Caballo de Troya 1 (98 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Al medir los más importantes parámetros de la respiración
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de Jesús de Nazaret, la computadora encargada de las valoraciones y registros -una Dataspir, sistema «on line, EDV

70»- estimó que, en aquellos momentos (14.40 horas), tal y como suponía, la capacidad vital del Galileo se hallaba en fase crítica: con un déficit superior al 70 por 100.

Esta disminución generalizada de las funciones respiratorias había ocasionado igualmente un descenso en el volumen residual de aire, estimado en condiciones normales en 1,67 litros. En
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Utilizando el llamado «Sistema 1», basado en tablas francesas elaboradas en Nancy, fueron desarrollados alrededor de 40 parámetros. Por ejemplo, la «VC» o capacidad vital; «VT« o volumen corriente; «RV« o volumen residual; «TLC» o capacidad pulmonar total; «MV» o volumen minuto; transferencia o difusión pulmonar del oxígeno;

«RAW» o resistencia de vías aéreas; distensibilidad pulmonar y torácica, y «PST» o presión de retracción elástico-pulmonar.
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definitiva, las mermas en la capacidad vital, volumen residual y «TLC» o capacidad pulmonar total habían provocado en Jesús la formación del llamado «pulmón pequeño». Por descontado, el incremento de la frecuencia respiratoria -por encima, incluso, de las 40 respiraciones por minuto- sólo permitía una pobre aireación de los llamados «espacios muertos»: boca, tráquea, etc., resultando muy poco efectiva a la hora de transportar oxígeno a los alvéolos pulmonares.

Y, consecuentemente, la hipoventilación que se derivaba de la existencia del «pulmón pequeño» arrastró de inmediato el incremento del C02 o anhídrido carbónico, que contribuyó a un progresivo envenenamiento e intoxicación del rabí. Esta alta dosificación de C02 no tardaría en deprimir el sistema nervioso central. Caballo de Troya estimó que el aumento de anhídrido carbónico había alcanzado valores superiores a los 50-60 mmg de presión a los 30 minutos de haber sido colgado en la cruz. El aumento del PaCO2 opresión arterial del anhídrido carbónico tuvo, sin embargo, una repercusión que podríamos calificar como «relativamente beneficiosa»

para el Nazareno: al multiplicarse la presencia de este tóxico, el organismo de Jesús entró en una fase de adormecimiento que, sin duda, hizo más «llevadero» el tormento.

-14.45 horas...

La baja saturación de oxígeno en hemoglobina estimuló una vez más el instinto de supervivencia del Maestro. E izándose de nuevo sobre los clavos de las muñecas aspiró la que sería su penúltima bocanada de aire. A partir de esos instantes, presa de una taquicardia mucho más agresiva, el Galileo -consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar lo que me parecieron pasajes de las Sagradas Escrituras. El centurión y varios legionarios se aproximaron, intrigados. Pero su lenguaje era casi ininteligible. Las fuerzas se le escapaban a borbollones y sólo de vez en cuando sus palabras llegaban con un mínimo de nitidez a mis oídos. Al retener algunas de aquella frases caí en la cuenta de que el Maestro no trataba de decirnos nada. Simplemente, ¡estaba rezando!

Así pude escuchar, por ejemplo: «Sé que el Señor salvará su unción...» o «Tu mano descubrirá a todos mis enemigos» y, sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

Al retornar al módulo consulté el libro de los Salmos y, efectivamente, comprobé cómo el Maestro había estado recitando algunos de los pasajes de este texto sagrado. Entre los que yo acerté a identificar se hallaban párrafos de los salmos XX, XXI, y XXII. Este último (salmo 22,2) dice exactamente: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la salvación mis rugidos.»

No pude por menos que sonreír. Los teólogos, exegetas y moralistas de todas las Iglesias han escrito durante siglos ríos de tinta, tratando de interpretar y acomodar estas últimas palabras de Jesús.

Para algunos, sobre todo para los Padres latinos, este supuesto lamento del Nazareno era sólo una expresión metafórica: «Jesús -dicen- habla en nombre de la Humanidad pecadora y en su persona, los pecadores son abandonados de Dios.» Así pensaban, por ejemplo, Orígenes, Atanasio, Gregorio Nazianzeno, Cirilo de Alejandría y Agustín, entre otros.

Una segunda hipótesis -defendida por Eusebio y Epifanio- llegó a proponer lo siguiente: «La naturaleza de Jesús habla a su naturaleza divina, quejándose al Verbo de que vaya a abandonar a la naturaleza humana en el sepulcro por algún tiempo.»

Por último, una tercera teoría apunta hacia el hecho de que el Cristo llegó a sentirse verdaderamente abandonado por el Padre. Así dicen, al menos, hombres tan prestigiosos como Tertuliano, Teodoreto, Ambrosio, Jerónimo, santo Tomás y un sinfín de teólogos modernos.

En mi opinión, el Maestro, angustiado por la sombra de la muerte, se refugió en algo que resulta común a muchos humanos cuando se ven en un trance semejante: la oración.

-14.50 horas...

El fulminante ascenso de la acidosis fue otro anuncio del inminente final del Nazareno. Al revisar el torrente sanguíneo observamos un alarmante descenso del pH. De 7,20-7,30 en el momento de la crucifixión había bajado a 7,15. El riñón aún seguía fabricando angiotensina, luchando por subir la tensión, pero todo era poco menos que inútil. En realidad aquellas últimas respiraciones de Jesús de Nazaret, cada vez más breves y aceleradas, estaban sostenidas ya por la hipoxia o baja carga de oxígeno en la hemoglobina de la sangre. Pero este último y sabio estímulo de la naturaleza humana tenía los minutos contados.

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La cianosis dominaba ya todas las mucosas y partes «acras»: puntas de los dedos de las manos y de los pies, lengua, labios e, incluso, algunas áreas de la piel.

De pronto, el ritmo galopante del corazón se encrespó aún más, pulsando a razón de 169

latidos por minuto. El Cristo, con los dedos agarrotados, había iniciado la que sería su última elevación muscular. La muñeca izquierda giró por segunda vez pero, en esta oportunidad, el golpe de sangre fue mucho más viscoso y amoratado. A pesar de ello, los regueros escaparon por el antebrazo, goteando hasta la roca del Calvario cuando toparon con el codo. El cuello se hinchó y los músculos intercostales experimentaron nuevos espasmos, mientras el rostro ganaba altura, milímetro a milímetro. Con el ojo y la boca muy abiertos, el Maestro parecía querer atrapar la vida, que ya se le iba...

La caja torácica, a punto de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con una potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:

-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!

Al instante, su cuerpo se desplomó, haciendo crujir todas las articulaciones.

La voz de Eliseo me anunció las 14.55 horas...

Al escuchar la retumbante frase del reo, el oficial se precipitó hacia el pie de la
stipe.
Y antes de que me olvide de ello, deseo precisar que, tal y como señala Juan en su Evangelio (único testigo de entre los cuatro escritores sagrados), no hubo grito, en el sentido literal de la palabra. Su voz se propagó estentórea, eso sí, y quizá por ello, con el paso de los años, las mujeres y el propio centurión pudieron confundir esta postrera manifestación del Maestro con un grito. Tal y como dice San Juan, Jesús no profirió semejante grito. Dicho esto, prosigamos.

Longino acercó de nuevo la tea al rostro del Nazareno. Tenía el ojo abierto y la pupila dilatada.

En la revisión de las filmaciones se pudo precisar cómo minutos antes de esta última pérdida de conciencia, la córnea del ojo se había vuelto opaca. Fue una lástima ¡que el ojo derecho se hallara cerrado. Muy probablemente, los analistas de Caballo de Troya habrían detectado el llamado signo de Larcher
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.

Externamente había cesado toda evidencia respiratoria. El Maestro, con la barbilla hundida sobre el esternón, permanecía con la boca entreabierta.

Me apresuré a dirigir los ultrasonidos sobre la región cardíaca. Caballo de Troya estimó que, a partir de las 14.54 horas -cuando el tableteo del corazón llevaba unos tres minutos, aproximadamente, con una frecuencia vertiginosa (que alcanzó su pico máximo en las ya mencionadas 169 pulsaciones-minuto)-, el pulso bajó en picado. El nódulo senoauricular (que late normalmente a razón de 72 veces por minuto) se colocó muy por debajo de los 60

impulsos y, en cuestión de segundos, todo el miocardio entró en una fibrilación ventricular. A los 30 segundos de arritmia, el Maestro cayó fulminado, aunque la parada cardíaca final no se produjo hasta dos minutos y medio después. Según estas apreciaciones, el fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente, del viernes, 7 de abril del año 30.

A pesar del gasto cardíaco, el riego sanguíneo que llegaba al cerebro fue insuficiente, provocando, entre otros efectos, el referido desmayo o pérdida de conciencia del que no habría retorno.

-Ha muerto...

El centurión pronunció aquellas dos palabras con una cierta piedad. Como si la desaparición de aquel ajusticiado hubiera representado algo para él... En realidad, como he dicho, la muerte clínica del Nazareno no se produciría hasta pocos segundos más tarde. Pero esto no podía saberlo Longino.

El Maestro no tardaría en entrar en la muerte biológica. Suspendido por los clavos de las muñecas, su vientre aparecía muy hinchado. El tórax había quedado hundido y los músculos pectorales -que no habían cesado de oscilar y convulsionarse- yacían rígidos, desmayados.

Entre las ramas y púas del casco se apreciaba ya, cada vez más marcado, un círculo violado alrededor de la deformada nariz. Las sienes, semiocultas por los cabellos, se hallaban hundidas y la oreja derecha, algo visible, se había retraído. La piel situada inmediatamente por encima de la barba se arrugó y el globo ocular se fue oscureciendo, como silo cubriera una especie de
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Esta «señal», que suele preceder a la muerte, bien conocida de los médicos, presenta generalmente en el ojo derecho una opacidad de la esclerótica algo más pálida que en la del izquierdo. Casi siempre se registra esta «mancha ocular» con cierta antelación en un ojo que en el otro.
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tela viscosa. Por las heridas de los clavos -especialmente en la del pie derecho- seguía manando sangre, aunque la coloración era ya mucho más rosada. (La volemia en el instante del fallecimiento había rebasado la barrera del 50 por 100. Es decir, el Cristo había derramado más de la mitad de su volumen sanguíneo.)

Justo en aquellos momentos se registró la relajación de sus esfínteres, que añadieron al ya tétrico aspecto de Jesús el fétido olor de unos excrementos casi líquidos y amarillentos que se deslizaron por las caras interiores de sus piernas.

Dudé a la hora de utilizar el circuito «tele-termográfico». Sin embargo, a pesar de mi aturdimiento, cumplí lo establecido por el proyecto. De aquel último y rápido examen pudo deducirse, por ejemplo, que la acumulación de sangre en las extremidades inferiores -a pesar de la ruptura de una de las arterias del pie derecho- había sido considerable. A los pocos segundos de la muerte, la temperatura de dichas extremidades inferiores como consecuencia de la sobrecarga sanguínea era de un grado centígrado por encima de lo normal.

Al chequear los tejidos superficiales se comprobó también que el agudo y decisivo proceso de tetanización había inutilizado las piernas y muslos del Nazareno a los 12 minutos de su elevación y enclavamiento en el árbol. Esto confirmaba mis impresiones sobre los titánicos esfuerzos que tuvo que desarrollar el rabí de Galilea cada vez que luchaba por una bocanada de aire. Al fallar los hipotéticos puntos de apoyo de los clavos de los pies, como dije, fue la musculatura superior (hombros, antebrazos y músculos intercostales) los que corrieron con el gasto energético. Pero estas fibras se verían bloqueadas también por la tetanización pocos minutos después: a los 18, los deltoides, vastos externos de los brazos y supinadores, palmares mayores, cubitales y ancóneos de los antebrazos. A los 20 minutos, aproximadamente, quedaron diezmados los grandes pectorales y la potente red muscular de la zona superior de la espalda: los trapecios. Esta casi «congelación» de la formidable musculatura del Galileo precipitó su muerte, bajo el signo principal y horrible de la asfixia. Entre la pléyade de déficits circulatorios, ventilatorios, renales y del sistema nervioso central que confluyeron y le empujaron hacia el fin, Caballo de Troya consideró siempre que la raíz y causa básica del óbito (si es que a esta muerte se le puede dar el calificativo de «natural>)) del Maestro fue la asfixia.

Hacia las 14.55 horas, el cerebro de Jesús ingresó en el coma «Depasé», con las trágicas consecuencias que ello significa...

Las áreas de las perforaciones de los carpos y pies arrojaron un color azul intenso, señal evidente del importante proceso inflamatorio que habían padecido y, consecuentemente, de una mayor temperatura.

Para cuando situé el láser en el ojo de Jesús, la dilatación de la pupila ofreció únicamente una mancha oscura, signo claro de una pérdida de visión. La temperatura de las estrechas zonas periféricas de la córnea, sin embargo, aún conservaban calor y fue posible registrar unos breves «anillos» azules. El cristalino, en definitiva, aparecía opacificado, y el iris asimétrico.

En realidad, poco más se podía hacer. El general Curtiss luchó para que los técnicos perfeccionasen el sistema de «resonancia magnética nuclear», que nos hubiera permitido rastrear los movimientos atómicos de algunas zonas claves del cerebro del Nazareno, pero los trabajos no llegaron a tiempo.

Tristemente, aquel Hombre, a quien yo había empezado a admirar y querer, había muerto. A pesar de todo mi entrenamiento, al despojarme de las «crótalos», me dejé caer sobre la dura superficie del Gólgota. La melancolía fue germinando en lo más intrincado de mi alma y sentí cómo parte de mí mismo se iba con aquel ser. Una melancolía sin horizontes que, lo sé, no se desprenderá de mi angustiado corazón hasta que la muerte cierre definitivamente mi pobre existencia. Mientras, como aquel día junto a las cruces, sigo llorando.

Ni Eliseo ni nadie del proyecto lo supo jamás. A partir de aquel fatídico momento de la muerte de Jesús, algo se hundió en lo más profundo de mi ser. Mis últimas horas en Palestina no tuvieron casi sentido. Cumplí con lo programado por Caballo de Troya, pero casi como un autómata. Y lo peor es que jamás pude rehacerme...

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