Loreto abrió la puerta de su casa. No tuvo que llamar. Su madre apareció al momento, saliendo de la sala.
—¿Cómo está Luciana?
—Quiere vivir —dijo suavemente ella.
—Pero… —la mujer pareció no entender el significado de sus palabras.
—Mamá.
La abrazó, con fuerza, a pesar de su debilidad. Detrás de las dos apareció su padre. Tampoco él pareció entender qué sucedía.
—Loreto, ¿qué te pasa? —quiso saber su madre.
—Estoy enferma, mamá, pero quiero curarme.
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Los psiquiatras se lo habían dicho decenas de veces: todo terminaba con la aceptación de la enfermedad por su parte. Ése era el primer paso.
—Loreto…
—Yo también quiero vivir —suspiró su hija—. Ayudadme, por favor.
Continuaban abrazadas, así que la mujer no pudo ver su cara, inundada de dolorosa pero firme paz. Su padre en cambio sí la vio. Él las abrazó a las dos.
Entonces Loreto cerró los ojos, y su mente volvió junto a Luciana.
Libre.
Su voz seguía allí.
Eloy era el que más cerca estaba de él, pero pese a todo, la distancia no disminuía, y cuanto más ansiaba cogerle, más sentía el peso de todas sus emociones lastrándole.
Era un buen corredor, y sin embargo…
El camello alcanzó la zona del aparcamiento. Empezó a poner obstáculos entre él y ellos.
—¡Vamos, Eloy, vamos! —oyó la voz de Máximo a su lado.
Máximo veía correr al camello delante de él, pero también le oía.
Su voz, la pasada noche.
—Toma, chico: con esto, Disneylandia.
—Prefiero algo un poco más emocionante.
—Lo que tú quieras, hombre. Todo está en tu mente. Disfruta.
—¿Por dos mil pelas?
—La llave del Paraíso no siempre tiene por qué costar demasiado.
La llave del Paraíso.
Cuando Eloy hubiera conseguido aquella pastilla, ¡con qué gusto le rompería el alma a aquel hijo de mala madre!
Si lo cogían.
El camello daba la impresión de volar por entre los coches.
A Santi le dolía el brazo, contusionado por la caída, pero trataba de no perder la estela de la persecución. Había sido un idiota. Dejarse sorprender de aquella forma…
Miró hacia atrás. Cinta era la última, pero no podía esperarla.
—¡Corre! ¡Corre! —le dijo ella.
Corrió.
Estaban solos en el mundo.
Muy solos.
Cinta sabía que no tenía la menor posibilidad. Nunca había sido buena en eso de moverse rápido. Pero confiaba en ellos, en los tres, sobre todo en la rabia de Eloy.
A los veinte metros se habría rendido, de no ser por Luciana.
Era por ella.
La última oportunidad.
Por ella y para liberarse a sí mismos.
Mariano Zapata colgó el teléfono y se quedó unos segundos en suspenso.
Pensó en aquella pobre chica.
¿Habría preferido que le dijeran que estaba bien, que había salido del coma?
¿Corazón de oro?
Bien, ya no importaba. Tenía su gran exclusiva, y su portada.
Si las cosas eran así, así es como eran.
Y punto. —¡Adelante! —ordenó—. ¡Todo sigue igual!
Después concluyó su trabajo echándose para atrás en su silla, con los brazos debajo de la nuca, y cerró los ojos mucho más tranquilo.
Los ojos.
Quiero abrirlos.
Y no puedo.
Siento una voz, en alguna parte, pero no la distingo, ni sé lo que me está diciendo. Es como la suma de muchas voces, de muchos sentimientos. Me llaman, me llaman.
Sigo intentándolo.
A un paso de la rendición, de decir adiós, pero sigo, sigo intentándolo.
Necesito tan sólo hacer el último movimiento.
Parece tan fácil…
Eloy se sorprendió al ver cómo el camello, de pronto, parecía detenerse en una fracción de segundo, justo para cambiar el rumbo, casi de forma fulminante, saliendo de estampida hacia la izquierda.
A su derecha vio a dos hombres, también corriendo hacia el fugitivo.
—¡Alto, Mosca! —gritó uno de ellos.
—¡Quieto! —ordenó el otro.
No tenía ni idea de quiénes eran, pero desde luego iban tras su perseguido igualmente. No perdió tiempo en dudas o vacilaciones. La ventaja se decantaba de su lado.
—¡Es la policía! —oyó gritar a Máximo—. ¡Ya es nuestro!
Corrían codo con codo, a la par. Máximo se desvió un poco, para sortear un automóvil. Eloy no. De un salto se subió a su capó, y de él pasó a otro vehículo, como si acabase de encontrar un atajo aéreo.
—¡Mosca, maldita sea! —volvió a oírse la voz de uno de los policías.
Eloy saltó a un tercer coche.
El camello ya no estaba a más de diez metros.
Aunque iba a salir de entre los vehículos aparcados, para volver a correr en línea recta.
Hizo un último esfuerzo. Ahora él iba en cabeza. Un último esfuerzo por Luciana, por su vida.
El amor, tanto como el odio, pusieron las definitivas alas a sus pies.
Su perseguido giró la cabeza, como si percibiera su aliento.
Y entonces…
El camello resbaló, pisó algo, o fue su propia velocidad. Fuere como fuere sus piernas salieron disparadas hacia arriba, mientras el resto de su cuerpo se le quedaba atrás. Manoteó en el aire, sorprendido, un breve instante.
Después cayó al suelo, de nuca.
El grito de victoria de Eloy se confundió con el sordo ruido del cráneo humano astillándose, lo mismo que una cáscara de huevo vacía. Fue audible desde la distancia.
El camello rebotó junto a una acera.
Llevaba algo en la mano.
Un paquete pequeño que a duras penas, y más por instinto, consiguió echar por el agujero de la alcantarilla que quedaba allí, a su alcance, antes de quedarse definitivamente quieto.
—¡No! —aulló Eloy comprendiendo de qué se trataba.
Fue el primero en llegar, pero no se ocupó del caído, ni de la mancha de sangre que iba formándose bajo su cabeza. Se abalanzó sobre el agujero de la alcantarilla, como si quisiera meterse por él.
El ruido del agua corriendo por abajo le golpeó los sentidos como si fuera un puñetazo en la conciencia.
—No… —volvió a decir envolviendo su expresión en un gemido de desaliento.
Máximo se arrodilló al lado del camello.
Santi llegaba ya, lo mismo que los dos hombres por el otro lado. Cinta aún estaba lejos.
—Está… muerto —dijo Máximo.
Eloy se incorporó, pero sólo para quedar sentado en el bordillo.
Desde allí miró el cadáver con su odio final. No tenía que registrarle para saber que ya no llevaba ninguna pastilla encima.
Mis peones acosan. El fin está cerca. Jaque.
Una jugada más y…
Jaque mate.
Quiero vivir.
Vicente Espinós y Lorenzo Roca llegaron junto al cuerpo de Poli García jadeando, más el primero que el segundo. Fue este último el que se inclinó sobre el cadáver para ponerle los dedos índice y medio de su mano derecha en el cuello.
—Muerto —dijo rotundo.
El inspector miró directamente a los tres muchachos. Cinta se acercaba ya más despacio, muy lentamente, con los ojos muy abiertos ante la escena.
También Máximo miró al policía.
—Nosotros… —intentó decir.
—Ya no importa —le detuvo Espinós—. Tranquilos.
Lorenzo Roca registraba al camello. De uno de los bolsillos de la chaqueta sacó un montón de dinero. Del otro un simple papel, el ticket de una consumición cualquiera en un bar cualquiera.
—No lleva pastillas, jefe —dijo Roca—. Está limpio.
—Las arrojó a la alcantarilla —dijo Eloy en un hilo de voz—. Fue lo último que hizo antes de morir.
La sangre, buscando cauces en el suelo por los que fluir, también se dirigía ya con espesa paciencia hacia la misma alcantarilla.
Cinta llegó al lado de Santi. Se le colgó del brazo tan agotada como asustada.
Vicente Espinós cogió el dinero que llevaba encima el Mosca. Lorenzo Roca se quedó con el pequeño
ticket
blanco en la mano.
—Bar Restaurante La Perla —leyó en voz alta.
Su superior le miró inquisitivamente.
—¿De cuándo es ese
ticket
? —preguntó.
—Lleva fecha de hoy.
Espinós arqueó las cejas.
—Hace tiempo que sabemos que es la tapadera de Alex Castro y su gente, pero nunca le hemos pillado nada —comentó—. Hasta hoy.
—¿Cree que habrá suerte? —preguntó Roca.
El inspector de policía asintió con la cabeza un par de veces, pensativo. Empezó a sonreír.
—Sí, creo que sí —dijo.
Las «lunas» eran nuevas, tenían que estar en alguna parte. Tal vez…
Se arremolinaba gente en torno a ellos. Incluso se escuchó una sirena policial.
—Llama al departamento, Roca —se puso en marcha Vicente Espinós—. Vamos a por Castro.
—Sí, jefe.
—Y vosotros iros a casa, ¿de acuerdo? —les ordenó a ellos.
Eloy, Máximo, Cinta y Santi le obedecieron.
—Señor… —trató de hablar Eloy.
—Sé lo que buscabais y por qué, chicos. No os preocupéis. Ahora marchaos.
No dieron más allá de una docena de pasos. Los suficientes para salir del círculo de los curiosos, que miraban hechizados el cuerpo roto del camello.
Sentían su derrota, aunque no los cuatro.
Los ojos de Cinta brillaban.
Pero ya no por miedo o a causa del impacto por lo sucedido.
—¿Qué hacemos? —rompió el silencio Máximo.
—Yo voy al hospital —dijo Eloy.
Ya no necesitaba correr, ni huir de nada, ni perseguir ninguna utopía. Sólo volver.
—Vamos todos —dijo Cinta.
Notaron su tono, y, al mirarla, se dieron cuenta de su sonrisa de esperanza. No la entendieron, hasta que ella extendió su mano derecha, abierta, mostrándoles algo.
—Debió de caérsele al correr —fue su único comentario.
En la palma de la mano había una pastilla blanca, con una media luna en relieve impresa en su superficie.
Al salir del túnel, a medida que se reencontraba con el dolor, pero también con la luz, Luciana abrió los ojos.
Una vez.
Parpadeó.
Dos veces.
Se encontró con su hermana Norma, que la miraba de cerca, boquiabierta.
Luciana esbozó una tímida sonrisa.
Y la acentuó ante la reacción impulsiva y excitada de Norma.
—¡Papá! ¡Mamá!
Cerró los ojos por última vez, sólo para ver cómo la reina negra se alejaba vencida por un recodo del camino llevándose a su derrotado rey, y convencerse a sí misma de que había vuelto. Y de que había ganado. Después los abrió, dispuesta a mantenerlos así.
Vio a sus padres y a su hermana, rodeándola.
Estaba viva.
«Toda esa gente solitaria,
¿de dónde ha salido?
Toda esa gente solitaria,
¿adónde pertenece?»
Paul McCartney,
Eleanor Rigby
En noviembre de 1995 una muchacha británica de dieciocho años, Leah Betts, murió después de cinco días de permanecer en coma por haber tomado una pastilla de éxtasis el día de su cumpleaños. Sus padres autorizaron a que la dramática fotografía de su hija en coma fuera publicada por la prensa, y sirviera de aviso a todos aquellos que cada fin de semana tomaban pastillas. La imagen de Leah dio la vuelta al mundo. Sus padres donaron posteriormente los órganos de su hija muerta; el hígado de Leah fue trasplantado a una muchacha española.
Cada año mueren en el mundo decenas de adolescentes por el consumo de las llamadas «drogas de diseño», aparente y falsamente inofensivas. Muchos más sufren comas, alteraciones de personalidad, locuras, esquizofrenias, depresiones y un sinnúmero de enfermedades psíquicas y físicas. Y es sólo el comienzo. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasará dentro de unos años, cuando los adictos de hoy lleguen a sus puntos críticos y los del mañana sigan alimentando sus cuerpos con las nuevas químicas.
Quiero agradecer la ayuda prestada para la elaboración de este libro a Jaume Comas, Enrique y Laia Esteva, la Generalitat de Catalunya a través de la Conselleria de Sanitat, los archivos de
El Periódico
y
La Vanguardia,
así como a todos los que, de una forma u otra, han aportado sus testimonios al respecto, algunos de ellos actuales «pastilleros» sin remedio, y otros en fase de recuperación de sus adicciones.
Otra muchacha, Helen Cousins, que logró despertar después de dos meses en coma, dijo una frase que resume toda esta historia: «No bailéis con la muerte».
Este libro fue escrito en Isla Margarita (Venezuela) y Vallirana (Barcelona), entre los meses de mayo y junio de 1996.