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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Caníbales y reyes (8 page)

BOOK: Caníbales y reyes
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Pero sigamos la lógica de Birdsell, que resulta irrebatible a pesar de que se basa en el ejemplo hipotético de un hombre y sólo diez mujeres:

Esto produciría la misma cantidad de nacimientos que habría si el grupo estuviese compuesto por diez hombres y diez mujeres. Pero si podemos imaginar a un grupo local que se compusiera de diez hombres y sólo una mujer, la tasa de nacimientos sería necesariamente el diez por ciento del ejemplo anterior.
La cantidad de mujeres determina la tasa de fertilidad
.

Como demostraré, la guerra afecta drásticamente a la cantidad de mujeres y, en consecuencia, ejerce un poderoso efecto en la reproducción humana. Pero esta cuestión hasta ahora no ha sido comprendida.

Antes de exponer el modo como la guerra limita la tasa de crecimiento de las poblaciones, deseo poner de relieve una cuestión. Los efectos demográficos paralelos que la guerra produce entre las sociedades grupales y aldeanas no son característicos de los complejos militares de nivel estatal. Por el momento, sólo haré referencia al origen de la guerra preestatal. En las sociedades de nivel estatal es posible que la guerra disperse a las poblaciones, pero rara vez reduce su tasa de crecimiento. Ninguna de las guerras más importantes de este siglo —la primera y la segunda guerra mundiales, la de Corea y la de Vietnam— alcanzó a reducir la tasa de crecimiento a largo plazo de las poblaciones combatientes. Aunque es verdad que durante la primera guerra mundial el déficit entre la población proyectada y la real de Rusia alcanzó los cinco millones, sólo fueron necesarios diez años para superarlo. Incluso es posible que la población a corto plazo no resulte afectada. Durante la década de la guerra de Vietnam, la población vietnamita creció a la fenomenal rapidez del tres por ciento anual. A partir de la historia europea debería ser obvio que la guerra no reduce automáticamente la tasa de crecimiento de la población. Durante los últimos tres siglos apenas transcurrió una guerra sin un conflicto bélico a gran escala, pero la población europea ascendió de 103 millones en 1650 a 594 millones en 1950. Es más fácil llegar a la conclusión de que las guerras europeas —y las guerras de los estados en general— han formado parte de un sistema para estimular el crecimiento rápido de la población.

Pero lo que nadie parece haber comprendido es que, a diferencia de las sociedades de nivel estatal, los grupos y las aldeas utilizaban excepcionalmente la guerra para alcanzar tasas muy bajas de crecimiento de la población. No lo lograban primordialmente a través de la muerte de los hombres en combate —que, como acabamos de ver, siempre se compensaba fácilmente al recurrir a las excepcionales reservas reproductoras de la hembra humana—, sino por otro medio que estaba íntimamente asociado y dependía de la práctica de la guerra a pesar de que no formaba parte de la lucha real. Me refiero al infanticidio femenino. La guerra en las sociedades grupales y aldeanas dio especificidad sexual a la práctica del infanticidio. Alentaba la crianza de hijos, cuya masculinidad era glorificada durante la preparación para el combate, y la devaluación de hijas, que no luchaban. A su vez, esto condujo a la limitación de las hijas mujeres mediante la negligencia, los malos tratos o el asesinato simple y directo.

Los estudios recientemente realizados por William Divale muestran que entre las sociedades grupales y aldeanas que practicaban la guerra cuando fueron empadronadas por primera vez, la cantidad de varones de catorce o menos años superaba en gran medida la cantidad de mujeres de la misma edad. Divale descubrió que la proporción de chicos y chicas era de 128:100, en tanto la proporción entre hombres y mujeres era de 101:100. Puesto que la proporción mundial esperada por sexo en el nacimiento es de 105 varones por 100 mujeres, la diferencia entre 105 y 128 constituye una medida del grado de trato preferente dado a los niños varones y la caída a 101:100 probablemente sea una medida de la proporción de muertes de hombres adultos por combate. Esta interpretación se vio fortalecida cuando Divale comparó este tipo de proporción entre los grupos que habían practicado la guerra en períodos progresivamente más remotos y aquéllos que la practicaban activamente cuando fueron empadronados.

Para las poblaciones que fueron empadronadas entre cinco y veinticinco años después de que la guerra hubiera sido interrumpida, generalmente por las autoridades coloniales, la proporción media por sexo era de 113 niños y 113 hombres adultos por 100 niñas y 100 mujeres adultas. (El incremento en la tasa por sexo de los adultos de 101:100 en tiempos de guerra a 113:100 cuando ésta había cesado, probablemente sea el resultado de la supervivencia de los hombres que con anterioridad habrían muerto durante el combate). Entre las poblaciones que fueron empadronadas más de veinticinco años después de la guerra, la proporción por sexo de personas de quince y menos años era incluso menor: 106:100, por lo que se aproximaba a la norma mundial de 105:100 al nacer.

Estos cambios resultan aún más dramáticos cuando consideramos la frecuencia registrada de cualquier tipo de infanticidio, masculino o femenino, y la presencia de la guerra. Entre las poblaciones que todavía practicaban la guerra en el momento del empadronamiento y que según los informes de los etnógrafos practicaban regular u ocasionalmente algún tipo de infanticidio, la proporción media por sexo entre los jóvenes era de 133 varones por 100 niñas. Pero entre los adultos se reducía a 96 hombres por 100 mujeres. Para las poblaciones en las que la guerra había cesado veinticinco o más años antes del empadronamiento y en las que se informaba que el infanticidio era poco común o no se practicaba, la proporción entre los jóvenes era de 104 varones por 100 muchachas y de 92 hombres por 100 mujeres.

No he querido decir que la guerra causara el infanticidio femenino ni que su práctica causara la guerra. Mejor dicho, planteo que sin la presión reproductora, ni la guerra ni el infanticidio femenino se habrían extendido, y que la conjunción de ambos representa una solución salvaje pero singularmente eficaz del dilema malthusiano.

La regulación del crecimiento de la población mediante el trato preferente dado a los niños varones constituye un «triunfo» excepcional de la cultura sobre la naturaleza. Se necesitaba una fuerza cultural muy potente para inducir a los padres a que descuidaran o mataran a sus propios hijos y una fuerza peculiarmente poderosa para lograr que mataran o descuidaran más niñas que niños. La guerra ofreció esta fuerza y esta motivación, en tanto hizo depender la supervivencia del grupo de la crianza de varones preparados para las contiendas. Eligieron a los varones para enseñarles a luchar pues el armamento se componía de lanzas, mazas, arcos y flechas y otras piezas manuales. Por ello el éxito militar dependía de la cantidad relativa de combatientes fornidos. Por este motivo los hombres fueron socialmente más valiosos que las mujeres y tanto unos como otras colaboraron en «eliminar» a las hijas con el fin de criar un número máximo de hijos.

Desde luego, a veces la preferencia por el infanticidio femenino tiene lugar en ausencia de la guerra. Muchos grupos esquimales poseen altas tasas de infanticidio femenino a pesar de que realizan relativamente pocos combates armados intergrupales organizados. La explicación reside en el hecho de que en el entorno ártico el poder muscular superior de los hombres desempeña en la producción un papel análogo al que juega en la guerra en otras regiones. Los esquimales necesitan todo gramo extra de músculo para rastrear, atrapar y matar a sus presas animales. A diferencia de lo que les ocurre a los cazadores en las zonas templadas, los esquimales encuentran obstáculos para llegar a un exceso de matanzas. Su problema consiste, simplemente, en conseguir lo suficiente para comer y para evitar que su población caiga por debajo del nivel de la fuerza de reposición. No pueden confiar en la recolección de alimentos vegetales como fuente principal de calorías. En ese contexto, los hijos resultan socialmente más valiosos que las hijas, incluso sin combates frecuentes, y tanto hombres como mujeres colaboran para limitar la cantidad de niñas, del mismo modo que si los varones fueran necesarios para el combate.

En hábitats más favorables, sería difícil mantener altos niveles de infanticidio femenino en ausencia de la guerra. Los pueblos grupales y aldeanos comprenden claramente que la cantidad de bocas a alimentar está determinada por la cantidad de mujeres del grupo. Pero les resulta difícil limitar la cantidad de niñas a favor de los varones porque, en otros aspectos, las mujeres son más valiosas que los hombres. Al fin y al cabo, las mujeres pueden hacer la mayoría de las cosas que los hombres pueden hacer y son las únicas que pueden dar a luz hijos y criarlos. De no ser por su contribución a largo plazo al problema de la población, en realidad las mujeres constituyen un mejor negocio en la perspectiva de la relación entre costos y beneficios. Los antropólogos se han equivocado con respecto al valor trabajo de las mujeres en virtud de que, entre los cazadores-recolectores, nunca se han observado mujeres que cazaran animales de caza mayor. Esto no demuestra que la división del trabajo observada surja naturalmente de la fuerza muscular de los hombres ni de la supuesta necesidad de las mujeres de quedarse cerca de la fogata del campamento para cocinar y atender a los hijos. En termino medio, los hombres quizá sean más fuertes, más resistentes y corredores más veloces que las mujeres, pero en hábitats favorables existen muy pocos procesos de producción en los cuales estas características fisiológicas tornen a los hombres decisivamente más eficaces que las mujeres. En las zonas templadas o tropicales, la media de producción de carne está limitada por la tasa de reproducción de las especies de presa más que por la habilidad de los cazadores. Las cazadoras podrían sustituir fácilmente a los hombres sin reducir la provisión de proteínas de alta calidad. Varios estudios recientes han demostrado que entre los horticultores, las mujeres, a pesar de que no practican la caza mayor, suministran más calorías y proteínas en forma de vegetales alimenticios y pequeños animales. Además, la necesidad de que las mujeres amamanten a los niños no conduce «naturalmente» a su papel como cocineras y «personas domésticas». La caza es una actividad intermitente y nada impide que las mujeres que amamantan dejen a sus hijos al cuidado de otra persona durante pocas horas una o dos veces por semana. Puesto que algunos grupos se componen de parientes íntimamente relacionados, las cazadoras-recolectoras no están tan aisladas como las obreras modernas y no tienen dificultades para conseguir las equivalentes preindustriales de las cuidadoras y las guarderías.

La explicación de la exclusión casi universal de las mujeres de la caza mayor parece residir en la práctica de la guerra, en los papeles sexuales de supremacía masculina que surgen junto con la guerra y en la práctica del infanticidio femenino, todos los cuales derivan primordialmente del intento de resolver el problema de la presión reproductora. Prácticamente todas las sociedades grupales y aldeanas sólo enseñan a los varones a dominar el uso de las armas y con frecuencia se prohíbe a las mujeres que incluso las toquen, del mismo modo que generalmente se las disuade o se les prohíbe que participen en el frente de combate.

La proeza militar masculina está íntimamente asociada con un entrenamiento sexualmente diferenciado para una conducta feroz y agresiva. Las sociedades grupales y aldeanas entrenan a los hombres para el combate a través de la práctica de deportes competitivos como la lucha libre, las carreras y los duelos. Las mujeres rara vez participan en estos deportes y jamás compiten con los hombres. Las sociedades grupales y aldeanas también infunden masculinidad al someter a los muchachos a pruebas extraordinarias que incluyen mutilaciones genitales como la circuncisión, la exposición a los elementos y encuentros alucinatorios provocados por las drogas con monstruos sobrenaturales. Es verdad que algunas sociedades grupales y aldeanas también someten a las muchachas a rituales de la pubertad, pero generalmente se trata de pruebas donde predomina el tedio más que el terror. Las muchachas son confinadas en chozas o habitaciones especiales durante un mes o más, período durante el cual tienen prohibido tocar su cuerpo; si llegan a sentir algún escozor, deben utilizar un instrumento semejante a un rasca-espalda. En ocasiones, se les prohíbe hablar durante el período de reclusión. Asimismo es verdad que algunas culturas mutilan los genitales femeninos al cortar una parte del clítoris, pero se trata de una práctica muy poco común y ocurre con mucha menos frecuencia que la circuncisión.

Persiste la cuestión acerca de por qué todas las mujeres quedan excluidas de ser entrenadas militarmente como pares de los hombres. Hay mujeres con más fuerza muscular y potencia que algunos hombres. La ganadora de la prueba femenina de lanzamiento de jabalina en las Olimpíadas de 1972 fijó un récord de 63 m 88 cm, que no sólo supera el potencial de lanzamiento de la mayoría de los hombres sino que también mejora la actuación de varios ex campeones olímpicos de lanzamiento de jabalina masculino (aunque utilizaron jabalinas ligeramente más pesadas). Si el factor crucial para la formación de una banda guerrera es la fuerza muscular, ¿por qué no incluir en ella a las mujeres cuya potencia iguala o supera la del varón enemigo medio? Creo que la respuesta reside en que el éxito militar ocasional de hembras bien entrenadas, corpulentas y potentes, contra hombres más pequeños entraría en conflicto con la jerarquía sexual a partir de la cual se predica la preferencia por el infanticidio femenino. Los hombres que son guerreros triunfadores son recompensados con varias esposas y privilegios sexuales que dependen de que las mujeres sean educadas para aceptar la supremacía masculina. Si todo el sistema ha de funcionar uniformemente, no se puede permitir que una mujer tenga la idea de que es tan valiosa y potente como cualquier hombre.

En síntesis: la guerra y el infanticidio femenino forman parte del precio que nuestros antepasados de la Edad de Piedra tuvieron que pagar para regular sus poblaciones con el fin de evitar una disminución de los niveles de vida al mínimo nivel de subsistencia. Creo que la flecha causal apunta desde la presión reproductora a la guerra y al infanticidio femenino más que a la inversa. Sin las presiones reproductoras, carecería de sentido no criar tantas niñas como niños, aunque se considerara más valiosos a los hombres a causa de su superioridad en el combate cuerpo a cuerpo. El modo más rápido de ampliar la fuerza combativa masculina sería considerar a cada niñita como de gran valor y no matar ni descuidar a una sola. Dudo de que algún ser humano no haya comprendido la verdad elemental de que para tener muchos hombres ha de comenzarse con tener muchas mujeres. La imposibilidad de las sociedades grupales y aldeanas de actuar de acuerdo con esta verdad no indica que la guerra fue provocada por el infanticidio, o éste por la guerra, sino que ambos, así como la jerarquía sexual que acompañaba estos azotes, fueron provocados por la necesidad de dispersar a las poblaciones y de disminuir sus tasas de crecimiento.

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