Read Carolina se enamora Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (50 page)

BOOK: Carolina se enamora
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Nos divertimos sopesando la posibilidad de dar un paseo en góndola.

—Sí, finjamos que somos una pareja de tres… Aunque seguro que cuesta una pasta.

—Bueno, intentémoslo de todas formas.

Filo es así. Tiene la cara muy dura. Va a hablar con uno de los gondoleros, un tipo simpático con un bigote muy poblado y cuatro pelos rubios. Gibbo y yo lo contemplamos desde lejos. No hay nada que hacer, el gondolero sacude la cabeza. Filo vuelve a nuestro lado.

—¿Y bien?

—¡Pide doscientos cincuenta euros!

—¿Qué? ¡Eso será por vender la góndola! Si es que alguien la quiere.

Me echo a reír.

—¡Yo ni siquiera sabría llevarla!

—Esperad un momento —decido—. ¿De cuánto dinero disponemos?

—Yo tengo veinte.

—Yo treinta.

—Yo cincuenta.

Gibbo hace la suma en un abrir y cerrar de ojos.

—Tenemos cien euros en total.

—Ya… Pero si luego necesitamos algo, si tenemos hambre o si pasa algo…

Los dos se llevan la mano al paquete al mismo tiempo.

—Por mucho que queráis espantar la mala suerte, tenemos que pensar en todo…

Decido probar en cualquier caso, de manera que me dirijo al gondolero.

—Buenas… Tal vez le parezca raro lo que voy a decirle, pero resulta que hoy es mi cumpleaños y mis dos amigos me han dado una sorpresa y me han traído hasta Venecia. Sólo que ése de ahí…

Y le cuento una historia que ni siquiera yo sé cómo se me ocurre. Sea como sea, resulta tan creíble que logro conmover al gondolero.

—Está bien… De acuerdo.

Vuelvo toda contenta al lado de Gibbo y de Filo.

—Nos dará una vuelta más corta, pero ¿sabéis cuánto nos costará?

—Desembucha.

—¡Cuarenta euros!

—¿Cómo lo has conseguido?

—Bueno, de alguna manera el mérito es tuyo, Gibbo.

—¿Por qué?

—Venga, vamos y luego te lo explico.

—Hola… —El gondolero nos ayuda a subir. El último en hacerlo es Gibbo—. Hola…

Lo saluda casi con pesar, de manera que Gibbo nota que pasa algo raro y se acerca a nosotros. Los tres nos sentamos sobre el cómodo banco tapizado con una extraña tela peluda. Gibbo se asegura de que el gondolero no nos mira y luego me pregunta:

—Pero ¿qué le has dicho?

—¿Por qué?

—¡Me ha recibido como si se tratase de mi último paseo en góndola!

—De hecho, es así.

—Venga ya, déjate de bromas.

—Nada. Le he dicho tan sólo que tus padres te acaban de dar la noticia de que se van a separar.

—Bueno, podría ser…, se pasan la vida discutiendo.

—Y que tú irás a parar a una especie de internado.

—¿Ah, sí? Espero que, al menos, hayas elegido un buen sitio.

—¿Y qué más da?, si, de todas formas, no irás.

—¿Y eso por qué?

—Porque te has escapado.

—¿Y mis padres no me buscan?

—No, les importa un comino. Además, tu padre se ha enterado de que no es tu verdadero padre.

—¡Lo que faltaba!

Filo se echa a reír.

—¡Con un desgraciado semejante a bordo, debería darnos la vuelta gratis!

Pasamos por debajo de los pequeños puentes que unen las calles de Venecia. El gondolero se llama Marino, es amable y tiene una bonita sonrisa bajo el bigote. No sé por qué, pero tengo la impresión de que es una buena persona, y no tarda en demostrármelo.

Cuando bajamos de la góndola, Gibbo, que se ocupa del fondo comunitario, le paga. En ese momento, Marino me llama y hace un aparte conmigo.

—Carolina, la historia de ese chico era muy triste… Tan triste que al final… no creí ni una palabra.

Nos miramos a los ojos y él suelta una carcajada.

—Diviértete, vamos —añade luego con acento veneciano—: Quien no la hace en carnaval la hace durante la cuaresma.

En la práctica, eso quiere decir: «Quien no hace las locuras de juventud las hace después durante la vejez». Muy simpático, sí, si bien no acabo de estar del todo de acuerdo con lo que dice… ¿Por qué una cosa debe excluir a la otra? ¡Yo quiero seguir haciendo locuras cuando sea abuela! Y con el propósito de no dejar de hacer locuras en el futuro, doy alcance a Gibbo. Oigo que está leyendo la guía que ha comprado por doce euros. Filo lo escucha y le hace preguntas a su manera, o sea, en parte estúpidas y en parte no. Yo camino detrás de ellos; como ha dicho Marino, para mí es a la vez carnaval y cuaresma. Me siento mayor paseando por Venecia, y estoy segura de que ésta será una de esas cosas que un día, de pronto, no importa cuánto tiempo haya pasado, recordaré con todo detalle. Y espero que entonces Filo y Gibbo sigan estando presentes en mi vida, y que todo sea como ahora, que no cambie nada, ni siquiera una coma. No obstante, mientras lo pienso me invade cierta tristeza. Sin saber muy bien por qué. Quizá porque, en el fondo, sé que no podrá ser así.

Gibbo se vuelve hacia mí.

—Eh, se me ha ocurrido una idea…

Entonces me mira y se percata de que algo no va bien.

—¿Qué te ocurre, Caro?

—Nada, ¿por qué?

—No sé, tenías una cara…

—Te equivocas… Venga, ¿qué era lo que querías decirme? ¿Se te ha ocurrido una idea? —Vuelvo a sonreír y hago como si nada; Gibbo es un cielo porque o bien se lo traga, y eso quiere decir que me estoy convirtiendo de verdad en una consumada actriz, o se hace el sueco y cambia de tema.

—Mirad. Leo, ¿eh?… —Señala la guía—. En los
bacari
a esta hora se toma la «sombra». Se trata de un aperitivo con bacalao, aceitunas, pescaditos y croquetas… Además de muchas otras cosas ricas. ¿Os apetece ir?

Poco después nos encontramos sentados en unos taburetes altos de madera con unas pequeñas mesas delante abarrotadas de comida deliciosa, para chuparse los dedos. Bacalao desmenuzado con leche, sardinas marinadas, almejas, caracolas de mar, chipirones apenas hervidos, y «nervios», que son pedacitos de ternera con vinagre y aceite. La verdad es que estos últimos no me gustan mucho porque están algo duros, ¡pero el resto está riquísimo! Y así…, me olvido de la dieta. Por otra parte, esto sólo se hace una vez cada catorce años, ¿no? Luego descubrimos que el nombre de «sombra» se debe al hecho de que justo a esa hora el sol se pone y, por tanto, se bebe… una sombra. De manera que nos tomamos el
spritz
.

—Debe de llevar un poco de bíter o alguna clase de aperitivo, agua mineral y vino blanco. Es ligero…

Gibbo y su guía, de la que no se separa bajo ningún concepto.

Sólo que el tal
spritz
no es tan ligero como dice y, al final, un poco aturdidos, mejor dicho, prácticamente borrachos, llegamos sin saber muy bien cómo a Mestre, la localidad donde se celebra el concierto de Biagio. ¡Qué hombre!

Empieza cantando
Sappi amare mio
, después
Le cose che hai amato di piu
y
L'impossibile, Se é vero che ci sei
, y luego
Iris
, Y con esta última os aseguro que me emociono. ¿Sabéis cuando sientes un extraño estremecimiento y te gustaría que te abrazasen? Estoy con mis amigos, de acuerdo, pero no sé por qué echo de menos a Massi. O, mejor dicho, el amor, ¡Quiero decir, el sabor de un beso, la felicidad absurda, poder llegar con la punta de los dedos a tres metros sobre el cielo! Todo aquello que sólo el amor loco, repentino, mágico, absurdo y único puede hacerte experimentar. Sin embargo, en lugar de eso, me abrazo a Gibbo y a Filo.

—Eh, bailemos juntos…

—Tengo una idea: vamos a mandarles un mms a Clod y a Alis. ¡Por favor! ¡Me gustaría que supiesen lo que estamos viviendo! Venga, Gibbo…, ¿me grabas tú?

Y bailo con el escenario a mis espaldas mientras Biagio canta
In una stanza quasi rosa
, sonrío a mis amigas, les mando un beso y me siento como una especie de
video jockey
en medio de toda esta gente mientras canto la canción: «Mira este amor que crece y hace que nos sofoquemos en esta habitación, así que fuera, vistámonos y salgamos a iluminar todos nuestros sueños», y al final cierro los ojos emocionada.

—¡Hecho!

Gibbo me devuelve el móvil y yo echo un vistazo a lo que ha grabado.

—¡Es superguay! ¡Al fondo se ven las luces y a Biagio!

En un abrir y cerrar de ojos, se lo mando a Alis y a Clod a cobro revertido mediante el número 488.

Alis me responde en menos de un segundo: «Me muero de envidia».

Después llega la respuesta de Clod o, mejor dicho, la de Telecom Italia. ¡El mms ha sido rechazado! Recibo su mensaje poco después: «¡No tengo un euro! ¿Te estás divirtiendo? ¡Espero que sí! Me lo enseñas mañana en el colegio, ¿vale?».

Luego sigo cantando bajo las estrellas, bajo las nubes que pasan ligeras. Y bailo, bailo con los ojos cerrados, a un paso del escenario, entre la gente que se abandona en el estadio de Mestre, y me pierdo entre las notas de esa música y me siento mayor y feliz y, por un instante, no estoy muy segura de querer volver a casa. Pero es sólo un instante. Poco después, en el tren de regreso, río para mis adentros.

—¿Que hace Gibbo? ¿Duerme?

Filo lo mira y asiente con la cabeza. Seguimos contemplando la noche por la ventanilla que corre ante nuestros ojos y vemos algunas casas que todavía tienen las luces encendidas. También algunos televisores con sus reflejos. Alguna habitación vacía, alguna persona asomada al balcón fumando un cigarrillo. Ellos no saben que los estoy mirando, que una parte de su vida ha entrado en la mía. Filo ha encontrado un trozo de cuerda y lo balancea delante de la nariz de Gibbo, que se la rasca rápidamente y después sigue durmiendo inmóvil, en tanto que nosotros nos reímos.

—¡Chsss!

Me tapo la boca con la mano por miedo a despertarlo. Pero Filo vuelve a repetir su juego como si nada… Y el tren no se detiene, sino que, en cambio, vuela en dirección a Roma. Llegamos con el tiempo justo para bajar.

—¿Qué hora es?

Gibbo es el único que ha dormido. Filo lo empuja.

—¡Deberías estar más despabilado que nosotros y, en cambio, estás atontado perdido!

—Son las siete y media… Tenemos el tiempo justo para ir al colegio.

—Pero ¿no pensáis desayunar?

—¡Claro que sí, en el bar de enfrente!

—Vale.

Nos precipitamos a nuestros respectivos medios de transporte. Por suerte, la moto sigue allí. Me pongo el casco y, debajo, los auriculares del iPod Touch. Y pongo ni más ni menos que
Iris
de Biagio y, mientras conduzco en dirección al colegio, tengo la impresión de estar todavía en el concierto. En cuanto bajo de la moto, Alis y Clod se abalanzan sobre mí.

—¡Tía, menuda chulada! ¿Te has divertido? Pero ¿qué habéis hecho? ¿Dónde cenasteis? ¿Habéis visitado algún sitio guay?

—¿Cómo es que no os habéis quedado en Venecia? Enséñame esa película que querías mandarme…

Alis la empuja.

—Ah, yo ya la he visto…, ¡es superguay!

—Me había quedado sin saldo.

—Como de costumbre.

Y falta poco para que se pongan a discutir.

—¡Chicas, a clase!

Esta vez es la profe de matemáticas la que nos salva. A todo esto, yo ni siquiera he desayunado. No obstante, ha sido lo más divertido que he hecho en mi vida.

Recibo un mensaje de mi madre.

«¿Todo bien? ¿Estás en el colegio?».

«Sí, claro», le respondo.

Y me entran ganas de echarme a reír. Si sólo pudiese imaginarse que he cogido un tren, he ido a Venecia, después a Mestre, que he asistido al concierto de Biagio y he pasado la noche en el tren de regreso a Roma, se moriría. Me vuelvo. Filo se ha desplomado, duerme sobre el pupitre mientras la profe explica la lección. Gibbo, en cambio, está fresco como una rosa y, mientras la profe escribe en la pizarra, se inclina sobre el pupitre y le hace cosquillas a Filo en la oreja con un trozo de papel.

Filo se agita, después se despierta de golpe y empieza a rascarse con fuerza. Todos rompen a reír. Cudini, claro está, lo graba todo. La profe se vuelve.

—Quietos, chicos… Pero ¿se puede saber qué os pasa hoy?

Gibbo está inmóvil en su sitio. Sonríe. De una manera u otra, se ha vengado de Filo.

¡Soy genial! ¡He aprobado el examen para el permiso! ¡He cometido dos errores, pero he aprobado! Mi madre estaba muy contenta, mi hermano también, mi padre… un poco menos. Quizá no acababa de creérselo. ¡Ni siquiera yo misma me lo creo! De hecho, la vez que hice algunas prácticas en el patio de casa con la moto de mi hermana no mostré, lo que se dice, grandes habilidades. Por un pelo no choqué incluso contra el coche de Marco, mi vecino, ¡pero por suerte conseguí desviarme a tiempo! Sin ocasionar daño alguno. Así que ahora ya tengo el permiso… ¡A toda Vespa! Bueno, aunque la verdad es que la he conducido mientras tanto.

Ahora voy como un rayo. Se acabaron los problemas. Al contrario, me divierto recorriendo las calles. Aunque he de reconocer que para ir a casa de los abuelos, dado que nunca he ido conduciendo por mi cuenta, he tenido que consultar el callejero de internet, que es genial: te da el recorrido exacto y lo imprimes en menos que canta un gallo. Luego te lo metes en el bolsillo, y ¡zas!, en menos de ocho minutos, dos menos de los que decía Google Maps, estaba ya en su casa. Sólo me he parado una vez para consultar una calle donde debía girar. La abuela ha salido a hacer la compra. El domingo quiere invitar a varias personas a comer porque es su cumpleaños El abuelo está en su pequeño estudio dibujando. Lo hace muy bien. Con unos cuantos trazos consigue crear en un instante una escena, un paisaje, una casa o una persona.

—¿Qué estás haciendo, abuelo?

Me sonríe sin mirarme.

—Una tarjeta para tu abuela… Mañana es 14 de febrero, el día de los enamorados.

—Sí, ya lo sé.

Sigue dibujando. Usa rotuladores de diferentes colores, los abre, pinta, cierra el tapón y los deja caer sobre la mesa, y luego otro, y otro más.

—¿Te gusta?

—¿A ver? ¡Me encanta!

Reconozco a la abuela cocinando; además, hay una mesa al fondo con gente sentada alrededor.

—¡Pero si ésa del rincón soy yo!

—Sí… Y el que está a tu lado es tu hermano, ¿cómo lo llamas? Rusty John…

—¡James!

—Eso es… Rusty James, Alessandra… ¡y ése soy yo!

—Sí, ya me había dado cuenta.

—Y ella está cocinando todas esas cosas tan ricas que sabe hacer…

—Pues sí…

El abuelo sujeta un corazón grande y rojo en el que puede leerse: «Para ti, que alimentas mi corazón».

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