Casa de muñecas (2 page)

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Authors: Henrik Ibsen

Tags: #Clásico, #Drama, #Teatro

BOOK: Casa de muñecas
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HELMER
.—Querida Nora: no puedes negarlo.
(Rodeándole la cintura.)
El estornino es encantador, pero gasta tanto… ¡Es increíble lo que cuesta a un hombre mantener un estornino!

NORA
.—¡Qué exageración! ¿Por qué dices eso? Si yo ahorro todo lo que puedo.

HELMER
.—
(Riendo.)
Eso sí es verdad. Todo lo que puedes; pero lo que pasa es que no puedes nada.

NORA
.—
(Canturrea y sonríe alegremente.)
¡Si tú supieras lo que tenemos que gastar las alondras y las ardillas, Torvaldo!

HELMER
.—Eres una criatura original. Idéntica a tu padre. Haces verdaderos milagros por conseguir dinero, y en cuanto lo obtienes, desaparece de tus manos, sin saber nunca adonde ha ido a parar. En fin, habrá que tomarte tal como eres. Lo llevas en la sangre. Sí, sí, Nora; no cabe la menor duda de que esas cosas son hereditarias.

NORA
.—¡Bien me hubiera gustado heredar ciertas cualidades de papá!

HELMER
.—Pero si yo te quiero conforme eres, mi querida alondra. Aunque… Oye, ahora que me fijo…, noto que tienes una cara…, vamos…, una cara de azoramiento hoy…

NORA
.—¿Yo?

HELMER
.—Ya lo creo. ¡Mírame al fondo de los ojos!

NORA
.—
(Mirándole.)
¿Qué?

HELMER
.—
(La amenaza con el dedo.)
¿Qué diablura habrá cometido esta golosa en la ciudad?

NORA
.—¡Bah, qué ocurrencia!

HELMER
.—¿No habrá hecho una escapadita a la confitería?

NORA
.—No; te lo aseguro, Torvaldo.

HELMER
.—¿No habrá chupeteado algún caramelo?

NORA
.—No, no; ni por asomo.

HELMER
.—¿Ni siquiera habrá roído un par de almendras?

NORA
.—Que no, Torvaldo, que no; puedes creerme.

HELMER
.—Pero, mujer, si te lo digo en broma.

NORA
.—
(Aproximándose a la mesa de la derecha.)
Comprenderás que no iba a arriesgarme a hacer nada que te disgustara.

HELMER
.—No, ya lo sé. Además, ¿no me lo has prometido?…
(Acercándose a ella.)
Puedes guardarte tus secretos de Navidad. Esta noche, cuando se encienda el árbol, supongo que nos enteraremos de todo.

NORA
.—¿Te has acordado de invitar al doctor Rank?

HELMER
.—No, ni es necesario. De sobra sabe que cenará con nosotros; está descontado. De todos modos, le invitaré ahora por la mañana cuando venga. He encargado buen vino. Nora, no puedes formarte idea de la ilusión que tengo por esta noche.

NORA
.—Yo también. ¡Cómo se van a divertir los niños, Torvaldo!

HELMER
.—¡Ah, qué alegría pensar que estamos en una posición sólida con un buen sueldo…! ¿No es ya una dicha el mero hecho de pensar en ello?

NORA
.—¡Oh, sí! ¡Parece un sueño!

HELMER
.—¿Te acuerdas de la última Navidad? Durante tres semanas te encerrabas todas las noches hasta después de las doce, haciendo flores y otros mil prodigios para el árbol. ¡Uf! fue la temporada más aburrida que he pasado.

NORA
.—¡Entonces sí que no me aburría yo!

HELMER
.—
(Sonriente.)
Pero el resultado fue bastante lamentable, Nora.

NORA
.—¡Oh! no dejas de hacerme burla con lo mismo. ¿Qué culpa tengo yo de que el gato entrase y destrozara todo?

HELMER
.—No, claro que no, querida Nora. Ponías el mayor empeño en alegrarnos a todos, que es lo principal. Pero, en suma, más vale que hayan pasado los malos tiempos.

NORA
.—Es verdad; casi me parece una pesadilla.

HELMER
.—Ahora ya no hace falta que me quede aquí solo y aburrido, y tú no tendrás que atormentar más tus queridos ojos y tus lindas manitas.

NORA
.—
(Palmoteo.)
¿Verdad que no, Torvaldo? Ya no hace falta. ¡Qué alegría me da oírtelo!
(Cogiéndole del brazo.)
Te voy a decir cómo he pensado que vamos a arreglarnos en cuanto pasen las Navidades…
(Suena la campanilla en la antesala.)
¡Ah! llaman.
(Ordena un poco los muebles.)
Ya viene alguien. ¡Qué contrariedad!

HELMER
.—Acuérdate de que no estoy para las visitas.

ELENA
.—
(Desde la puerta de la antesala.)
Señora, es una señora desconocida…

NORA
.—Que pase.

ELENA
.—
(A Helmer.)
También acaba de llegar el señor doctor.

HELMER
.—¿Ha pasado directamente al despacho?

ELENA
.—Sí, señor.

(Helmer entra en su despacho. La doncella introduce a la Señora Linde, en traje de viaje, y cierra la puerta tras ella.)

SEÑORA LINDE
.—Buenos días, Nora.

NORA
.—
(Indecisa.)
Buenos días.

SEÑORA LINDE
.—Por lo visto, no me reconoces.

NORA
.—No…, no sé… ¡Ah!, sí, me parece…
(De pronto, exclama:)
¡Cristina! ¿Eres tú?

SEÑORA LINDE
.—Sí, yo soy.

NORA
.—¡Cristina! ¡Y yo que no te he reconocido! Pero ¡quién diría que…!
(Más bajo.)
¡Cómo has cambiado!

SEÑORA LINDE
.—Sí, seguramente. Hace nueve años largos…

NORA
.—¿Es posible que haga tanto tiempo que no nos vemos? Sí, en efecto. ¡Ah! no puedes figurarte qué felices han sido estos ocho años últimos. ¿Conque ya estás aquí, en la ciudad? ¿Cómo has emprendido un viaje tan largo en pleno invierno? Has sido muy valiente.

SEÑORA LINDE
.—Ya ves; acabo de llegar esta mañana en el vapor.

NORA
.—Para festejar las Navidades, naturalmente. ¡Qué bien! ¡Cuánto vamos a divertirnos! Pero quítate el abrigo. ¡Ajajá! Ahora nos sentaremos aquí, con comodidad, al lado de la estufa. No; mejor es que te sientes en el sillón. Yo me siento en la mecedora.
(Cogiéndole las manos.)
¿Ves? Ya tienes tu cara de antes; era sólo en el primer momento… De todos modos, estás algo más pálida, Cristina… y quizá un poco más delgada.

SEÑORA LINDE
.—Y muchísimo más vieja, Nora.

NORA
.—Acaso un poco más madura…, un poquito, no mucho.
(Se para, repentinamente seria.)
¡Qué distraída soy! ¡Sentada aquí, cotorreando! Mi buena Cristina, ¿puedes perdonarme?

SEÑORA LINDE
.—¿Qué quieres decir, Nora?

NORA
.—
(Bajando la voz.)
¡Pobre Cristina! Te has quedado viuda, ¿no?

SEÑORA LINDE
.—Sí, hace ya tres años.

NORA
.—Lo sabía; lo leí en los periódicos. ¡Ay, Cristina! tienes que creerme: pensé muchas veces escribirte; pero lo fui dejando de un día para otro, y por añadidura, siempre había algo que lo impedía.

SEÑORA LINDE
.—Lo comprendo perfectamente.

NORA
.—Sí, Cristina, me he portado muy mal. ¡Pobrecita! ¡Cuánto habrás sufrido!… ¿No te ha dejado nada para vivir?

SEÑORA LINDE
.—No.

NORA
.—¿Y no tienes hijos?

SEÑORA LINDE
.—No.

NORA
.—Así, pues, ¿nada?

SEÑORA LINDE
.—Ni siquiera una pena…, ni una nostalgia.

NORA
.—
(Mirándola, incrédula.)
Pero Cristina, ¿cómo es posible?

SEÑORA LINDE
.—
(Sonríe tristemente mientras le acaricia el cabello.)
Son cosas que ocurren a veces, Nora.

NORA
.—¡Tan sola! Debe de ser horriblemente triste para ti. Yo tengo tres niños encantadores. Por el momento no puedes verlos; han salido con la niñera. Vamos, cuéntamelo todo.

SEÑORA LINDE
.—No, no; primero, tú.

NORA
.—No; te toca empezar a ti. Hoy no quiero ser egoísta; sólo quiero pensar en tus asuntos. Únicamente voy a decirte una cosa. ¿Te has enterado de la fortuna que nos ha sobrevenido estos días?

SEÑORA LINDE
.—No. ¿Qué es?

NORA
.—¡Imagínate! ¡A mi marido le han nombrado director del Banco de Acciones!

SEÑORA LINDE
.—¿A tu marido? ¡Qué suerte!

NORA
.—¡Sí, grandísima! ¡Es tan insegura la posición de un abogado!… Sobre todo cuando no quiere ocuparse más que de asuntos lícitos… Y como es lógico, así ha hecho Torvaldo, en lo cual me hallo de completo acuerdo. No puedes figurarte lo contentos que estamos. Para Año Nuevo tomará posesión, y percibirá un buen sueldo, con muchos beneficios. Por fin podremos cambiar del todo esta manera de vivir… enteramente a nuestro gusto. ¡Oh, Cristina, cuan feliz me siento! Es algo maravilloso eso de poseer mucho dinero y verse libre de preocupaciones, ¿verdad?

SEÑORA LINDE
.—Sí; al menos, debe de ser una tranquilidad poseer lo necesario.

NORA
.—No, no sólo lo necesario, sino dinero en abundancia.

SEÑORA LINDE
.—
(Sonríe.)
¡Nora, Nora! ¿Todavía no tienes sentido común? En el colegio eras una malgastadora.

NORA
.—
(Sonríe a su vez.)
Sí, eso dice aún Torvaldo.
(Amenazando con el dedo.)
Pero «Nora, Nora» no es tan loca como suponéis. Además, no hemos tenido mucho que derrochar, realmente. Los dos nos hemos visto obligados a trabajar.

SEÑORA LINDE
.—¿También tú?

NORA
.—Sí; nada, pequeñeces: bordar, hacer ganchillo…
(Sin darle importancia.)
¡Qué sé yo!… No ignorarás que Torvaldo salió del ministerio cuando nos casamos. Tenía pocas esperanzas de ascenso, y como había de ganar más que antes… Pero el primer año se abrumó de trabajo. Debía buscarse toda clase de quehaceres, según comprenderás, y trabajaba día y noche. Pero no pudo resistirlo y cayó gravemente enfermo. Los médicos declararon indispensable que se marchara al Mediodía.

SEÑORA LINDE
.—Es cierto. Estuvisteis un año en Italia…

NORA
.—Sí, y no creas que fue nada fácil marcharnos. Justamente acababa de nacer Ivar… Pero había que partir. Fue un viaje encantador, y gracias a él, Torvaldo salvó la vida. Eso sí, costó dinero en grande.

SEÑORA LINDE
.—Ya lo presumo.

NORA
.—Unas cuatro mil ochocientas coronas. Bastante, ¿eh?

SEÑORA LINDE
.—Sí; pero, en casos como ése, es toda una chiripa poseerlo.

NORA
.—Porque nos lo dio papá.

SEÑORA LINDE
.—¡Ah!, sí. Fue poco antes de morir, si mal no recuerdo.

NORA
.—Sí, Cristina, exactamente. ¡Y pensar que se me hizo imposible ir a cuidarle! Estaba esperando de un día a otro que naciera Ivar, y también debía preocuparme de mi pobre Torvaldo moribundo. ¡Padre querido! No volví a verle, Cristina. Es lo más penoso que hube de pasar desde que me casé.

SEÑORA LINDE
.—Ya sé que le tenías mucho cariño. ¿De modo que os marchasteis a Italia?

NORA
.—Sí; contábamos con el dinero, y los médicos nos apremiaban. Nos marchamos un mes después.

SEÑORA LINDE
.—¿Y volvió tu marido radicalmente curado?

NORA
.—Radicalmente.

SEÑORA LINDE
.—Luego ¿ese médico…?

NORA
.—¿Cómo dices?

SEÑORA LINDE
.—Me ha parecido oír a la doncella que ese señor que entraba conmigo era un doctor…

NORA
.—¡Ah, sí! Es el doctor Rank; pero no viene como médico. Es nuestro mejor amigo, y nos hace, cuando menos, una visita al día. No, Torvaldo no se ha sentido enfermo desde entonces. Los niños también están muy sanos, igual que yo.
(Se levanta de repente, palmeteando.)
¡Dios mío! ¡Cristina, es una delicia vivir y ser feliz!… Pero ¡qué torpeza!… No hago más que hablar de mis cosas.
(Se sienta en un taburete junto a Cristina, acodándose en sus propias rodillas.)
¡No te enfades conmigo!… Dime, ¿es verdad que no querías a tu esposo? Pues ¿por qué te casaste con él?

SEÑORA LINDE
.—En aquel tiempo aún vivía mi madre; pero estaba enferma e inválida. Para colmo, debía yo sostener a mis dos hermanitos. Por tanto, no juzgué oportuno rechazar la oferta.

NORA
.—Puede que tuvieses razón. ¿Luego era rico?

SEÑORA LINDE
.—Sí, creo que gozaba de buena posición. Pero sus negocios eran inseguros, ¿sabes? Cuando murió, se vino todo abajo y no quedó nada.

NORA
.—¿Y qué hiciste?

SEÑORA LINDE
.—Hube de ingeniarme con una tiendecita, con un modesto colegio y con lo que pude encontrar. Los tres últimos años han sido para mí como un largo día de trabajo sin tregua. Pero se acabó todo, Nora. Mi pobre madre no me necesita ya, y los chicos, tampoco; tienen sus empleos y pueden mantenerse por sí mismos muy bien.

NORA
.—¡Qué alivio debes de sentir!

SEÑORA LINDE
.—No, Nora; lo que siento es un vacío inmenso. ¡No tener nadie a quien consagrarse!…
(Se levanta, intranquila.)
Por eso no podía aguantar al cabo en aquel rincón. Aquí debe de ser más fácil encontrar en qué ocuparse y distraer los pensamientos. Si me cupiera la fortuna de conseguir un empleo; en una oficina, por ejemplo…

NORA
.—Pero, Cristina, ¡es tan fatigoso, y tú pareces ya tan cansada! Sería mejor para ti que fueses a un balneario.

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