DOCTOR RANK
.—¿Nada más? Y, probablemente, viene usted a descansar acá yendo de festejo en festejo…
SEÑORA LINDE
.—He venido a buscar trabajo.
DOCTOR RANK
.—¿Será ése un remedio eficaz contra el exceso de fatiga?
SEÑORA LINDE
.—¡Una tiene que vivir, doctor!
DOCTOR RANK
.—Sí, eso opina todo el mundo: que es necesario vivir.
NORA
.—¡Vamos, vamos, doctor! También tendrá usted ganas de vivir.
DOCTOR RANK
.—¡Ya lo creo! A pesar de lo mal que estoy, prefiero seguir sufriendo durante el mayor tiempo posible. Todos mis pacientes piensan otro tanto. Y lo mismo pasa con los que padecen achaques morales. En este momento acabo de dejar a uno de esos enfermos morales en el despacho de Helmer…
SEÑORA LINDE
.—
(Con voz apagada.)
¡Ah!
NORA
.—¿A quién se refiere usted?
DOCTOR RANK
.—¡Oh!, es un tal Krogstad, procurador; usted no le conoce. Tiene el carácter podrido hasta las raíces… Pues a su vez ha osado decir que hay que vivir, como si supusiera una cosa de máxima importancia.
NORA
.—¿Sí? Entonces, ¿de qué quería hablar con Torvaldo?
DOCTOR RANK
.—No lo sé a ciencia cierta. Sólo he oído que se trataba del Banco.
NORA
.—Yo ignoraba que Krogs… que el procurador tuviera que ver con el Banco.
DOCTOR RANK
.—Sí; le han dado una especie de empleo.
(A la Señora Linde.)
No estoy al tanto de si por allá, entre ustedes, hay esa clase de hombres que se debaten afanosos por descubrir podredumbres morales, y en cuanto tropiezan con un individuo enfermo, le adjudican una buena plaza para tenerle en observación. Mientras, que se queden fuera los sanos.
SEÑORA LINDE
.—No obstante, los enfermos son, en realidad, los más necesitados.
DOCTOR RANK
.—
(Encogiéndose de hombros.)
Es ese punto de vista el que convierte la sociedad en un hospital.
NORA
.—
(Como abstraída en sus pensamientos y palmeteando.)
¡Ja, ja, ja!
DOCTOR RANK
.—¿De qué se ríe usted? ¿Sabe acaso qué es la sociedad?
NORA
.—¡Qué me importa la dichosa sociedad!… Me reía de algo muy distinto… algo verdaderamente gracioso… Dígame, doctor… Todos los que están empleados en el Banco dependerán desde ahora de Torvaldo, ¿no es así?
DOCTOR RANK
.—¿Y eso la divierte a usted tanto?
NORA
.—
(Sonríe y canturrea.)
No me haga caso.
(Paseándose.)
Sí que es verdaderamente gracioso pensar que nosotros… que Torvaldo haya ganado tanta autoridad sobre tanta gente…
(Saca del bolsillo un cucurucho de almendras.)
¿Una almendrita, doctor?
DOCTOR RANK
.—¡Cómo! ¿Almendritas? Tenía entendido que eso era mercancía prohibida aquí.
NORA
.—Sí; pero éstas me las ha dado Cristina.
SEÑORA LINDE
.—¿Qué? ¿Yo?…
NORA
.—¡Vaya, vaya, no te asustes! ¿Qué sabías tú de si Torvaldo me había prohibido comer almendras? Es porque le da miedo que se me estropeen los dientes, ¿comprendes? Pero por una vez, no hay cuidado. ¿Verdad, doctor? Tenga.
(Le mete una almendra en la boca.)
Y tú, otra, Cristina. Yo también tomaré una, sólo una pequeñita… lo más, dos.
(Paseándose.)
Ahora sí que me siento feliz. Al presente hay una sola cosa que tengo unas ganas vivísimas de hacer.
DOCTOR RANK
.—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué es?
NORA
.—Es algo que siento unos deseos irresistibles de decir delante de Torvaldo.
DOCTOR RANK
.—¿Y por qué no lo dice?
NORA
.—No me atrevo… Es una cosa muy fea.
SEÑORA LINDE
.—¿Fea?
DOCTOR RANK
.—En ese caso, no le aconsejo que lo diga. Aunque, a nosotros, bien podía… ¿Qué es lo que tiene usted tantas ganas de decir delante de Helmer?
NORA
.—Tengo unas ganas enormes de gritar: ¡Demonios coronados!
DOCTOR RANK
.—Pero ¿está usted loca?
SEÑORA LINDE
.—¡Por Dios, Nora!
DOCTOR RANK
.—Ya puede usted decirlo. Aquí viene.
NORA
.—
(Que esconde el cucurucho.)
¡Chis!
(Helmer sale del despacho con el sombrero en la mano y el abrigo colgando del brazo. Nora va hacia él.)
¿Qué, por fin has podido quitártele de encima?
HELMER
.—Sí; acaba de irse.
NORA
.—Te voy a presentar; es Cristina, que ha llegado de fuera.
HELMER
.—¿Cristina?… Perdón; pero no sé…
NORA
.—La señora Linde, Torvaldo; Cristina Linde…
HELMER
.—¡Ah, sí! una amiga de la infancia, supongo.
SEÑORA LINDE
.—Sí; nos conocimos en otro tiempo.
NORA
.—Y fíjate: ha hecho este viaje para poder hablar contigo.
HELMER
.—¿Qué oigo?
SEÑORA LINDE
.—Vamos… es decir…
NORA
.—¿Sabes? Cristina entiende bastante de trabajos de oficina, y ahora tiene mucho interés en ponerse a las órdenes de un hombre competente, para adquirir más conocimientos…
HELMER
.—Lo estimo muy acertado, señora.
NORA
.—Cuando se enteró de que te habían nombrado director del Banco… llegó un telegrama, ¿comprendes?, se apresuró a venir aquí. ¿Verdad, Torvaldo, que harás algo por Cristina para complacerme, eh?
HELMER
.—No parece del todo imposible. ¿Es usted viuda quizá?…
SEÑORA LINDE
.—Sí.
HELMER
.—¿Y conoce usted estos trabajos de oficina?
SEÑORA LINDE
.—Bastante.
HELMER
.—¡Ah! entonces es muy probable que pueda encontrarle una colocación…
NORA
.—
(Batiendo palmas.)
¿Lo ves, lo ves?…
HELMER
.—Llega usted en un momento oportuno, señora.
SEÑORA LINDE
.—¡Oh! ¿Cómo podría agradecérselo?…
HELMER
.—No se preocupe por eso.
(Poniéndose el gabán.)
Pero hoy tendrá usted que disculparme…
DOCTOR RANK
.—Aguarda; voy contigo.
(Busca su abrigo de pieles y lo calienta ante la estufa.)
NORA
.—No tardes mucho, Torvaldo.
HELMER
.—Una hora, nada más.
NORA
.—¿Te vas tú también, Cristina?
SEÑORA LINDE
.—
(Mientras se pone el abrigo.)
Sí; ahora tengo que buscar habitación.
HELMER
.—Pues bajaremos a la calle juntos.
NORA
.—
(Ayudándola.)
¡Qué lástima que vivamos tan estrechos! Pero nos es completamente imposible…
SEÑORA LINDE
.—¿En qué estás pensando, mujer? Adiós, Nora, y gracias por todo.
NORA
.—Adiós, o hasta luego. Porque vendrás esta noche, por descontado. Y usted también, doctor. ¡Cómo! ¿Si se siente usted con bríos?… ¡No faltaba más! Abríguese.
(Pasan, charlando, a la antesala. Se oyen voces de niños fuera, en la escalera.)
¡Ya están aquí, ya están aquí!
(Corre a abrir. La niñera Ana María viene con los niños.)
¡Entrad, entrad!
(Se agacha para besarlos.)
¡Angelitos míos!… ¿Ves, Cristina? ¿Verdad que son preciosos?
DOCTOR RANK
.—Nos os quedéis ahí hablando, que hay corriente.
HELMER
.—Venga, señora Linde. Permanecer aquí ahora es algo que sólo puede resistirlo una madre.
(El Doctor Rank, Helmer y la Señora Linde bajan la escalera. Ana María entra con los niños en el salón, seguida de Nora, que cierra la puerta.)
NORA
.—¡Tenéis un aspecto estupendo! ¡Vaya unos colores que traéis! Parecéis manzanas y rosas.
(Los niños le hablan todos a la vez hasta el final del parlamento.)
¿Os habéis divertido mucho? Así me gusta. ¡Ah! ¿Sí?… ¿Conque has llevado a Emmy y a Bob en el trineo?… ¡Qué enormidad! ¿A los dos juntos? ¡Sí que eres valiente, Ivar!… ¡Oh! déjame tenerla un poquito, Ana María. ¡Muñequita mía!
(Toma a la pequeña en brazos y baila con ella.)
Sí, sí, Bob; mamá bailará contigo también. ¡Cómo! ¿Os habéis tirado bolas de nieve? ¡Qué pena no haber estado con vosotros! No, deja, Ana María; yo misma les quitaré los abrigos. Sí, mujer, me encanta hacerlo. Entre tanto, pasa ahí; tienes cara de frío. Hay café caliente esperándote.
(Ana María pasa a la habitación de la izquierda. Nora quita los abrigos a los niños, desperdigándolos por la escena. Los niños siguen hablando todos a la vez.)
¿Sí?… ¿Decís que os ha seguido un perro grande, corriendo detrás de vosotros? Pero no os mordería, ¿eh?… No; los perros no muerden a los muñequitos encantadores como vosotros, ¡Ivar, no toques los paquetes! ¡Si tú supieras lo que hay dentro!… Una cosa horrenda… ¡Anda, vamos a jugar! Al escondite… ¿queréis?… Bob se esconderá el primero… ¿O preferís que me esconda yo?…
(Se ponen a jugar todos, riendo y alborotando, en el salón y en la biblioteca de la derecha. Por fin, Nora se esconde debajo de la mesa. Los niños irrumpen precipitadamente, sin encontrarla; pero, al oír su risita contenida, se lanzan todos hacia la mesa, levantando el tapete, y la descubren. Ruidosa alegría. Nora sale a gatas como para asustarlos. Mientras, ha llamado alguien a la puerta, sin que nadie lo note. Se abre la puerta un poco, y aparece Krogstad. Se detiene un momento en tanto que el juego continúa.)
KROGSTAD
.—Usted perdone, señora…
NORA
.—
(Emite un grito ahogado, levantándose a medias.)
¡Ah! ¿Qué desea usted?…
KROGSTAD
.—Dispénseme. Como la puerta estaba abierta… Se habrán olvidado de cerrarla.
NORA
.—
(Levantándose.)
No está en casa mi marido, señor Krogstad.
KROGSTAD
.—Ya lo sé.
NORA
.—¿A qué viene usted aquí, pues?
KROGSTAD
.—A hablar dos palabras con usted.
NORA
.—¿Conmigo?…
(A los niños, en voz baja.)
Marchaos con Ana María. ¿Cómo? No, no, el hombre no va hacer nada malo a mamá. En cuanto se haya ido, volveremos a jugar.
(Conduce a los niños a la habitación de la izquierda y cierra la puerta tras ellos. Con inquietud, intrigada.)
¿Quería usted hablarme?…
KROGSTAD
.—Sí, eso quiero.
NORA
.—¿Hoy?… Pero si aún no estamos a primeros de mes…
KROGSTAD
.—No, hoy es Nochebuena; y de usted depende cómo va a pasar estas Navidades…
NORA
.—Habrá de hacerse cargo. Hoy no puede de ninguna manera…
KROGSTAD
.—Por ahora no vamos a hablar de eso. Se trata de otra cosa. Me figuro que podrá dedicarme un momento.
NORA
.—¡Oh! sí, claro, por supuesto… aunque…
KROGSTAD
.—Muy bien. Estaba yo sentado en el restaurante Olsen, cuando he visto pasar a su marido…
NORA
.—Sí, sí.
KROGSTAD
.—…con una señora.
NORA
.—¿Y qué…?
KROGSTAD
.—¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No era la señora Linde?
NORA
.—Sí.
KROGSTAD
.—¿Acaba de llegar a la ciudad?
NORA
.—Sí, ha llegado hoy.
KROGSTAD
.—¿Y es amiga íntima de usted?
NORA
.—Sí; pero no veo qué relación…
KROGSTAD
.—Yo también la conocía.
NORA
.—Lo sé.
KROGSTAD
.—¿De veras? Así, estará usted enterada. Me lo suponía. Entonces podré preguntarle con toda franqueza: ¿es verdad que la señora Linde va a tener un empleo en el Banco?
NORA
.—Señor Krogstad, ¿cómo se permite preguntarme eso usted, que es un subordinado de mi marido? Pero, ya que me lo pregunta, voy a responderle. Es verdad; la señora Linde tendrá una colocación, y además, soy yo quien ha influido para ello. Ya lo sabe usted, señor Krogstad.
KROGSTAD
.—He acertado.
NORA
.—
(Paseándose.)
Como puede suponer, una tiene algo de influencia. No crea que ser mujer no quiere decir que… Cuando se es un subordinado, señor Krogstad, hay que obrar con un poco de tacto para no mortificar a una persona que…
KROGSTAD
.—¿…que tiene influencia?
NORA
.—Eso es.
KROGSTAD
.—
(Cambiando de actitud.)
Señora, ¿sería usted tan amable que empleara su influencia en mi favor?
NORA
.—¡Cómo! ¿Qué se propone?
KROGSTAD
.—¿Sería usted tan amable que se preocupara de que pueda yo conservar mi empleo en el Banco?
NORA
.—¿Qué significa esto?… ¿Quién ha pensado en quitarle su empleo?
KROGSTAD
.—¡Oh! no hay para qué fingir. Comprendo muy bien que a su amiga no le guste tropezarse conmigo, y ahora, además, comprendo a quién debo agradecer mi cesantía.
NORA
.—Le aseguro que…
KROGSTAD
.—Bueno, bueno. En una palabra, todavía está usted a tiempo de impedirlo.
NORA
.—Pero, señor Krogstad, si no tengo ninguna influencia…
KROGSTAD
.—¡Ah! ¿No? Pues me parece que acaba usted de afirmar…