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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (5 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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El señor Sharpe se le quitó de encima y salió enfurecido de la sala. Maya intentó formular una disculpa, pero no consiguió articular dos palabras con sentido. En quince años de profesión, nunca le había sucedido algo parecido. Hasta ahora su mala suerte le había respetado en cuestiones profesionales, pero parecía que su buena racha se había terminado, justo ahora que cambiaba de trabajo y tenía que volver a ganarse los galones. Tendría mucha suerte si el señor Winterbrook no la ponía de patitas en la calle. Maya se quedó mirando embobada la mesa de cristal. La media caída y arrugada parecía el pellejo de una serpiente negra y flácida, enroscada a su tobillo.

—Joder —dijo David por segunda vez.

Maya tuvo que sumarse al breve y certero análisis de David de lo que acababa de suceder en aquella sala.

—Joder —dijo, consternada.

Capítulo 3

La reunión con el señor Sharpe había sido mucho más breve de lo esperado. De hecho había sido la reunión más corta que había tenido con un cliente, exactamente cinco minutos. Maya se sentía fatal por lo que había pasado, así que, siguiendo un impulso, se puso encima el abrigo largo y abandonó el despacho sin despedirse de David. Maya salió del edificio y comenzó a andar sin un rumbo fijo por las calles. Había quedado con Trudy y las chicas para comer en Bianca, pero aún quedaba mucho tiempo. Sus pasos la llevaron inconscientemente hacia la estación de metro de Bowling Green. Maya tomó el primer tren que pasó por el andén y se dejó arrastrar en dirección norte. El vagón iba casi vacío, pero ella no se sentó, sino que se dirigió hacia el fondo del coche. La mujer abrió la puerta, salió al pequeño espacio que separaba ambos vagones y cerró tras de sí.

Allí sola, en medio del estruendo que producía el tren sobre las vías, gritó hasta quedarse ronca, mientras las lágrimas resbalaban por su mejilla. El torbellino de sentimientos que se desbordaba en su interior amenazaba con engullirla y arrastrarla hacia el fondo. Su vida entera carecía de sentido. Había malgastado sus mejores años intentando progresar en su carrera profesional y en un matrimonio vacío y sin amor. Hacía mucho tiempo que su trabajo no le llenaba y no tenía ninguna ilusión real por la que luchar. Antes era ella la que dominaba la situación, ahora, la corriente la arrastraba sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Desde que se fue de Nueva York, hacía quince años, su vida había sido una sombra de lo que Maya había imaginado. Y ahora había vuelto a su ciudad natal movida por un estúpido y sentimental anhelo.

Maya se secó las lágrimas y entró en el vagón. Un hombre la miró un instante pero enseguida volvió a dirigir su mirada al periódico. Maya se sentó mientras el metro seguía avanzando hacia el norte de Manhattan. El tiempo pasó lentamente hasta que una voz de mujer anunció por el altavoz la próxima estación. Maya reaccionó al escuchar el nombre.

—Próxima estación, Lexington con calle 63 —dijo la voz.

Maya bajó del metro y se dirigió hacia el exterior. Hacía frío y una neblina gris cubría el cielo de la ciudad. Aquella estación estaba cerca del Hospital Presbiteriano. Por un momento Maya pensó en acercarse allí de nuevo y hacerle una visita a Paul, pero después de dos pasos se paró en seco. No se atrevía.

Maya abrió una de las cartas de Paul, la última, y contempló fijamente los números escritos al pie de la misiva. Se trataba de un número de móvil. Maya nunca había llamado pero estaba segura de que se trataba del teléfono de Paul. Cuando ella se fue de Nueva York, él no tenía móvil aún, pero desde la cuarta carta, cuatro años después de llegar a Los Ángeles, aquel número había aparecido siempre a pie de página. En todo aquel tiempo, y especialmente en el último año, Maya había estado tentada de llamar muchas veces a aquel número. Había deseado escuchar la voz de Paul y hablar con él. No sabía qué le diría, ni cómo podría acabar la llamada, pero había fabulado muchas veces con aquella conversación.

Maya sacó el teléfono y comenzó a marcar con dedos temblorosos. Solo le quedaba pulsar el botón de llamada, pero su cerebro se resistía a dar aquella orden. La mujer se mordió el labio hasta que notó el sabor intenso de su propia sangre. El dedo avanzó lentamente, pero en último instante, cambió de trayectoria y se estrelló contra la carcasa del móvil.

No podía hacerlo, tenía miedo a la reacción de Paul. Pero no era esa la razón más importante que le impedía llamarle. No era justo para él. Si Paul tenía una nueva pareja, como así parecía, no era justo que ella apareciese así sin más, saliendo de la nada y pretendiendo hablar con él. No después de quince años sin dar señales de vida. Era absurdo.

Maya guardó el móvil en el bolso con determinación. Ya se había equivocado demasiadas veces. Que al menos sus errores no afectasen a los demás. Una lágrima amenazó con rodar por su mejilla, pero Maya hizo un esfuerzo y logró contenerla. La vida continuaba y sus amigas la aguardaban para comer. No quería hacerlas esperar.

Capítulo 4

—¿Y el liguero salió volando? —dijo Trudy sin parar de reír.

—A mí no me ha hecho tanta gracia. Puedo perder mi trabajo. —Maya estaba preocupada, aunque al recordar lo sucedido, no pudo evitar esbozar una sonrisa.

Al menos había conseguido recuperar el suficiente ánimo como para recomponerse lo mejor posible y asistir a la comida con sus amigas. Por dentro seguía hecha un lío, pero no quería que sus amigas lo notasen ni que se preocupasen por ella.

—Pero la verdad es que la liga le pasó rozando —añadió forzando una sonrisa—. Tendríais que haber visto la cara que puso el viejo engreído.

Las cuatro amigas rieron y Maya se transportó por unos instantes a los buenos momentos de su juventud. Estaban tomando un aperitivo en Bianca, un pequeño restaurante que Tru, Ania, Beth y Maya frecuentaban cuando las cuatro eran jóvenes. Trudy casi no había cambiado y era con la que Maya había mantenido un contacto más directo. Se llamaban todas las semanas e intercambiaban correos electrónicos constantemente. Ania, en cambio, estaba mucho más cambiada. Maya la recordaba como una chica alegre y vital, y ahora parecía mucho más seria y formal. Se había casado hacía años con un rico banquero de Wall Street y había estado muy enamorada de él, hasta que le pilló en su cama de matrimonio con su criada francesa de veinte años. Ahora, Ania tenía dos hijos pequeños y una pensión exorbitante que su marido le pasaba todos los meses. Pero no volvió a confiar en los hombres ni a tener más relaciones serias. Simplemente se acostaba con aquellos que le gustaban lo suficiente y no volvía a llamarles jamás. Esa era su norma.

Beth en cambio no se había casado. Era azafata y vivía con un piloto de American Airlines. Tenían una relación muy abierta que Maya nunca había llegado a comprender. Cuando estaban juntos actuaban como una pareja normal, pero después, cuando sus destinos los separaban, cada uno tenía permiso para hacer lo que quisiera con quien quisiera. Al menos parecía feliz y seguía tan cariñosa como siempre. Cuando se vieron a la entrada del restaurante, Beth se la comió literalmente a besos. Maya notó que Trudy la miraba de una forma especial, pero no supo por qué. Más tarde, cuando Tru y ella se quedasen a solas, le preguntaría acerca de aquello.

—Tu mala suerte sigue intacta, tendrías que ir a ver a una amiga mía que limpia las auras —dijo Beth. Su amiga era budista, vegetariana, socia activa de Green Peace y sabía dios cuántas cosas más.

—No te creas, no todo ha sido mala suerte —terció Trudy—. Al menos no en lo importante. Ha coleccionado tres tarjetas de tres hombres distintos en menos de veinticuatro horas.

—Cuenta, cuenta —dijo Ania, interesada.

—Tru está exagerando, como siempre. Una tarjeta es de un taxista muy simpático, pero tiene cincuenta años. Está felizmente casado, tiene nueve hijos y debe de pesar unos ciento cincuenta kilos —dijo Maya.

—Eso sí que es llevarse el premio gordo —dijo Trudy riendo.

—La otra tarjeta es de David, mi compañero de trabajo. Parece un buen hombre, y si no fuese por esas gafas de contable sería bastante guapo, pero no es mi tipo.

—Pues pásamelo para que ver si es el mío —dijo Trudy elevando demasiado la voz—. Los abogados recatados y con gafitas son mi especialidad.

Beth soltó una carcajada estruendosa haciendo que medio local se girase a mirarlas.

—Chicas, por favor —dijo Ania—. Estamos llamando la atención.

—No seas sosa —replicó Trudy—. Además, así verán lo bien conjuntadas que vamos, sobre todo tú, Maya.

—Vamos, Tru, no seas cruel. La pobre ha tenido un mal día —dijo Beth—. Bueno, sigue, Maya, cuéntanos, aún falta el tercer hombre.

Maya sonrió al recordar a John Walls, su compañero de vuelo. Al principio le había parecido atractivo aunque bastante presuntuoso. Pero según le fue conociendo se encontró con un hombre tranquilo y seguro de sí mismo. No necesitaba destacar y su conversación era interesante y muy agradable.

—El tercero se lleva la palma —dijo Maya—. Es un hombre de negocios de Los Ángeles. Atractivo, atento e inteligente. Y va a estar en Nueva York seis semanas.

—Tiene buena pinta —dijo Beth.

Ania asintió con la cabeza.

—Ya, ya, no seáis cínicas, chicas —dijo Trudy—. Vamos a lo que realmente importa. ¿Qué tal tiene el trasero?

—Impresionante —respondió Maya de forma inconsciente.

Las chicas volvieron a reír estruendosamente.

—Pues llámale ya. Antes de que lo haga alguna otra lagarta —dijo. ¿Quién? señalando a Trudy con la mirada.

Maya movió la cabeza, dudando. Había recibido un mensaje de John en el móvil, invitándola a comer pero aún no había contestado.

—Ya sabes cómo es Maya —dijo Trudy—. O la empujas a la piscina o se queda siempre en el borde. Además, tiene otro «asunto» que la tiene despistada.

Beth y Ania abrieron mucho los ojos. Siempre que hablaban de un «asunto», hacían referencia a un problema sentimental de mayor calado.

—¿Pero cómo es eso? —dijo Ania—. Creía que estabas sola y soltera desde hace dos años. ¿De quién se trata?

—Trudy exagera. No hay ningún «asunto» pendiente —dijo Maya.

—¿Cómo que no? Claro que lo hay y se llama Paul Miller —dijo Trudy indiscretamente.

Beth miró a Trudy con gesto reprobador. Aunque habían pasado muchos años, Beth estaba al corriente de lo mal que lo había pasado Maya cuando dejó a Paul.

—¿Paul? —dijo Ania con incredulidad—. ¿Paul Miller?

Maya elevó los hombros sin saber qué decir. Todas conocían de sobra lo que había pasado hacía quince años, cuando ella se marchó a vivir a Los Ángeles. Trudy y Ania no habían visto con buenos ojos su decisión. Solo Beth la apoyó. La azafata tenía la mente más abierta y creía que no era necesario hacer de la vida en pareja el eje sobre el que pivotase toda la existencia de una mujer. Se podía ser independiente y libre, decía ella.

—¿Pero hace cuánto tiempo que no le ves? —preguntó Ania.

—Quince años.

—Entonces, ¿cuál es el «asunto»? No puede haber ningún «asunto» —dijo Ania.

Maya bajó la cabeza.

—¿Has tenido algún otro tipo de contacto con él? ¿Has hablado con él? —preguntó Beth, intuyendo que había algo más.

—Bueno, no exactamente —dijo Maya.

—Vamos, cuéntaselo. Antes o después se van a enterar. Y a lo mejor te pueden ayudar —dijo Trudy—. Ania conoce a los mejores abogados de Nueva York y Beth es muy… imaginativa —añadió con una sonrisa enigmática.

—Está bien —dijo Maya. Trudy tenía razón, sus amigas se iban a acabar enterando y sería mejor que fuese ella misma la que les contase lo que sucedía—. Paul me ha escrito cada año desde el día en que me fui a Los Ángeles. Todos los trece de febrero me llegaba una única carta en la que me decía que… —Maya se calló de repente. No se sentía bien y tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Trudy le cogió la mano y Beth se acercó a su lado.

—Tranquila, pequeña —le dijo Beth—. No tienes por qué contarlo si no te apetece.

—No, no… Es mejor que os lo cuente.

—Vamos, chicas. Pidamos otra margarita. Y no hagamos un drama de esto —dijo Trudy.

—Ya estoy mejor. Pero Tru tiene razón, otra margarita me vendría muy bien —dijo Maya con una sonrisa.

Pidieron otra ronda y Maya le dio un largo trago a su bebida antes de proseguir con su historia.

—Como os decía, cada año recibía una carta de Paul en la que, resumiendo, me decía lo increíble que había sido nuestra relación, y sobre todo, que me seguía queriendo y esperando. Y que lo haría siempre, porque sabía que volveríamos a estar juntos otra vez.

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