en parte el anómalo comportamiento de aquellos animales: los sensores de a bordo habían empezado a detectar una serie de gases, con alto contenido de azufre, así como un ligero incremento de la temperatura a nivel del suelo.

Eliseo no estaba seguro pero era posible que se avecinara un movimiento sísmico. Aquella hipótesis sí podía aclarar en parte la inquietud de las aves y perros. (Los animales, y también el hombre, aunque en una proporción menor, tienen capacidad para inhalar los gases que frecuentemente preceden al estallido de un terremoto. Al registrarse las primeras perturbaciones en el interior de la Tierra, los gases son expulsados a través de, las estrechas fisuras del suelo y los animales pueden inhalarlos. Estos segregan al instante en sus cerebros un volumen de serotoninas muy superior al normal y las citadas hormonas disparan los mecanismos de excitabilidad del individuo. En el caso de los perros, habían salido huyendo, retirándose de las peligrosas áreas de edificios de Jerusalén.) 315

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Sin embargo, los dos sismógrafos «Teledyne» y «Geotech», instalados por Caballo de Troya para medir y valorar el terremoto a que hace alusión el evangelista Mateo en su texto sagrado (27,51) -y del que yo, sinceramente, me había olvidado por completo- no registraban señal alguna. Ambos, especialmente diseñados por los especialistas del Centro Nacional de Terremotos y Meteorología de Tokio –y en los que colaboró decisivamente el profesor Nagamune, jefe de Información de Pronósticos de Terremoto-, fueron ubicados por los expertos en dos de los soportes o « trenes» de aterrizaje de la «cuna». En el delicado proceso de miniaturización y adaptación a nuestra nave, uno de los aparatos fue convertido en sismógrafo

«horizontal», y el segundo en «vertical». Los pesados péndulos fueron sustituidos por sendos haces de luz láser, capaces de registrar las ondas de sismos profundos (hasta 720 kilómetros) y, naturalmente, las procedentes de movimientos intermedios o someros, con una profundidad límite de 7 kilómetros bajo la superficie. En el «horizontal» -especialmente programado para los movimientos de vaivén o de «rodillo» del terreno-, el espejo tradicional que sirve como registro fotográfico había sido eliminado. Los impulsos del láser quedaban codificados al instante sobre un papel especial, pudiendo ampliar las vibraciones por encima de las 100000 veces. En cuanto al de «péndulo-láser» de conformación vertical, preparado para los movimientos de comprensión, se hallaba en contacto con un papel térmico y un registro tradicional de cinta magnética.

Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera sacudida. Recuerdo un pequeño detalle que, en las primeras décimas de segundo, contribuyó aún más a duplicar mi confusión. Uno de los legionarios, por orden del
optio,
había tomado entre sus manos la vasija encerrada en la malla de cuerdas y se disponía a arrojar parte del agua de la misma sobre las llamas de la hoguera. Y así lo hizo. Pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata, el primer «tirón» del terreno le desequilibró y el chorro de agua fue a estrellarse sobre el rostro de otro compañero, que permanecía sentado muy cerca del fuego.

El legionario cayó sobre la roca y también la cántara, que se quebró en pedazos.

Aquella oscilación del suelo produjo la fulminante incorporación de los soldados que se hallaban sentados, quienes, aturdidos, no tuvieron tiempo ni de mirarse unos a otros. Aunque en las comprobaciones posteriores se estimó que la primera onda sísmica apenas si tuvo una duración de 16 segundos, el desplazamiento horizontal de los estratos -en forma de vaivén-, llevaba una potencia suficiente como para derribar a varios de los infantes. En mi caso, lo que más me consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro...

Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a chillar, víctimas del mismo pánico que nos inundaba a todos.

Pero, súbitamente, de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento.

Longino y el suboficial, pálidos como la piel de Jesús, esperaron unos segundos. Sus miradas estaban fijas en los extremos superiores de las cruces. Pero las
stipes,
al cesar el temblor, habían quedado tan inmóviles como antes del sismo. Y el oficial, con muy buen criterio, se dirigió a sus hombres, gritándoles:

-¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...!

La patrulla, incluidos los centinelas, obedeció al momento, precipitándose por el canalillo de acceso al Gólgota. En la atropellada huida del patíbulo, algunos de los soldados olvidaron sus escudos y cascos. Cuando el oficial estaba a punto de descender hacia el camino, se detuvo, y, girando sobre sus talones, regresó hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese momento, mi corazón se astilló por el miedo: un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse por el Este. Casi simultáneamente se dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los dos a un mismo tiempo- y me sentí violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante superficie del Calvario. (Es curioso pero, al ver y sentir aquellas vibraciones de la roca, me vino a la memoria la escena de los espasmos de la carne de vaca recién sacrificada...) Desde el suelo, impotente para levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también y cómo las cruces acusaban aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo que hizo estremecer los cuerpos de los judíos. Una de las
stipes
situada por detrás de los crucificados -la que se hallaba ligeramente inclinada- se bamboleó como un junco agitado por el viento, desplomándose.

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El pánico y el sofocante mareo fueron tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude gritar ni pronunciar palabra alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la roca, sólo fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir! Las sucesivas convulsiones del terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del suelo.

Hoy, después de la amarga experiencia, recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial.

Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni medida. Fueron, sencillamente, eternos. El trueno que parecía nacer de cada centímetro cuadrado del suelo y la violenta agitación de la Naturaleza tuvieron, sin embargo, una duración relativamente corta: 47 segundos, según el instrumental del módulo. A mí, aquellos 47

segundos se me antojaron siglos...

Al cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse. Y un silencio de muerte cayó sobre la peña y sus alrededores.

Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la «vara de Moisés». Ahora era el estómago el que me daba vueltas, con una angustiosa necesidad de arrojar. Un sudor frío llenó mi cuerpo casi simultáneamente. Hoy sé que buena parte de ese malestar era consecuencia del miedo...

Longino permaneció unos instantes de rodillas, con la vista fija en el suelo de la roca, como esperando una tercera sacudida. Pero el sismo no se repetiría.

Al observar cómo el nuevo temblor no terminaba de llegar, el oficial se incorporó, haciéndome un gesto con el brazo para que le siguiera. Creo que jamás he obedecido tan ciegamente a una persona. A los pocos segundos, el centurión y yo, más que correr, volábamos por el callejón del Calvario, saliendo a campo abierto y uniéndonos al pelotón. La casi totalidad de las mujeres se hallaba caída en tierra, gimiendo y profiriendo unos gritos que terminaron de erizarme los vellos.

Juan y Jude, tan aterrados como el resto, no sabían si correr hacia la campiña o regresar a la ciudad. Pero, poco a poco, conforme el terremoto se fue distanciando en la memoria, los ánimos empezaron a recobrarse y se impuso el sentido común. Al menos, por parte de los oficiales romanos y del joven Zebedeo. La trágica realidad de los crucificados -olvidada durante los temblores- se presentó en seguida a los ojos de los amigos y familiares del Maestro.

Pero, antes de seguir adelante, quiero reseñar un hecho, altamente misterioso, detectado desde el módulo.

Según los datos recogidos en los registros permanentes o «sismogramas» de la «cuna", los dos temblores habían sumado un total de 63 segundos. La primera onda, mucho más débil que la segunda, correspondía al tipo «L», también llamadas «largas» o «superficiales». Los sismógrafos detectaron un predominio de la variante «Love», más de acuerdo con la naturaleza uniforme de los estratos superficiales de aquella zona geológica. La velocidad estimada fue de 3.3 kilómetros por segundo. Sin embargo, en este primer sismo cuya magnitud no fue excesivamente importante: 4,1 en la escala de Richter-, los aparatos no recibieron, como hubiera sido de esperar, las series de culebreos de las ondas «P» o «primarias» ni tampoco el zizgagueo posterior de las ondas «S», más lentas que las «P»
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La energía liberada en un terremoto se desplaza por la roca en forma de ondas. Dicha roca actúa como un cuerpo elástico. Las partículas individuales en los estratos rocosos vibran de una parte a otra con gran rapidez a medida que se transmite el movimiento ondulatorio. Aunque sus patrones resultan sumamente complejos, constantemente modificados por las propiedades de reflexión, difracción, refracción y dispersión de las ondas, internacionalmente han sido divididas en tres grandes grupos: Onda »P» o «primaria», «de empuje«, «compresional» o «longitudinal», que viaja por el interior de la Tierra a gran velocidad (entre 6 y 11,3 kilómetros por segundo), siendo la primera en llegar a la estación registradora. Se transmite, como las ondas sonoras, por compresión y expansión alternas del volumen de la roca a lo largo de la dirección de viaje de las ondas. Puede atravesar sólidos, líquidos y gases. Onda «S» o

«secundaria», «de sacudida», «de esfuerzo cortante», «distorsionales» o «transversales». Forman un cuerpo de ondas más lento que las «P»,viajando entre 3,5 y 7,3 kilómetros por segundo. Son las segundas en llegar a los sismógrafos.

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