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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (14 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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Maya no supo qué contestar. Se había hecho esa pregunta muchas veces tratando de encontrar una justificación razonable, pero no lo había logrado. Aunque no quisiera reconocerlo, la sombra de otra mujer siempre oscurecía sus pensamientos. Pero escucharla ahora de otros labios hacía que la duda escociese mucho más.

—Yo tampoco creo que Paul sea capaz de algo así —dijo Ania—. Aunque tampoco creí que mi exmarido fuese capaz de acostarse con una de mis mejores amigas.

Beth miró a Ania con gesto reprobador.

—Puede haber otros motivos, Maya —dijo Beth—. Háblalo con él, intenta sacar el tema sin forzarlo demasiado, y desde luego, no te precipites. Paul no se lo merece, te ha esperado muchos años.

Maya asintió en silencio. Beth tenía razón. Paul había esperado mucho tiempo, reafirmando su amor con las cartas que le mandaba cada año. En ese momento, la misma duda que la había perseguido insistentemente durante las últimas semanas la atenazó de nuevo con más fuerza, provocándole un dolor casi físico.

¿Por qué no había llegado la última carta? ¿Por qué este año Paul no le había escrito? ¿Habría encontrado a otra persona? Maya se había intentado convencer a sí misma de que, quizá Paul habría decidido no enviarle más cartas ante la ausencia de respuesta, o que simplemente ese año se habría olvidado de escribirle. Pero en su fuero interno estaba convencida de que había algo más, de que existía algún otro motivo que le había empujado a no enviar su carta anual. La teoría de Trudy podría resolver el rompecabezas: Paul había encontrado a otra.

—Si yo estuviese en tu situación, Maya, me andaría con ojo —insistió Trudy—. Después de todo lo que he visto y oído, yo no pondría la mano en el fuego por ningún hombre. Tú misma has dicho que su comportamiento es muy extraño y sospechoso. Puede que esté jugando a dos bandas.

Maya negó con la cabeza. Algo le decía que eso no tenía sentido.

—Si Paul quisiese a otra persona estoy segura de que no podría estar así conmigo —razonó Maya—. Él no es así. Tiene que haber otro motivo y creo que sé cuál es. En realidad, Trudy me dio la idea el otro día en el gimnasio, y desde entonces no he parado de pensar en ello.

Trudy la miró, sorprendida.

—¿Yo te di la idea?

—Sí. Me dijiste que Paul podría estar confuso por lo que había pasado y que también podía tener miedo a que volviese a pasar. Que quería ir con pies de plomo y no precipitarse.

—¡Joder! Eso es una tontería, Maya. ¿No ves que…?

—Déjame acabar —dijo Maya dejando a Trudy con la palabra en la boca—. Creo que Paul decidió no escribirme este año porque quería pasar página, no tiene por qué haber encontrado a otra persona, simplemente quería cerrar una herida que llevaba abierta mucho tiempo, demasiado. Pero cuando regresé a Nueva York y volvimos a encontrarnos, la herida se volvió a abrir. Creo que ahora mismo está en medio de una lucha, que su cabeza le dice una cosa, y su corazón, otra. Estoy segura de que me quiere, Tru, pero tiene miedo a admitirlo. Y sobre todo tiene mucho miedo a que yo vuelva a fallarle.

Trudy se quedó mirándola sin decirle nada. Beth le cogió la mano y se la apretó cariñosamente.

—Por eso estoy dispuesta a hacer lo que sea para recuperar su confianza —dijo Maya sacando una cajita azul de su bolso.

—¿Qué es eso? ¿No será…? —dijo Ania, emocionada.

Maya abrió la cajita y mostró el contenido a sus amigas. Era un anillo de oro, con un sencillo y elegante diamante engarzado. Se trataba del anillo que Paul le había regalado hacía quince años, cuando le pidió matrimonio. Cuando Maya decidió marcharse a Los Ángeles, le devolvió el anillo, pero Paul le pidió que lo guardase, asegurándole que algún día lo volvería a necesitar. Y al final había tenido razón; ese día había llegado.

—Voy a pedirle a Paul que se case conmigo —dijo Maya.

Capítulo 14

—¡Dios, cómo quema! —exclamó Maya con la lengua abrasada.

—Ya te lo advertí —dijo Beth sosteniendo su perrito caliente con una mano enguantada—. Joe tiene los mejores perritos de la ciudad y los sirve hirviendo.

Maya y Beth paseaban tranquilamente por la Quinta Avenida, junto a Central Park, y habían parado a comprar un perrito en uno de los muchos puestos ambulantes que había en la zona. Según Beth, aquellos eran los mejores de Nueva York, aunque más que perritos parecían el plato principal de una cena de Acción de Gracias. Eran gigantes y llevaban cebolla caramelizada, queso
cheddar
fundido y una salsa especial que era el ingrediente secreto del viejo Joe.

Hacía más de una hora desde que habían salido del Bianca, donde Maya había soltado la bomba informativa a sus amigas. Tenía la lengua dolorida por el perrito incandescente, pero aun así, Maya esbozó una sonrisa al recordar la escena. Las tres mujeres se habían quedado de piedra al saber que Maya pretendía pedirle matrimonio a Paul al día siguiente. Trudy le había mirado con cara de asombro, ni siquiera ella se atrevería a hacer una locura semejante. Ania tardó pocos segundos en dejar escapar un río de lágrimas, y Beth, después de observarla fijamente unos instantes, había sonreído y le había dado un abrazo.

Estuvieron media hora haciéndole un interrogatorio propio de la Gestapo, hasta que la llegada de John Walls las interrumpió. John había quedado en pasar a recoger a Trudy para llevarla a una obra de Broadway, y al ver allí a Maya se sorprendió tanto como ella misma. Trudy les había dicho que había quedado esa misma tarde con John, pero Maya no sabía que él iría a buscarla al Bianca. Llevaban sin verse desde el día de la fiesta de disfraces. Maya le había llamado para disculparse por su desaparición y después su único contacto se había limitado a una serie de mensajes de teléfono móvil, iniciados siempre por John. Él había intentado quedar con ella en varias ocasiones, pero Maya siempre había encontrado alguna excusa para rechazar cordialmente la invitación. Estaba enamorada de Paul y además sabía que su amiga Trudy, aunque ella no quisiese reconocerlo, estaba mucho más que interesada en John.

—Espero que Trudy no se haya molestado esta tarde —dijo Maya mientras soplaba su perrito caliente.

Al encontrarse con Maya en el Bianca, John se había mostrado muy interesado en ella y apenas le había prestado atención a Trudy. Maya había detectado el rostro tenso de su amiga en varias ocasiones, especialmente cuando John le dio a Maya un beso en la mejilla al despedirse y aprovechó para decirle unas palabras al oído. No habían sido nada, simplemente le había dicho un «Estás preciosa. Me alegro de verte». Pero Maya no tuvo ocasión de hablar con Trudy ni explicarle lo sucedido.

—No te preocupes. No tenía motivo para estar cabreada, al menos, no contigo —respondió Beth relamiéndose—. ¿Qué te dije? Nunca probarás unos perritos mejores que estos.

—Sé que no tiene motivo, pero creo que John se podía haber ahorrado esa despedida.

—Puede ser, aunque no fue para tanto. Además, en todo caso, debería enfadarse con John —siguió Beth.

Su amiga se había comprado dos perritos y después de devorar el primero, empezó con el segundo antes de que Maya hubiese probado ni tres bocados del suyo. Beth parecía muy ansiosa y también nerviosa.

—Espero que a Trudy le vaya bien con John —dijo Maya—. Hacía tiempo que no la veía así de interesada con un hombre.

—¿Y cuánto crees que le va a durar? Ya conoces a Tru, se cansa enseguida de todo, y más de los hombres —dijo Beth con una nota de hostilidad.

—Puede que aún no haya encontrado a su pareja ideal, ¿no crees?

—Sería incapaz de reconocer a su pareja ideal aunque la tuviese a diez centímetros de su cara. Es una egoísta. Siempre lo ha sido —gruñó Beth.

Maya optó por cambiar de tema. Su amiga estaba bastante tensa, así que no quería soliviantarla más. De todas formas, Maya estaba segura que el estado de ánimo de Beth no tenía nada que ver con Trudy. Después de andar casi un kilómetro, llegaron a su destino, una pequeña tienda de alquiler de coches al norte de Manhattan. Maya entró decidida, mientras que Beth se quedó fuera, hablando por teléfono. Al volver la vista atrás, Maya observó el gesto de crispación en la cara de su amiga mientras hablaba.

Maya se dirigió a uno de los vendedores que se encontraban libres en aquel momento.

—Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla? —dijo el hombre.

—Buenas tardes. Quería alquilar uno de sus coches.

—Por supuesto, déjeme mostrarle nuestro catálogo, tenemos una gran variedad de coches disponibles para alguien…

—No será necesario. Sé exactamente cuál me hace falta —le cortó Maya.

—Vaya, una mujer decidida. Pues usted dirá, señorita —dijo el vendedor con una sonrisa de suficiencia.

—Quiero ese de ahí —dijo Maya, señalando uno de los coches que había en el escaparate.

—¿Ese? ¿Está usted segura? —preguntó el vendedor, mirándola como si se hubiese vuelto loca—. No creo que sea el más adecuado para usted, señorita, y menos en esta época del año.

—No se preocupe por eso. ¿Cuánto cuesta?

—Es uno de nuestros modelos más caros, claro. Es una pieza de coleccionista, pero insisto en que tenemos otras alternativas mejores para alguien como usted.

—Herman —dijo Maya leyendo la placa identificativa del vendedor—. Es muy sencillo, yo quiero ese coche y usted me lo va a alquilar tres días. Ponga el precio, no me importa en absoluto. Pero eso sí, me urge mucho, así que si no se da prisa, hablaré con cualquiera de sus colegas —dijo señalando a uno de los vendedores que estaban libres— y cerraré el trato.

—No, no… no hará falta señorita. Ahora mismo le prepararé los papeles.

—Eso está mucho mejor. Muchas gracias, Herman.

Diez minutos más tarde todo estaba arreglado. Maya pasaría a recoger el coche al día siguiente y lo devolvería el lunes próximo. Al salir de la tienda Maya encontró a Beth rezongando. Ya había colgado el teléfono pero mantenía la misma expresión de enfado de hacía diez minutos.

—¿Qué te ocurre, Beth? ¿Por qué estás así? —preguntó Maya.

—No sé a qué te refieres —dijo su amiga a la defensiva.

—Claro que lo sabes. ¡Llevas todo el día con la cara tan larga que puedes recoger las colillas del suelo con la boca! Te he estado observando y sé que te pasa algo.

Beth se agitó incómoda y chasqueó las manos. Lo hacía siempre que estaba tensa o nerviosa.

—Se trata de lo mío con Ryan —dijo finalmente.

Maya se sintió fatal. Hacía tiempo, durante la fiesta de disfraces, Beth le había contado que su relación con Ryan no marchaba demasiado bien. La pareja tenía una forma muy curiosa y abierta de entender el amor. Él era piloto y ella azafata. Cuando estaban los dos en Nueva York, vivían juntos en un bonito apartamento en Tribeca y actuaban como una pareja normal. Pero cuando viajaban, ambos tenían total libertad para mantener relaciones con otra gente. Solo había dos reglas de oro: usar siempre protección y no repetir con nadie más de tres veces. Pero eso ya no parecía satisfacer a una de las partes, a Beth. Su amiga ya no sentía la necesidad de tener relaciones con nadie más y tampoco estaba dispuesta a compartir a Ryan con otras mujeres.

Por eso, cuando después de uno de sus viajes, Ryan regresó a casa oliendo a perfume de mujer, Beth le montó una escena. Su comportamiento no estaba justificado, Ryan no había incumplido el trato, y Beth lo sabía, pero no pudo evitarlo. Maya creyó que después de aquello se arreglarían, aunque tal vez se hubiese equivocado. Desde que había empezado su relación con Paul, Maya se había preocupado menos por los asuntos de sus amigas, y no había vuelto a preguntarle a Beth por su relación. En realidad, su amiga tampoco le había mencionado nada sobre Ryan desde entonces, pero Maya sentía que no había estado a la altura. Tenía que haberse preocupado más por su amiga y haberle preguntado.

—¿Qué ha pasado? —dijo Maya, inquieta.

—Después de la escenita que le monté hace un mes, las cosas con Ryan han empeorado bastante.

—¿Ryan se ha distanciado de ti?

—No, no es eso. En realidad, él se ha portado muy bien. Ha hecho como si no hubiese pasado nada y se comporta igual conmigo. Es bueno, cariñoso y me trata muy bien. Incluso mejor que antes. No sé si se siente culpable.

—¿Entonces, cuál es el problema?

—Ese es el problema, que para él no ha pasado nada. Cree que fue un simple ataque de celos momentáneo, algo pasajero. Pero no es así, ya no quiero que las cosas sigan como antes, Maya. Quiero sentir que tengo a alguien para mí, alguien con quien compartir la vida para siempre. No quiero estar continuamente con la duda de si habrá conocido a otra persona que le guste más que yo, una mujer más joven, más guapa o más inteligente.

—Eso no va a ocurrir Beth. Estoy segura de que Ryan te quiere muchísimo. Mira cómo ha reaccionado después de la bronca.

—Sé que me quiere mucho… a su manera. Pero eso no me basta. Cuando antes nos has contado lo tuyo con Paul, he tenido una mezcla de sentimientos muy extraña. Por una parte me alegraba muchísimo por ti, pero por otra, también tenía un poco de envidia. Tengo treinta y nueve años y no quiero perder ni uno más. Quiero tener una familia normal. Quiero que nos establezcamos aquí, que nos compremos una casita con jardín en las afueras y que tengamos hijos. Por lo menos dos… y un perro —dijo Beth con una sonrisa cansada.

—¿Y qué vas a hacer?

—Lo que tenía que haber hecho hace meses. Si Ryan no quiere lo mismo que yo, tengo que saberlo lo antes posible. No quiero perder más tiempo.

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