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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Caníbales y reyes (7 page)

BOOK: Caníbales y reyes
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No intento comparar la guerra de los cazadores-recolectores con una bufonada. W. Lloyd Warner informó de altos índices de bajas en otro grupo de cazadores-recolectores del norte de Australia, los murngin. Según Warner, el 28 por ciento de las muertes de varones murngin adultos eran provocadas por heridas infligidas en el campo de batalla. Es conveniente recordar que cuando un grupo completo sólo cuenta con diez hombres adultos, una muerte por batalla cada diez años es todo lo que se necesita para realizar este tipo de cálculo de mortandad.

Después del desarrollo de la agricultura, es probable que la guerra se tornara más frecuente y letal. Sin duda alguna, la escala bélica aumentó. Las casas permanentes, los alimentos sometidos a un proceso industrial y las cosechas que crecían en los campos agudizaron el sentimiento de identidad territorial. Las aldeas solían seguir siendo enemigas durante generaciones, se atacaban y se saqueaban repetidamente e intentaban expulsar de su territorio a los habitantes de las demás. Entre los dani de West Irian, Nueva Guinea, que habitan en la aldea, el combate posee una etapa reglamentada de «no-batalla», semejante a la de los tiwi, en la cual se producen pocas bajas. Pero los dani también organizan ataques por sorpresa de carácter global, que dan por resultado la destrucción y el abandono de aldeas enteras y la muerte de varios centenares de personas por vez. Karl Heider calcula que el 29 por ciento de los hombres dani muere a consecuencia de las heridas sufridas durante las incursiones y emboscadas. Entre los horticultores de la aldea yanomamo que bordea la frontera brasileño-venezolana, las incursiones y emboscadas originan el 33 por ciento de las muertes de hombres adultos. Puesto que los yanomamo constituyen un importante testimonio, les he consagrado el próximo capítulo.

El motivo por el cual algunos antropólogos niegan la realidad de los altos niveles de combate entre los pueblos grupales y aldeanos consiste en que sus poblaciones son tan reducidas y están tan diseminadas que parece que una o dos matanzas intergrupales son totalmente irracionales y antieconómicas. Los murngin y los yanomamo tienen una densidad de población inferior a una persona por milla cuadrada. Pero hasta los grupos con una densidad tan baja están sometidos a la presión reproductora. Existen pruebas fehacientes que demuestran que el equilibrio entre población y recursos reside, en realidad, en la guerra grupal y aldeana y que el origen de este azote surge de la incapacidad de los pueblos preindustriales para desarrollar un medio menos costoso o más benigno de lograr baja densidad de población y alta tasa de crecimiento.

Antes de discutir esta prueba, reseñaré algunas explicaciones alternativas y diré por qué considero que ninguna es adecuada. Las alternativas principales incluyen
la guerra como solidaridad, la guerra como juego, la guerra como naturaleza humana y la guerra como política
.

La guerra como solidaridad
. Según esta teoría, la guerra es el precio que se paga para crear la unidad grupal. El hecho de tener enemigos externos crea un sentimiento de identidad grupal e intensifica el espíritu de cuerpo. El grupo que lucha junto permanece unido.

He de reconocer que algunos de estos aspectos de esta explicación son compatibles con otro basado en la presión reproductora. Si un grupo está sometido a una tensión provocada por la intensificación, la declinación de la eficacia y el aumento de abortos e infanticidios, sin duda alguna la desviación de la conducta agresiva hacia grupos o aldeas vecinos es preferible a permitir que ésta prospere en el seno de la comunidad. No me caben dudas de que desviar la conducta agresiva hacia los extraños puede actuar como «válvula de seguridad». No obstante, este enfoque no logra explicar por qué la válvula de seguridad tiene que ser tan mortal. ¿Acaso las injurias verbales, el combate simulado o los deportes competitivos no serían modos menos costosos de alcanzar la solidaridad? La afirmación de que la matanza mutua es «funcional» no puede basarse en alguna ventaja vaga o abstracta de la unidad. Debe demostrarse cómo y por qué es necesario un recurso tan letal para evitar una consecuencia aún más mortal; en síntesis, cómo los beneficios de la guerra tienen más peso que sus costos. Nadie ha demostrado ni podrá demostrar que las consecuencias de menos solidaridad serían peores que las muertes en el combate.

La guerra como juego
. Algunos antropólogos han tratado de equilibrar los costos y los beneficios materiales de la guerra al representarla como un deporte placentero y competitivo. Si la gente realmente goza al arriesgar su vida durante el combate, la guerra puede ser materialmente antieconómica pero psicológicamente valiosa y el problema se resuelve. Estoy de acuerdo en que las personas, sobre todo los hombres, frecuentemente crecen convencidos de que la guerra es una actividad dinámica o ennoblecedora y de que uno debería disfrutar al acechar y matar a otros seres humanos. Muchos de los indios montados de los Grandes Llanos —los sioux, los crow, los cheyenne— llevaban cuenta de sus actos de valentía durante la guerra. La reputación de un hombre estaba relacionada con la cantidad de golpes dados. Concedían el máximo de puntos no al guerrero con más cadáveres en su haber sino al que corría más riesgos. La mayor hazaña consistía en entrar y salir de un campamento enemigo sin ser detectado. Pero el adoctrinamiento para la valentía militar entre los pueblos grupales y aldeanos no siempre tuvo éxito. Los crow y otros indios de los Grandes Llanos dejaban que sus pacifistas vistieran ropas femeninas y los hacían servir como ayudantes de los guerreros. Hasta el más valiente de los guerreros, como entre los yanomamo, tiene que estar emocionalmente dispuesto para la lucha mediante la ejecución de rituales y la ingestión de drogas. Si es posible enseñar a la gente a que valore la guerra y a que disfrute del acecho y el asesinato de otros seres humanos, debemos reconocer que también se le puede enseñar que odie y tema la guerra y que sienta asco ante el espectáculo de los seres humanos que intentan matarse. En realidad, ambos tipos de enseñanza y aprendizaje tienen lugar simultáneamente. De modo que si los valores bélicos provocan las guerras, el problema crucial consiste en especificar bajo qué condiciones se enseña a la gente a que valore la guerra en lugar de aborrecerla. Pero la teoría de la guerra como juego no puede hacerlo.

La guerra como naturaleza humana
. Un modo constantemente preferido por los antropólogos para eludir el problema de especificar bajo qué condiciones la guerra será considerada una actividad valiosa o aborrecible, consiste en dotar a la naturaleza humana de un impulso criminal. La guerra estalla porque los seres humanos, sobre todo los hombres, poseen un «instinto criminal». Matamos porque esta conducta ha tenido éxito desde la perspectiva de la selección natural en la lucha por la existencia. Pero la guerra como naturaleza humana tropieza con dificultades en cuanto uno observa que el asesinato no es universalmente admirado y que la intensidad y la frecuencia de la guerra son muy variables. No logro comprender cómo alguien puede dudar de que estas variaciones están provocadas por diferencias culturales más que genéticas, puesto que bruscos cambios de una conducta sumamente belicosa a una pacífica pueden producirse en una o dos generaciones sin que exista el más mínimo cambio genético. Por ejemplo, los indios pueblo del sudoeste de Estados Unidos son famosos entre los observadores contemporáneos por pacíficos, religiosos, no agresivos y cooperativos. Pero no hace tanto tiempo el gobernador español de Nueva España los consideraba como los indios que intentaron matar a cuantos colonizadores blancos encontraron, y que quemaron todas las iglesias de Nuevo México junto con la mayor cantidad de sacerdotes que pudieron encerrar en su interior y atar a los altares. Baste recordar el sorprendente giro de la actitud japonesa hacia el militarismo después de la segunda guerra mundial o la repentina aparición de los israelíes, supervivientes de la persecución nazi, como dirigentes de una sociedad altamente militarizada para comprender la debilidad fundamental de la teoría de la guerra como naturaleza humana.

Evidentemente, la capacidad de tornarse agresivo y de librar batallas forma parte de la naturaleza humana. Pero cómo y cuándo nos volvemos agresivos es algo que, más que de nuestros genes, depende de nuestras culturas. Para explicar el origen de la guerra uno ha de poder explicar por qué las respuestas agresivas adoptan la forma específica del combate intergrupal organizado. Como Ashley Montagu nos ha hecho ver, ni siquiera en las especies infrahumanas el asesinato es el objetivo de la agresión. En los seres humanos no existen impulsos, instintos ni predisposiciones para matar a otros seres humanos en el campo de batalla, aunque bajo determinadas circunstancias se les puede enseñar fácilmente a que lo hagan.

La guerra como política
. Otra explicación constante de la guerra sostiene que el conflicto armado es el resultado lógico de un intento por parte de un grupo de proteger o aumentar su bienestar político, social y económico a costa de otro grupo. La guerra se produce porque conduce a la expropiación de territorios y recursos, a la captura de esclavos o botín y a la recaudación de tributos e impuestos: «El botín pertenece al vencedor». Las consecuencias negativas para los vencidos pueden minimizarse, simplemente, como un error: «La fortuna de la guerra».

Esta explicación es totalmente sensata con relación a las guerras de la historia que son, principalmente, conflictos entre estados soberanos. Evidentemente, dichas guerras suponen el intento por parte de un estado de elevar su nivel de vida a costa de otros (aunque tal vez los intereses económicos fundamentales aparezcan encubiertos por razones religiosas y políticas). La forma de organización política que denominamos estado surgió precisamente porque pudo llevar a cabo guerras de conquista territorial y de saqueo económico.

Pero la guerra entre grupos y aldeas carece de esta dimensión. Las sociedades grupales y aldeanas no conquistan territorios ni someten a sus enemigos. Al carecer del aparato burocrático, militar y legal del estado, los grupos o las aldeas victoriosos no pueden cosechar los beneficios en forma de impuestos o tributos anuales. Dada la ausencia de grandes cantidades de alimentos almacenados o de otros objetos de valor, el «botín» de guerra no es muy atractivo. Tomar prisioneros y convertirlos en esclavos no es práctico para una sociedad incapaz de intensificar su sistema de producción sin agotar su base de recursos y que carece de la capacidad organizadora para explotar una fuerza de trabajo hostil y subalimentada. Por estos motivos, los vencedores de las guerras preestatales con frecuencia regresaban portando como trofeos algunos cueros cabelludos o cabezas, o sin otro botín que el derecho de jactarse sobre lo valientes que se mostraban durante el combate. En síntesis, la expansión política no puede explicar la guerra entre las sociedades grupales y aldeanas porque la mayoría de éstas no participan de la expansión política. La necesidad de no expandirse con el fin de conservar la proporción favorable entre población y recursos domina todo su modo de existencia. De aquí que debamos analizar las contribuciones de la guerra a la conservación de las relaciones ecológicas y demográficas favorables con el fin de comprender por qué los pueblos grupales y aldeanos la practican.

La primera de dichas contribuciones es la dispersión de las poblaciones en territorios más extensos. Aunque los grupos y las aldeas no conquistan las tierras de sus contrincantes como hacen los estados, no por ello dejan de destruir colonias ni de expulsar a los demás de partes del hábitat que, de lo contrario, explotarían conjuntamente. Incursiones, expulsiones y la destrucción de las colonias suelen aumentar la distancia media entre éstas y, por ende, reducen la densidad global de población regional.

Uno de los beneficios más importantes de esta dispersión —beneficio compartido por vencedores y vencidos— consiste en la creación de «tierras de nadie» en zonas que normalmente suministran animales de caza, peces, frutos silvestres, leña y otros recursos. Puesto que la amenaza de las emboscadas las torna demasiado peligrosas para esos propósitos, estas «tierras de nadie» juegan un papel fundamental en el ecosistema global como cotos de especies animales y vegetales que, de lo contrario, serían permanentemente agotadas por la actividad humana. Los estudios ecológicos recientes demuestran que con el fin de proteger a las especies en peligro —sobre todo animales grandes que se reproducen lentamente—, se necesitan zonas de refugio muy extensas.

La dispersión de las poblaciones y la creación de «tierras de nadie» ecológicamente vitales son, a pesar de los costos del combate, beneficios muy considerables que surgen de las hostilidades intergrupales entre los pueblos grupales y aldeanos. Con una condición: después de dispersar los campamentos y las colonias enemigos, los vencedores no pueden permitir que la población de sus propios campamentos y colonias aumente hasta el punto que la caza y otros recursos se vean amenazados por su propio crecimiento de población y su esfuerzo de intensificación. Bajo las condiciones preestatales la guerra no puede satisfacer esta condición, al menos no puede hacerlo a través del efecto directo de las muertes por combate. El problema consiste en que los combatientes son casi siempre hombres, lo que significa que la mayoría de las bajas bélicas corresponde a hombres. La guerra sólo causa el tres por ciento de las muertes de mujeres adultas entre los dani y el siete por ciento entre los yanomamo. Además, las sociedades grupales y aldeanas bélicas casi siempre son polígamas, es decir que el varón es el marido de varias mujeres. Por ello no existen posibilidades de que la guerra por si sola puede reducir la rapidez con la cual un grupo o aldea —sobre todo si es vencedor— crece y agota su entorno. La muerte de hombres por combate, al igual que el geronticidio, puede producir a corto plazo un alivio de la presión de la población, pero no puede influir en las tendencias generales mientras unos pocos supervivientes hombres polígamos sigan sirviendo a todas las mujeres no combatientes. La realidad biológica consiste en que la mayoría de los hombres son reproductivamente superfluos. Como ha dicho Joseph Birdsell, la fertilidad de un grupo está determinada por la cantidad de mujeres adultas más que por la de hombres adultos. «Sin duda alguna, un hombre sano podría mantener continuamente embarazadas a diez mujeres». Evidentemente, se trata de una afirmación conservadora, puesto que a diez embarazos por mujer el hombre en cuestión sólo tendría un máximo de cien hijos, en tanto muchos jeques árabes y potentados orientales no parecen tener grandes dificultades para engendrar más de quinientos hijos.

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