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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (13 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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Una lágrima se deslizó por la mejilla de Maya. Paul se acercó a ella y, sin mediar palabra, la estrechó contra su pecho. Fue un abrazo largo, pausado e intenso. Maya sintió que se había quitado un peso enorme de encima, una carga que la había lastrado en los últimos quince años, impidiéndola ser feliz. La mujer lloró apretada contra el hombro de Paul, dejando que sus lágrimas se fundiesen con la lluvia.

—Lo entiendo, Maya. Lo he entendido todos estos años y lo he respetado —dijo Paul con voz serena.

—Lo siento, Paul. Lo siento tanto que no sé cómo pedirte que me perdones.

—No hay nada que perdonar.

Maya no supo qué decir. Era increíble lo que Paul había hecho y esperado por ella, y ahora… decía que la comprendía.

—Vamos, nos estamos empapando —dijo Paul.

Paul le pasó el brazo por encima y recorrieron el trecho que les separaba de casa de Trudy. La pareja se refugió en el portal del edificio. Estuvieron abrazados en la penumbra varios minutos, sin apenas moverse y sin decir ni una palabra. Maya sentía el latido constante del corazón de Paul a través de la ropa. Después de contarle todo, se sentía parcialmente liberada, pero aún había algo que la mantenía en tensión. Necesitaba saber la respuesta a una pregunta que se hacía cada día, algo que la mantenía en vilo y le creaba una gran incertidumbre.

—Paul, hay algo que quiero preguntarte —dijo Maya.

—Adelante.

—Me mandaste catorce cartas durante catorce años seguidos.

Paul asintió, conforme.

—Entonces, ¿por qué no me escribiste este año?

Capítulo 13

Maya paseaba lentamente por la Cuarta Avenida, silbando una canción pegadiza que había escuchado por la radio, mientras contemplaba los escaparates de las tiendas de ropa. Se dirigía al Bianca a tomar una copa con sus amigas. Llevaban unos días sin verse y estaba deseosa de contarles el plan que le rondaba últimamente por la cabeza.

Habían pasado dos meses desde el día en el que Maya le preguntó a Paul el motivo por el que no le había escrito una carta ese año, y aún no había obtenido ninguna respuesta. Aquella noche, Paul evitó responder directamente y desvió la conversación con suavidad. Maya no quería presionarle, no se sentía con derecho a hacerlo, pero no podía evitar sentirse inquieta. Cada vez que se acercaban a ese asunto, aunque fuese de refilón, Paul se mostraba reacio y Maya percibía su incomodidad como si fuese un duro caparazón.

Tampoco podía quejarse de cómo habían ido las cosas. Después de aquella cita en la que Paul rehusó elegantemente subir a tomar una copa, vinieron otras citas. Al principio solo quedaban para cenar e ir al cine y todos los esfuerzos de Maya por llegar a algo más fueron en balde. Muchas veces, a Paul le llamaban al busca por motivos de trabajo y tenía que abandonar precipitadamente la cita, lo que resultaba frustrante. Pero la relación entre ellos se iba consolidando y Maya notaba cómo Paul se iba abriendo cada vez más y se acercaba más a ella.

Hasta que un día sucedió lo que Maya tanto había esperado. En realidad la cogió por sorpresa. Una tarde habían salido a cenar con unos amigos a un restaurante griego en Brooklyn. La comida había sido excelente, y el vino, un poco fuerte, se les había subido a la cabeza. Como todas las noches, Maya esperó que Paul la acompañase a casa y se despidiesen con un simple beso en la mejilla. Pero aquella vez y sin previo aviso, él la sujetó por la cintura, la miró fijamente a los ojos y la besó intensamente bajo el portal.

Maya no pudo describir bien a sus amigas lo que experimentó cuando sintió los labios de Paul sobre los suyos, cuando notó su lengua buscándola con pasión. Solo sabía que su cuerpo dejó de pertenecerla por unas horas. Subieron al piso de Trudy e hicieron el amor con fogosidad, como si no fuese a existir un mañana. Maya no supo cuánto tiempo estuvieron sus cuerpos enlazados entre las sábanas, pero al día siguiente se sentía completamente plena, feliz.

Y así fueron sucediéndose los días. Maya habló con su madre poco después y decidió no irse a vivir a su antigua casa, lo que le costó una pequeña discusión con ella. En su lugar, alquiló un pequeño y bonito apartamento en el East Village, muy cerca del lugar en el que ella y Paul tuvieron su primer hogar. El trabajo en el bufete iba de maravilla. Había ganado el caso de su mejor cliente, el señor Sharpe, e incluso había trabado cierta amistad con aquel viejo maleducado. Su jefe estaba encantado con ella y la mimaba considerablemente. Además, por primera vez en mucho tiempo, el eje principal de su vida había dejado de ser el trabajo. Así que se podía decir que todo marchaba viento en popa, casi podía rozar la felicidad.

Al llegar al Bianca, sus tres amigas ya estaban sentadas en su mesa de siempre. Trudy estaba contándoles algo al resto sin parar de gesticular. Ania parecía muy divertida con la anécdota y Beth no paraba de sonreír, aunque Maya detectó un rastro de inquietud en sus ojos, como si estuviese preocupada.

—Hola, chicas —saludó Maya.

—¡Mirad quién ha venido! Al final la princesa prometida ha logrado encontrar un hueco en su apretada agenda y les ha concedido audiencia a sus súbditas —dijo Trudy.

Maya se mordió la lengua. Sabía que Trudy tenía algo de razón. Desde que había comenzado su relación con Paul, había visto menos a las chicas, aunque había hablado con ellas por teléfono a menudo.

—No empieces, Tru —dijo Beth echándole un cable—. Seguro que cuando tú le eches el lazo definitivamente a tu presa no nos harás ni caso.

—Si es que lo consigues —dijo Ania sonriente—. Parece que este te está costando mucho más de la cuenta.

Trudy torció el gesto.

—Es un pez escurridizo, no lo niego —dijo Trudy—. Pero así disfrutaré mucho más cuando le tenga boqueando en mi barca. Hoy he quedado con él y le tengo preparado algo muy especial —dijo con una sonrisa pícara.

—¿De quién habláis? —preguntó Maya.

—¡De quién va a ser! De tu amigo John Walls —contestó Ania—. Desde que Trudy le conoció en la fiesta de disfraces no ha parado de intentar echarle el lazo.

—Vaya —dijo Maya—. Pensé que ya te lo habías tirado y que te habías olvidado de él.

Pocos días después de la fiesta, Trudy le contó que había salido a cenar con John y que después habían pasado la noche juntos en el hotel. Habitualmente Trudy no solía volver a quedar con un hombre, salvo que le hubiese gustado de veras.

Trudy hizo un mohín y tomó un sorbo de su copa. El brillo risueño de sus ojos pareció apagarse unos segundos.

—Me siento rara admitiéndolo, chicas —dijo Trudy finalmente—, pero no sé qué me está pasando con ese tío. Desde que le conocí en la fiesta, no he parado de pensar en él, pero no como lo hago habitualmente con otros hombres. Quiero decir, al principio, solo quería tirármelo, al fin y al cabo, está bastante bueno.

Ania asintió.

—Pero después de pasar más tiempo con él, no sé, siento que tal vez pudiese haber algo… ¡Joder!, serán tonterías mías. Es un buen polvo, nada más.

—No son tonterías —dijo Beth, crispada—. Admítelo de una vez, Trudy, ese hombre te gusta de verdad. No tienes por qué hacer de esto otra historia de usar y tirar.

Maya observó atentamente a Beth. Su reacción había sido demasiado exagerada. Todas sabían cómo era Trudy con los hombres, no tenía ningún interés en comprometerse con ellos, simplemente quería divertirse y disfrutar de su libertad. Pero eso era algo que Beth también hacía a su manera. Aunque tenía una pareja estable, ambos eran libres para hacer lo que quisiesen mientras no estuviesen juntos. Maya intuía que su amiga no estaba pasando por un buen momento. Más tarde, cuando pudiesen charlar a solas, le preguntaría al respecto.

—Basta de hablar de mí. Ya os sabéis mi vida de memoria —dijo Trudy desviando la conversación—. Interroguemos a la princesita feliz. Hace mucho que no sabemos nada de sus andanzas.

—Eso. Cuéntanos, Maya. ¿Cómo van las cosas con Paul? —dijo Ania.

Sus tres amigas la miraron con mucho interés y Maya no pudo evitar sonrojarse ligeramente antes de contestar.

—Vamos allá —dijo Maya con una sonrisita tonta—. Me siento como una jovencita de veinte años con su primer novio. Cada vez que me llama, me pongo un poco nerviosa. Cuando le mando un mensaje, no paro de mirar el móvil hasta que me llega su respuesta. Y siempre que voy a quedar con él me paso horas delante del espejo y me cambio cuatro veces de ropa hasta que doy con lo que busco.

—Eso es maravilloso —dijo Ania.

—Tengo la ilusión de la novedad de una nueva relación, como cuando comienzas a salir con alguien, pero a la vez sé que Paul y yo estamos destinados a estar juntos. Y esa mezcla de sensaciones me hace estar en una nube —dijo Maya.

Sus amigas le sonrieron, aunque Maya volvió a detectar un halo de tristeza en Beth.

—Además nos lo pasamos muy bien juntos —continuó—. Da igual lo que hagamos, salir a cenar, ir al cine, o simplemente dar un paseo, no paramos de reírnos y besarnos.

—Vale, vale. Para ya con el dulce, que nos vas a empalagar —dijo Trudy—. Vamos a lo importante. ¿Qué tal funciona en la cama?

—Parece como si Paul se hubiese quedado en la veintena. Casi todas las mañanas tengo unas agujetas terribles.

—Mierda, tenía que habértelo robado cuando tuve la oportunidad —dijo Trudy entre risas.

—¿Y os veis todos los días? —preguntó Ania.

Beth seguía la conversación, pero apenas participaba en ella.

—Paul tiene mucho trabajo en el hospital, pero nos vemos casi todos los días —contestó Maya.

—Debe ser maravilloso despertarse con el hombre al que amas cada mañana —dijo Ania.

Una sombra se deslizó fugazmente por el rostro de Maya.

—Bueno, en realidad, eso no es así exactamente —dijo Maya.

—¿A qué te refieres?

—Veréis, es algo que me tiene un poco desconcertada. Desde que estamos otra vez juntos, Paul no se ha quedado nunca a dormir conmigo. Es decir, vamos a mi casa, hacemos el amor y nos quedamos tendidos en la cama abrazados —explicó Maya—. Hasta ahí, genial. Pero antes o después, Paul acaba por vestirse y se va su casa.

—Joder, ¿no se ha quedado a dormir ni una sola noche? —preguntó Trudy.

—Ni una.

—¿Y tú nunca te has quedado a dormir en su casa? —dijo Beth.

—Nunca hemos ido a su casa. Es decir, hemos subido alguna vez a recoger algo, pero siempre hemos acabado yendo a la mía.

—¿Por qué hará algo así? —dijo Ania.

—No lo sé. Siempre que le pregunto me sale con la misma respuesta. Tiene que trabajar muy temprano y como vive muy cerca del hospital prefiere marcharse a su casa y ducharse y cambiarse allí.

—¿Y tú crees que es una excusa para no quedarse a dormir contigo? —preguntó Beth.

—No lo sé —contestó Maya con sinceridad—. Además hay algo más que me preocupa.

—¿De qué se trata? —preguntó Ania.

—Antes os he dicho que nos compenetramos muy bien y que nos reímos mucho cuando estamos juntos. Pero… pero a veces, Paul se sume en un estado de tristeza extraña y repentina. Es como si de pronto perdiese las ganas por todo y entonces casi parece otra persona. Deja de hacer bromas, apenas habla, y al poco tiempo se marcha a su casa con cualquier excusa.

—¿Y no sabes de qué puede tratarse? ¿No tienes ninguna pista? —preguntó Beth.

—No lo sé muy bien. A veces le sucede cuando recibe un mensaje en su móvil o después de que alguien del hospital le llame por teléfono. Pero no siempre es así. Otras veces le pasa sin más, de repente, y no se lo puedo achacar a nada concreto.

—El trabajo de Paul no es nada fácil —dijo Beth—. Es oncólogo y tiene que ver a menudo cómo mueren muchos de sus pacientes, Maya. Si su comportamiento extraño aparece después de recibir una llamada del hospital, tal vez estén relacionados, ¿no crees?

—No lo sé. Al principio lo pensé y tal vez sea ese el motivo. Pero después me puse a recordar cómo era Paul hace unos años, cuando éramos novios, y no pude recordar ni una sola vez en la que le viese comportarse así. En aquel entonces él ya trabajaba en el hospital y convivía con la muerte de sus pacientes. Sé que era duro para él cuando perdía a alguien, pero no mostraba esa actitud.

—Puede que haya cambiado con los años —sugirió Beth.

Maya se encogió de hombros.

—Tal vez, pero…

—A mí tampoco me convence mucho la teoría de Beth —terció Trudy—. Antes has dicho que entraba en modo rarito después de recibir un mensaje, ¿no? Bien, ¿le has mirado el móvil?

—¡No! —se apresuró a contestar Maya.

—Pues deberías hacerlo, cariño —dijo Trudy—. Sabes muy poco de Paul, tú misma te has quejado muchas veces de que es muy reservado con sus cosas y que nunca habla de su vida privada. Paul no deja de ser un hombre y todas sabemos lo que eso significa.

—¿Estás diciendo que Paul me oculta algo? —dijo Maya.

—Seré muy clara. Estoy diciendo que Paul puede tener otra amiga especial. Llevas quince años desaparecida, Maya, y de repente te presentas en su vida. Es muy posible que hubiese conocido a alguien, ¿no? Recordad a esa chica tan guapa del hospital con la que vino a la fiesta.

—Eso es una tontería, Tru —intervino Beth—. No todos los hombres son iguales. No creo que Paul fuese capaz de hacer algo así.

—Entonces, ¿por qué nunca ha invitado a Maya dormir a su casa? ¿Y por qué nunca se ha quedado a dormir con ella? —insistió Trudy—. Tiene que existir un motivo por el que quiere tenerte alejada. Y lo más probable es que ese motivo lleve faldas.

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