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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Caníbales y reyes (3 page)

BOOK: Caníbales y reyes
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Los granjeros norteamericanos, para quienes cincuenta o sesenta horas semanales de trabajo son algo corriente, comen bien, de acuerdo con los niveles de los bosquimanos, pero no puede decirse, indudablemente, que dispongan de tanto tiempo libre.

No deseo minimizar las dificultades inherentes a comparaciones de este tipo. Obviamente, el trabajo relacionado con un sistema de producción alimentaria específico no se limita al tiempo empleado en la obtención de la materia prima. También ocupa tiempo someter a un proceso de crecimiento las plantas y animales de manera que resulten adecuados para su consumo y lleva aún más tiempo manufacturar y mantener instrumentos de producción tales como venablos, redes, palos para cavar, cestas y arados. Según los cálculos de los Johnson, el machiguenga dedica aproximadamente tres horas diarias adicionales a la preparación de la comida y a la manufactura de artículos primordiales como ropa, herramientas y vivienda. En sus observaciones de los bosquimanos, Lee descubrió que en una jornada una mujer podía reunir comida suficiente para alimentar a su familia durante tres días y que pasaba el resto del tiempo descansando, atendiendo visitas, bordando o visitando otros campamentos: «Las tareas domésticas tales como cocinar, cascar frutos secos, amontonar leña y buscar agua ocupan entre una y tres horas del día».

Las pruebas que he citado conducen a una conclusión: el desarrollo de la agricultura dio por resultado un aumento del trabajo per capita. Existen buenas razones para que así sea. La agricultura es un sistema de producción alimentaria que puede absorber mucho más trabajo que la caza y la recolección por unidad de tierra. Los cazadores-recolectores dependen, esencialmente, del ritmo natural de la reproducción animal y vegetal; es muy poco lo que pueden hacer para elevar la producción por unidad de tierra (aunque pueden disminuirla fácilmente). Con la agricultura, en cambio, es posible controlar el ritmo de reproducción vegetal. Esto significa que la producción puede incrementarse sin sufrir consecuencias adversas inmediatas, especialmente si se dispone de técnicas para combatir el agotamiento del suelo.

La clave para saber cuántas horas dedican a la caza y la recolección pueblos como los bosquimanos, es la abundancia y la accesibilidad de los recursos animales y vegetales que tienen a su disposición. En tanto la densidad de la población —y, por lo tanto, la explotación de dichos recursos— se mantenga relativamente baja, los cazadores-recolectores pueden disfrutar del ocio y de dietas de alta calidad. Sólo si se supone que durante la Edad de Piedra la gente no quería o no podía limitar la densidad de sus poblaciones, adquiere sentido la teoría que afirma que la vida de nuestros antepasados era «breve, repugnante y brutal». Pero semejante suposición es injustificada. Los cazadores-recolectores se ven fuertemente motivados a limitar la población y cuentan con medios eficaces para hacerlo.

Otro punto débil de la antigua teoría de la transición de la caza y la recolección a la agricultura es la conjetura de que los seres humanos desean, de un modo natural, «asentarse». Esto no puede ser cierto, dada la tenacidad con que pueblos como los bosquimanos, los aborígenes de Australia y los esquimales se han aferrado a su acostumbrada forma de «vida desenraizada», a pesar de los concertados esfuerzos de gobiernos y misioneros para persuadirlos de que vivan en aldeas.

A cada ventaja de la vida permanente en una aldea, corresponde una desventaja. ¿La gente anhela compañía? Sí, pero ésta también exaspera. Como ha demostrado Thornas Greegor en un estudio sobre los indios mehinacu de Brasil, la búsqueda de la intimidad personal es un tema omnipresente en la vida cotidiana de quienes residen en pequeñas aldeas. Evidentemente, cada uno de los mehinacu conoce demasiado sobre los asuntos de los demás para mantener su propio bienestar. A partir de la huella de un talón o de una nalga son capaces de decir dónde se detuvo una pareja y tuvo relaciones sexuales a un costado del sendero. Las flechas perdidas delatan el lugar secreto donde pesca su propietario; un hacha apoyada, contra un árbol es prueba de una tarea interrumpida. Nadie entra o sale de la aldea sin ser notado. Es necesario susurrar para guardar la intimidad: con tabiques de paja no existen puertas cerradas. La aldea está saturada de irritantes habladurías acerca de hombres que son impotentes o que eyaculan prematuramente, y acerca de la conducta de las mujeres durante el coito, y el tamaño, el olor y el color de sus genitales.

¿Existe la seguridad física por el hecho de formar parte de una multitud? Sí, pero también hay seguridad en la movilidad, en la capacidad de apartarse del camino de los agresores. ¿Existe alguna ventaja en contar con una fuente de trabajo cooperativa? Sí, pero las grandes concentraciones de personas disminuyen la caza y merman los recursos naturales.

En cuanto al descubrimiento azaroso del proceso de los cultivos, los cazadores-recolectores no son tan necios como sugiere el camino descrito por la antigua teoría. Los detalles anatómicos de las pinturas rupestres de animales descubiertas en las paredes de cuevas de Francia y España, dan testimonio de un pueblo cuya capacidad de observación se aproxima a la precisión. Además, nuestra admiración de su intelecto ha sido llevada a nuevas alturas por el descubrimiento hecho por Alexander Marshaks en el sentido de que las débiles rayas de la superficie de objetos de hueso y asta de veinte mil años de antigüedad seguían la trayectoria de las fases de la luna y otros acontecimientos astronómicos. Es irracional suponer que quienes hicieron los grandes murales de las paredes de Lascaux, y que eran lo suficientemente inteligentes para llevar registros cronológicos, hayan sido tan ignorantes del significado biológico de tubérculos y simientes.

Los estudios de los cazadores-recolectores del presente y del pasado reciente revelan que a menudo se abandona la práctica de la agricultura no por falta de conocimientos sino por factores de conveniencia. Por ejemplo, los indios de California, simplemente recogiendo bellotas, probablemente obtenían cosechas más cuantiosas y más nutritivas de las que podrían haber obtenido sembrando maíz. En la costa noroeste, las grandes migraciones anuales de salmón transformaron el trabajo agrícola en una pérdida de tiempo relativa. Los cazadores-recolectores despliegan, con frecuencia, todas las habilidades y técnicas necesarias para la práctica de la agricultura, salvo pasar a la siembra deliberada. Los shoshoni y los paiutes, de Nevada y California, retornaban año tras año a los mismos parajes de cereales y tubérculos silvestres, evitando cuidadosamente dejarlos desnudos e incluso, en ocasiones, desherbándolos y regándolos. Muchos otros cazadores-recolectores utilizan el fuego para provocar deliberadamente el crecimiento de las especies preferidas y retardar el de árboles y malas hierbas.

Finalmente, algunos de los descubrimientos arqueológicos más importantes de los últimos años indican que en el Viejo Mundo, las primeras aldeas fueron construidas entre mil y dos mil años antes del desarrollo de una economía agrícola, en tanto en el Nuevo Mundo se domesticaron plantas mucho antes de que se iniciara la vida aldeana. Puesto que los primeros americanos tuvieron la idea miles de años antes de ponerla en práctica plenamente, la explicación del distanciamiento de la caza y la recolección debe buscarse fuera de sus cerebros. Más adelante volveré a referirme a estos descubrimientos arqueológicos.

Lo que hasta ahora he expuesto sostiene que en tanto los cazadores-recolectores mantuvieran baja su población en relación con las presas, podían disfrutar de un envidiable nivel de vida. Pero ¿cómo hacían para mantener baja la población? Este tema emerge instantáneamente como el nexo ausente más importante en el intento por comprender la evolución de las culturas.

Incluso en los hábitat relativamente favorables, con abundantes manadas de animales, probablemente los pueblos de la Edad de Piedra no permitieron que sus poblaciones rebasaran el límite de una o dos personas por milla cuadrada. Alfred Kroeber calculó que en las llanuras y praderas canadienses los cazadores de bisontes crees y los assiniboins, montados a caballo y equipados con rifles mantuvieron sus densidades de población por debajo de dos personas por milla cuadrada. Algunos grupos menos favorecidos de cazadores históricos de América del Norte, como los naskapis de Labrador y los esquimales de Nunamuit, que dependían del caribú, mantenían sus densidades por debajo de 0,3 personas por milla cuadrada. En toda Francia, durante el período neolítico, no había, probablemente, más de veinte mil seres humanos; y quizás hubiera sólo mil seiscientos.

Los medios «naturales» de control del crecimiento demográfico no pueden explicar la discrepancia entre estas bajas densidades y la fertilidad potencial de la hembra humana. Las poblaciones sanas interesadas en maximizar su tasa de crecimiento promedian ocho embarazos por mujer fecunda. Las tasas de natalidad pueden elevarse fácilmente. Entre los hutterites, una agrupación de frugales granjeros del oeste canadiense, el promedio es de 10,7 nacimientos por mujer. Con el propósito de mantener la tasa anual de crecimiento calculada en 0,001 por ciento para la primitiva Edad de Piedra, cada mujer debió de tener un promedio inferior a 2,1 hijos que sobrevivieron hasta la edad fecunda. Según la teoría convencional, una tasa de crecimiento tan baja se lograba, a pesar de la elevada fertilidad, a través de las enfermedades. Pero es difícil sustentar el punto de vista de que nuestros antepasados de la Edad de Piedra llevaban vidas cargadas de enfermedades.

Sin duda había enfermedades. Pero como factor de mortalidad debieron ser considerablemente menos significativas durante la Edad de Piedra que en nuestros días. La muerte de niños y adultos a causa de infecciones bacterianas y virósicas —disentería, sarampión, tuberculosis, coqueluche, catarros, escarlatina— aparece notablemente afectada por la dieta y el vigor corporal general, de modo que los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra probablemente contaban con altos ritmos de recuperación de estas infecciones. Por otro lado, la mayoría de las grandes enfermedades epidémicas mortales —viruela, tifus, gripe, peste bubónica, cólera— sólo tienen lugar en poblaciones de alta densidad. Son las enfermedades de las sociedades de nivel de estado: se propagan en medio de la pobreza y en condiciones urbanas de hacinamiento y de bajo nivel sanitario. Incluso calamidades como la malaria y la fiebre amarilla fueron probablemente menos significativas entre los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra. Como cazadores que eran, habrán preferido los hábitat secos y abiertos a las tierras húmedas en las que se propagan estas enfermedades. Es probable que la malaria sólo haya alcanzado su impacto pleno después de que los claros agrícolas en los bosques húmedos crearan mejores condiciones alimenticias para los mosquitos.

¿Qué es lo que se sabe realmente acerca de la salud física de las poblaciones paleolíticas? Los restos humanos esqueléticos nos ofrecen importantes indicios. A partir de índices tales como la estatura promedio y el número de dientes faltantes en el momento de la muerte, J. Lawrence Angel ha proyectado un perfil de niveles de salud cambiantes durante los últimos treinta mil años. Angel descubrió que al principio de dicho período, los adultos del sexo masculino promediaban 1,77 metros y las del sexo femenino alrededor de 1,65. Veinte mil años después, los hombres no fueron más altos de lo que habían sido las mujeres —1,65 metros—, en tanto éstas no promediaron más de 1,53 metros. Sólo en tiempos muy recientes las poblaciones han vuelto a alcanzar estaturas características de los pueblos de la primitiva Edad de Piedra. Los hombres americanos, por ejemplo, promediaban 1,75 metros en 1960. La pérdida de la dentadura muestra una tendencia similar. Treinta mil años antes de nuestra era los adultos morían con un promedio de 2,2 dientes faltantes; en el 6500 antes de nuestra era con 3,5; y en tiempos de los romanos, con 6,6 dientes faltantes. Aunque los factores genéticos también pueden tener intervención en estos cambios, se sabe que la estatura y el estado de la dentadura y las encías dependen en gran medida de la ingestión de proteínas, lo que a su vez determina el bienestar general. Angel llega a la conclusión de que hubo una «auténtica depresión de la salud» con posterioridad al «punto máximo» del período paleolítico superior.

Angel también intentó calcular el promedio de vida del mismo período, promedio que sitúa en 28,7 años para las mujeres y en 33,3 para los hombres. Dado que el muestreo paleolítico de Angel se compone de esqueletos hallados en toda Europa y África, sus cálculos de longevidad no son necesariamente representativos de ningún grupo real de cazadores. Si las estadísticas vitales de grupos de cazadores-recolectores contemporáneos pueden tomarse como representativas de grupos paleolíticos, los cálculos de Angel pecan por defecto. Los estudios de Nancy Lee Howell sobre 165 bosquimanas kung muestran que la expectativa de vida en el momento del nacimiento es de 32,5 años, cifra que sale favorecida en comparación con las de muchas naciones modernas en vías de desarrollo de África y Asia. Para colocar estos datos en una perspectiva correcta, según la Metropolitan Life Insurance Company, la expectativa de vida en el momento del nacimiento, para no-blancos del sexo masculino, en Estados unidos, en 1900, también era de 32,5 años. Así, como ha sugerido el paleodemógrafo Don Dumond, existen indicios de que «la mortalidad no era, efectivamente, más elevada bajo condiciones de caza que bajo las de una vida más sedentaria, incluida la agricultura». El aumento de enfermedades que acompaña a una vida sedentaria «puede significar que las tasas de mortandad de los cazadores eran a menudo significativamente inferiores» a las de los pueblos agrícolas.

Aunque un promedio de vida de 32,5 años puede parecer muy breve, el potencial de reproducción, incluso de las mujeres que, según Angel, sólo viven hasta los 28,7 años, es bastante elevado. Si una mujer de la Edad de Piedra tenía su primer embarazo a los dieciséis años de edad, y a partir de entonces un bebé vivo cada dos años y medio, fácilmente podía tener más de cinco hijos al llegar a los veintinueve. Esto significa que aproximadamente los tres quintos de los niños de la Edad de Pudra no podrían vivir hasta la edad de la reproducción si había de mantenerse la tasa calculada de menos del 0,001 por ciento de crecimiento de la población. Utilizando estas cifras, el demógrafo antropológico Ferki Hassan llega a la conclusión de que incluso si había un cincuenta por ciento de mortalidad infantil debida a causas «naturales», otro 23 al 35 por ciento de toda la descendencia potencial tendría que haber sido «quitada de en medio» para alcanzar un crecimiento demográfico cero.

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