—Quizá... ocho días. O siete. ¿Por qué?
Pero Rakel se limitó a rodar sobre sí misma poniéndose de espaldas a él, y siguió llorando con sollozos ahogados hasta que acabó quedándose dormida.
Gaviota volvió a quedarse solo para recorrer el campamento sumido en el silencio, contemplar la luna y meditar en lo extrañas que eran las mujeres.
* * *
Después de haber puesto en forma a los soldados, el campamento y los seguidores del campamento, Rakel siguió adelante con sus planes. Unos guardias condujeron a todas las personas que había en el campamento delante de una falange de escribanos que anotaron su nombre y su trabajo. El nuevo censo proporcionó unos cuantos resultados asombrosos.
Para empezar, había cinco huérfanos medio salvajes en el campamento. Sin que nadie se enterase, aquellos niños cuya existencia era desconocida para todos se habían infiltrado en el ejército procedente de pueblos y aldeas, y habían formado su propio clan. Vivían mitad robando y mitad ayudando en las tareas imprescindibles: llevaban madera y agua de un lado a otro, cuidaban de las hogueras, y se ganaban un plato de comida aquí y una moneda allá. Rakel puso fin a eso. Los dos niños más pequeños fueron entregados a familias que los solicitaron. Dos más fueron asignados a las cuadrillas de las cocinas. A la mayor, que era la líder, una niña que todavía no tenía diez años y se llamaba Dela, se le asignó la misión de ayudar a Stiggur y su bestia mecánica.
Pues incluso la bestia mecánica tuvo que trabajar. El enorme y extraño animal de Stiggur había sido utilizado de vez en cuando para transportar suministros como si fuese una mula gigante. En esas ocasiones la bestia mecánica quedaba recubierta de calderos de hierro, redes llenas de cebollas, armas, arcones, bultos de ropa y colada a medio secar y demás parafernalia, lo que le daba el aspecto de un bazar gigante. Stiggur se enorgullecía de transportar toda esa carga, pues el artefacto nunca se resistía o reducía la velocidad. Pero a Rakel no le gustaba que lo hiciera. Declaró que la bestia era demasiado valiosa como máquina de guerra para servir de tendedero de la ropa, y los herreros y carpinteros fueron convocados para equiparla y modificarla. Tomando como modelo a un elefante de guerra, Rakel ordenó que se construyera una plataforma encima del cuello y la espalda de la bestia. La plataforma protegería al conductor de las flechas y permitiría transportar a media docena de arqueros. Stiggur, que rebosaba ideas, propuso instalar una ballesta gigante encima de la grupa de la bestia. El muchacho pensaba que, teniendo en cuenta todos los engranajes y poleas que había dentro del cuerpo de la bestia, resultaría bastante sencillo colocar un gancho y una tira, y luego añadir otra polea para tensar la pesada cuerda de la ballesta hasta dejarla tirante.
Rakel mejoró su idea, y asignó a Liko a la unidad de la bestia, como acabó siendo llamada. Si se construía una ballesta, el gigante podría tirar de la cuerda hasta dejarla tensa. Liko fue adiestrado para trabajar formando equipo con la bestia. Tendría que luchar junto a su lado derecho, con lo que protegería su brazo izquierdo sano y gozaría de la máxima libertad de movimientos posible para su garrote-brazo derecho. Stiggur y Liko se entrenaron obedientemente con un caballo de madera y un gigante con la cabeza más dura que la madera. Ambos eran tan torpes como árboles ambulantes, pero a Rakel no le importaba. Pensaba que la simple visión de un colosal caballo de madera y un gigante de dos cabezas bastaría para desintegrar cualquier formación de soldados. Liko también fue equipado con un blusón de cuero hecho con pieles de buey curtidas que fueron obtenidas sacrificando a los tres bueyes. Las pruebas demostraron que la mayor parte de las flechas que se disparasen contra él rebotarían en las pieles, con lo que posiblemente éstas le salvarían la vida.
Rakel se dedicó a recorrer el campamento e inspeccionó otros grupos. Algunos funcionaban tan bien que Rakel se limitó a pasar revista y dar su aprobación. Los curanderos samitas vestidos con sus túnicas azules y sus sombreros blancos que trabajaban bajo la supervisión de Amma conocían muy bien su oficio, y eran capaces de enfrentarse a cualquier herida o desastre mediante una combinación de afable atención, hierbas, conocimiento, magia y plegaria. Amma le explicó que eran sanadores itinerantes, y que se habían unido al ejército porque estaban de acuerdo con su misión.
Lo mismo podía decirse de los cartógrafos y bibliotecarios, un grupo a cuyo frente estaba una joven de aspecto siempre serio llamada Kamee. Invitados por Gaviota, y bajo la protección del ejército, solían estar ausentes durante días, explorando, investigando ruinas, cavernas y torres, dibujando mapas, entrevistando a pastores y aparceros, y recogiendo detalles de la geografía y las tradiciones populares de cada tierra. Por lo que se sabía de su trabajo, estaban creando los primeros mapas e historias de aquel continente que nunca las había tenido, y buscaban pistas que condujeran a los hogares perdidos de tantos miembros del ejército.
Pero en aquel momento los bibliotecarios se habían ido con Mangas Verdes, y estaban recopilando docenas de cuentos y relatos populares junto con Tybalt y sus estudiantes de magia. Rakel los asignó mentalmente a Mangas Verdes y se olvidó de ellos.
Los cocineros, que se hallaban bajo el control directo del furriel, prosperaron gracias a la ayuda extra que se les había asignado y las considerables mejoras introducidas en los sistemas de caza y recogida de provisiones. Rakel se limitó a insistir en que las hogueras, el descuartizamiento de los animales y la preparación de la comida siempre debían llevarse a cabo de una manera limpia y ordenada.
Todo el mundo trabajaba, cargaba con un arma o contribuía de alguna manera, y finalmente Rakel pudo ocuparse de las heces del ejército. Su censo había revelado la existencia de un viejo que era una auténtica esponja y que siempre estaba borracho gracias al licor que compraba o mendigaba. Después de ser atado a un árbol y duchado con varios cubos de agua, el viejo se negó a mantenerse sobrio, por lo que acabó siendo conducido ante la anciana Chaney, quien usó un conjuro para enviarle a una ciudad lejana donde el vino era muy popular. El único derviche muroniano superviviente fue inmovilizado y calmado durante el tiempo suficiente para que se enterase de que su «ocupación» —pregonar a voz en grito el fin del mundo, condenando a los pecadores, lamentando su falta de fe y prometiendo que el ejército perecería en el horror y el holocausto— no tenía cabida en el nuevo esquema. Se le advirtió de que debía encontrar un trabajo o, de lo contrario, esperar la llegada de los cataclismos finales en otro lugar. El derviche acabó accediendo a recoger ramas en el bosque mientras murmuraba sombrías predicciones.
El destino de Sorbehuevos, el trasgo verdigris que vivía del robo y el latrocinio, tuvo que esperar al final de la reorganización debido a su gran habilidad para esconderse y desaparecer. Rakel quería que Chaney lo enviara a otro plano, pero esta vez Gaviota intercedió afirmando que Sorbehuevos era su «mascota de la buena suerte». Había estado con ellos desde aquella primera incursión contra Risco Blanco, era el único superviviente de su clan y merecía una oportunidad de buscar su tierra natal. Rakel se dejó convencer y «asignó» a Sorbehuevos a los exploradores, lo cual significaba que el trasgo se pasaba todo el día rondando por el bosque, saqueando nidos de pájaros y hormigueros. De noche dormía sobre la cola de la bestia mecánica, instalado en un nido que él mismo había construido.
Los únicos que sufrieron fueron los perros del campamento. Rakel expuso sus argumentos: los perros mordían a los niños, robaban comida de la cocina, se cagaban por todas partes y mantenían despierta a la gente con sus peleas nocturnas. Nadie podía adiestrarlos como perros de guerra, por lo que sólo daban problemas. Todos quedaron bastante atónitos y escandalizados cuando Rakel ordenó que fueran reunidos, sacrificados y guisados, pero la lección quedó muy clara: si quería seguir con el ejército, todo el mundo tenía que contribuir de alguna manera.
La lección fue reforzada todavía más el día en que Rakel ordenó que todas las personas del campamento —absolutamente todas— debían colocar sus posesiones encima de sus capas para que fuesen inspeccionadas. Implacable, Rakel ordenó que se encendiera una gran hoguera y después fue examinando los bienes de todo el mundo y arrojó a las llamas cualquier cosa que supusiera un «exceso de equipaje». Ropas hechas harapos, mantas llenas de desgarrones, herramientas sobrantes, botas gastadas, cachivaches e incluso la muñeca de una niña (que tenía dos) fueron quemadas. Rakel anunció que aquel ejército se movería más deprisa si no tenía que transportar consigo ninguna carga extra.
Gaviota la fue siguiendo de un lado a otro durante toda aquella reorganización y la contempló con un respetuoso asombro. El leñador también hizo su parte del trabajo: aplacó las vanidades heridas, dispensó consejos, eliminó tensiones y tomó decisiones cuando Rakel estaba ocupada. Incluso pidió disculpas a los centinelas a los que había acusado de estar durmiendo durante sus turnos de guardia cuando Mangas Verdes desapareció. Rakel le dijo que había hecho muy bien: un general debía ser una figura paterna con algunos defectos humanos, mientras que el comandante podía ser la máquina arrolladora sin sangre en las venas que aplastaba a los soldados contra la piedra de amolar para endurecerlos y sacarles brillo.
Pero lo que más asombraba a Gaviota era su nueva libertad. Sin todos esos pequeños e irritantes detalles para que le robaran los días y turbaran sus sueños, por fin tenía tiempo para pensar en su gran misión. Podría planear sus próximos movimientos, fueran cuales fuesen, en cuanto hubiera hablado con Mangas Verdes, Rakel y Chaney.
Y con Lirio.
Gaviota se encontró con toda una multitud congregada en la hondonada de Chaney delante de la colina. Además de su hermana, Lirio y la druida, todos los bibliotecarios estaban allí. Había cuatro, encabezados por Kamee, una mujer de rasgos severos en cuya cabellera rubia brillaban hebras de plata. Todos los bibliotecarios llevaban prendas muy parecidas, sencillas chaquetas de discretos colores oscuros provistas de muchos bolsillos para guardar plumas, tinteros, rollos de pergamino y papel hecho de corteza de árboles, y faldas holgadas o pantalones. Sus dedos eran delicados y fuertes, y estaban llenos de manchas de tinta.
Mangas Verdes saludó a su hermano con un abrazo, y Gaviota se sorprendió al enterarse de que había pasado días a no más de un kilómetro de distancia.
También se fijó en otra novedad. Mangas Verdes siempre había llevado el mismo harapiento chal verde que su madre había tejido para ella cuando cumplió doce años. Pero el chal había pasado a estar adornado por un sinfín de diminutos objetos de todas las formas y tamaños posibles. Gaviota reconoció unos cuantos: una Conchita marina, un trocito de hongo seco, una semilla de pino, un zarcillo de viña, unos pelitos grises de la cola de un caballo, una hilacha de barbas de maíz, una telaraña... Había otras cosas que le hicieron preguntarse cómo las habría obtenido Mangas Verdes, entre ellas un diente de oso, una garra de león, un alfiler que tenía forma de daga, una perla y una gema azul verdosa.
—¿Qué es...? —preguntó el leñador mientras levantaba una punta de la maltrecha prenda.
—Oh. —Mangas Verdes meneó sus despeinados rizos castaños y contempló sus hombros—. Esto es mi catálogo.
—Tu cata...
—Mi grimorio, mi libro de magia. Chaney dice que al principio todos los hechiceros necesitan uno. ¿Te acuerdas de que Liante siempre llevaba encima un librito unido a su cinturón con una cadena, y de que Dacian, la hechicera marrón, llevaba una bolsita en el hombro? Bueno, estas cosas me ayudan a recordar mi catálogo de animales y hechizos. Verás, esto es un hongo para el fungosaurio. Y este alfiler...
Mangas Verdes se calló y siguió la dirección de la mirada de su hermano.
Lirio acababa de entrar en el bosque invernal, y venía sola.
Mangas Verdes llevó a su hermano hasta la multitud. Chaney seguía en la roca donde tomaba el sol, pero había pasado a compartirla con el cerebro verde, que aquel día parecía un cruce entre caja y tortuga. Inmóviles a su alrededor estaban los cuatro bibliotecarios, consultándose en susurros, escuchando y anotando a toda prisa el interminable chorro de parloteo que brotaba del artefacto viviente.
—¿Cómo podéis aguantar el escuchar a esa cosa? —preguntó Gaviota—. Yo me volvería loco.
—Todos enloqueceríamos —admitió Mangas Verdes—. Nos turnamos, y luego nos vamos un rato para comentar y analizar lo que hemos escuchado. Después formamos preguntas para averiguar si podemos guiarlo hacia un tema determinado, pero resulta muy difícil. Tiene la mente de un loro. Puede decirte lo que ha visto y oído, pero no puede decirte lo que significa. Creemos...
Gaviota alzó una mano de dos dedos para interrumpirla.
—¿Todavía no le habéis sacado algo que tenga un poco de sentido y que podamos utilizar?
Mangas Verdes se mordió el labio inferior.
—Bueno... Una parte de su poder consiste en cambiar de forma, quizá para que alguien pudiera esconderlo. Llevaba tanto tiempo metido dentro de una caja de piedra que adoptó esa forma. ¿Te acuerdas de que la caja parecía estar recubierta de bandas y hebillas? Chaney piensa que hubo un tiempo en el que estaba rodeada de tiras y correas. Y también tiene una cierta idea de cuál es su público, porque se niega a hacer nada para algunos hechiceros. Permaneció cerrada para Liante, y se convirtió en un fantasma intangible para que Karli no pudiera llevársela. Pero ¿eso se debe a que le caemos bien? Hemos averiguado que los Sabios de Lat-Nam se enfrentaron entre ellos para decidir quién debía poseerla. En un momento dado alguien la robó y huyó al desierto, y los buitres acabaron comiéndoselo. Pero no sabemos quién era esa persona. Al final creemos que el cónclave de los Sabios metió a esa cosa dentro de la caja rosada y la envió a los cielos.
—¿Qué? ¿Cómo?
—No lo sabemos. Dice que dentro de la caja no había luz, pero que fue más allá del cielo. Nunca había pensado que el cielo tuviera un techo, pero debe de tenerlo. Se encontró entre las estrellas, donde hace mucho frío, o quizá no es que haga frío, sino que... Bueno, tal vez sencillamente está vacío.
Mangas Verdes se encogió de hombros.
—Pero ¿cómo se usa para controlar a otros hechiceros? ¿Te limitas a apuntarla hacia ellos y decir «Te ordeno que hagas tal cosa y tal otra», o haces que se convierta en cadenas y que aprisione a alguien?