Catalina la fugitiva de San Benito (22 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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El portugués partió a caballo hacia la Corte a despachar un asunto personal y luego de cumplido y sin demora se dedicaría en cuerpo y alma a los negocios del obispo.

Raíces de odio (Muchos años antes)

Las siluetas eran confusas, aun a corta distancia, y desde el camino que constituía el paso obligado de carruajes y personas resultaba prácticamente imposible discernir nada. Las seis de la mañana era hora muy temprana para viajeros y por aquella zona no había cultivos ni, por tanto, campesinos o renteros que se dirigieran a sus labrantíos a trabajar la tierra.

El pequeño cementerio estaba ubicado en una vaguada entre Quintanar del Castillo y Río Seco de Tapia, y la evaporación de las aguas del Órbigo hacía que el relente y la escarcha, a aquellas tempranas horas, se convirtieran en una niebla baja que incluso impedía que un hombre consiguiera ver las punteras de sus zapatos y no se retiraba hasta muy entrada la mañana, cuando ya el astro rey, alzado en el horizonte, calentaba lo suficiente.

De haberse acercado alguien al muro que rodeaba el camposanto y la vieja ermita, hubiera podido presenciar una singular escena. Atadas a la cancela de hierro que daba paso al interior del sacro recinto se hallaban dos cabalgaduras: la una, de buen porte, un bayo de negra crin que, debidamente enjaezado, portaba en la cruz dos carteras de cuero propias de largos viajes y en el anca derecha el hierro propio de las caballerías pertenecientes al Santo Oficio; el otro animal era un rucio innoble, desgarbado y casposo, lleno de mataduras, con el cabestro de cuerda de esparto y dos alforjas de grueso saco que hacían las veces de silla y de las que sobresalían sendos mangos de un pico y de un azadón, que en aquellos momentos no eran necesarios a las figuras que se dibujaban borrosas entre la espesa bruma.

Una de ellas estaba en pie y vigilante. Era un hombre de buen aspecto, alto y recio, que vestía un coleto sin mangas cerrado hasta el cuello, de piel de venado bien curtida y debidamente forrado y armado con ballenas que le servían a la vez de peto y de espaldar, caso de un ataque perpetrado con espada o daga; bajo él, un jubón de ropilla adamascado, de manga abullonada, unos greguescos altos y holgados hasta las rodillas y sujetos a ellas mediante cintas, medias abrigadas y botas altas de serraje; del tahalí pendía una espada cuya punta asomaba bajo su capote de viaje. Su rostro era prácticamente invisible, cubierto como estaba por el ala de un emplumado chapeo, que lo hurtaba a cualquier mirada curiosa; toda su vestimenta, así como sus aditamentos, eran de color negro. El otro individuo era chaparro y patizambo, pero terriblemente ancho de espaldas, con hombros y brazos poderosos; vestía como un campesino y había dejado sobre una tumba lateral su tabardo forrado de lana de oveja para poder, así, mejor trabajar. Su cara, aplastada y sin relieve, se hallaba perlada por gruesas gotas de sudor debido al esfuerzo que estaba realizando; al deslizarse desde su frente hasta su barbilla, alguna se alojaba, como canica en juego de niños, en los hoyos profundos que la viruela había dejado en su rostro. Su indumentaria la componían camisa de lana, chaleco y pantalón de pana marrón, medias de estameña y polainas que abrigaban sus pantorrillas, talmente dos mazas de las que muestran los naipes en el palo de bastos; calzaba borceguíes de cuero.

El alto dirigía las operaciones:

—Ahora, ¡empujad!

Había colocado el hombre bajo la losa que cubría una tumba reciente un largo rodillo de madera, tras apartar unas flores que lucían marchitas sobre ella y hacer palanca con el mango de una herramienta; después y siguiendo las instrucciones del caballero, apuntaló sus pies en el borde de un túmulo vecino y accionando sus flexionadas piernas cual dos poderosos flejes presionó con sus callosas manos la piedra apoyada en el rodillo; ésta, lentamente, se fue deslizando sobre él y dejó al descubierto los ladrillos de barro cocido juntados con argamasa que apenas llevaban unas semanas colocados. Entonces el hombre se llegó hasta el jumento y de su alforja sacó un mazo de madera, un capacho de esparto y una escarpia de hierro, lo juntó todo y regresó junto a la sepultura; al punto comenzó a golpear con el mazo la cabeza del escoplo que clavó entre los entresijos de los ladrillos. El caballero alzó la mirada vigilante para ver si el eco de los golpes que rebotaba en la tapia del cementerio atraía la atención de algún caminante madrugador. Al ver la actitud del otro, el que picaba detuvo el martilleo.

—Proseguid. No os detengáis si no os lo ordeno.

El tac-tac-tac continuó y los tejos se fueron amontonando en el fondo del capacho a la vez que se agrandaba el agujero y aparecía la forma de un ataúd de caoba oscura ornado con un crucifijo de ébano únicamente manchado por el polvo que sobre él había caído a resultas de la operación de retirar los ladrillos. Cuando el hueco quedó libre, el hombre, pasándose el antebrazo derecho por la frente, miró al caballero reclamando instrucciones.

—¡Descerrajadlo!

—... Perdone vuecencia, pero esto no estaba en el trato.

—¡Haced lo que os digo!

El hombre escupió en la palma de sus manos, las refregó una contra otra en un gesto automático y rezongó:

—No me gusta trajinar con muertos. Esto os costará cincuenta reales más.

—Os daré cien, pero vais a obedecerme en todo sin rechistar.

—Como mandéis.

—¡Pues proceded, maldita sea!

El hombre tomó el mazo y la escarpia y de un seco golpe descabezó la cerradura. El caballero se acercó a la fosa y con su enguantada mano alzó la tapa del ataúd. Un olor nauseabundo atacó el olfato de ambos cuando apareció un cuerpo inhumado con el hábito de los terciarios de San Francisco; el rostro barbado y palidísimo estaba orlado por la capucha marrón de la orden.

—¡Ayudadme, hemos de darle la vuelta!

—Excusadme, señor, pero tocar a un muerto es cosa de mal augurio. Os repito que...

—Hemos hecho un trato. ¡Los muertos no os harán nada, mejor haréis guardándoos de los vivos! ¡Pardiez que sois timorato! ¡Venga, ayudadme!

Ambos hombres trajinaron hasta que consiguieron dar la vuelta al cadáver. Entonces el caballero metió su mano bajo la capa y apareció en ella una daga afilada; raudo y expedito rasgó el hábito del muerto, dejando su espalda al descubierto. A la vacilante luz de la madrugada, se agachó para mejor ver: a la altura del hombro diestro se distinguía, nítida, en la cerúlea piel, una mancha escarlata de forma peculiar. El negro personaje se quedó concentrado en ella, absorto y atentísimo. Los ojos del gañán miraban curiosos y atrevidos.

—¿Era eso lo que tanto os importaba?

—¡No os pago por hacer preguntas!

El hombre se creció:

—Me vais a pagar cien reales por el trabajo y cien más por callar todo lo que he visto, que intuyo os importa en demasía.

—Sea como decís. Pero primeramente ayudadme.

El caballero dejó la daga en la tierra y luego ambos dieron media vuelta al cadáver, cerrando acto seguido la tapa de la caja; después los dos se incorporaron. En los porcinos ojillos del campesino brillaba la codicia. Entonces el de negro llevó su diestra a la cintura y al punto apareció en su mano la espada. En la mirada del otro la avaricia dejó paso al terror, y en un Jesús la filosa partió el corazón del hombre de una estocada rápida y certera; éste, girando sobre sí mismo, cayó sobre la abierta tumba dando un traspié mientras intentaba contener con sus manos el chorro de sangre que le manaba del pecho.

—Me habéis ahorrado esfuerzo, ¡vive Dios!

El caballero limpió la punta de su tizona en la ropa de pana del labriego y luego de envainar, empujándolo con la suela de su bota, lo terminó de colocar dentro de la sepultura. Después se desembarazó del ferreruelo y del tahalí a fin de poder obrar con mayor comodidad y sin impedimentos, y con mucho esfuerzo obligó a la lápida a deslizarse sobre el rodillo hasta que logró encajarla de nuevo en su primitivo lugar. Hecho lo cual, tomó los aperos de trabajo y los colocó en las alforjas del jumento; finalmente recogió su capa, su espada y la daga que yacía en el suelo y, atando la rienda del borrico en al arzón de su cabalgadura y tras sacudirse el polvo de sus negros ropajes, montó en ella y se alejó en tanto la niebla se alzaba despacio a la vez que unos tímidos rayos de sol entraban de puntillas por el este.

El regreso de Josué

Josué Yed-Amircal había regresado a Lisboa. Entendía que el peligro acechaba a los de su pueblo por todas par
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estaba en su interior. Sus antepasados habían tenido que huir, dejando sus casas y todas sus pertenencias en un plazo de treinta días, y pagar cánones inauditos por el mero hecho de pasar por un territorio o pernoctar en un mal refugio. Ellos, que habían sido la ayuda de los reyes cristianos, sus banqueros, sus consejeros y los factótum de la gran empresa que representó la Reconquista, ellos, que fueron la honra y prez de la pluricultural Toledo, habían sido mal pagados, traicionados y vilipendiados. Las familias se desperdigaron; unas se quedaron en España como
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y otras a través de mil vicisitudes y peripecias llegaron a Estambul, estableciéndose allí junto con los
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y el resto de los que llegaban de Sefarad, para dedicarse a lo que mejor sabían hacer, que era trabajar y crear riqueza para el país que los había acogido.

Había escuchado mil veces en boca de su padre la historia de su bisabuelo. En los días anteriores a la Diáspora, las discusiones fueron el terreno abonado donde se debatían todas las dudas de aquel pueblo, por otra parte tan proclive a ellas, condenado a errar por el mundo por los siglos de los siglos y a no echar raíces en lugar alguno. Una de las familias que había optado por la partida hizo un alto en el camino tras muchas horas de viaje, y entonces oyó el llanto de un niño en la parte trasera de su carro. Fueron retirando la carga que allí se amontonaba y, ante sus asombrados ojos, apareció una cesta de mimbre con un niñito alojado en ella que exhalaba un fuerte olor a vino dulce. Lo sacaron de su escondrijo y, en tanto las mujeres lo lavaban y alimentaban, los hombres comenzaron a debatir el significado del hallazgo; la conclusión fue que una familia de las que habían decidido permanecer en el país y aceptar la ley que les obligaba a convertirse al cristianismo había convenido, por si las cosas no resultaban como ellos imaginaban, que uno de sus vástagos, y con él la semilla de su estirpe, abandonara la península Ibérica en una de las caravanas que se organizaban para huir, antes de que el plazo de salida terminara. De esta manera ocultaron a la criatura en una de las galeras de los que emigraban, no sin antes darle una buena cantidad de mosto con azúcar a fin de que el pequeño durmiera durante un largo trecho y su llanto no delatara su presencia hasta que estuvieran demasiado lejos y fuera demasiado tarde para que a nadie se le pasara por las mientes regresar con objeto de averiguar a quién pertenecía la criatura. Lo curioso fue que entre sus ropas encontraron una llave que supusieron podía ser la de la casa de sus antepasados, y quisieron que el niño la conservara para que al crecer supiera que en algún lugar de Lisboa estaban sus raíces; pero más curioso aún fue que grabada en ella se podía leer una inscripción:

YED-AMIRCAL

Y pese a que todas las familias del barrio se conocían entre sí, este apellido no correspondía a ninguna de ellas. Las gentes que se hicieron cargo del recién nacido lo adoptaron como hijo, pero lo inscribieron en el gran libro con las letras que figuraban en la llave como si éste fuera su auténtico apellido. De esta manera, cuando su bisabuelo creció y fundó una familia, y luego su abuelo y su padre hicieron lo propio, para toda la comunidad judía de Estambul ellos eran y fueron siempre los Yed-Amircal.

Su padre conservó la antigua fe y las costumbres que le enseñó su abuelo, el cual a su vez las aprendió de su bisabuelo y éste de la familia que lo acogió. Él, desde muy pequeño, recordaba que en la fiesta del Yom Kippur
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se ponía en la presidencia durante el tiempo que duraba su celebración la llave de la casa de Lisboa, heredada de padres a hijos a través de las generaciones, y que era para ellos el paradigma de la belleza y de la felicidad de lo que intuían fue su pasado, en la creencia absoluta de que algún día regresarían a ella y recobrarían su historia.

Josué había nacido en Estambul, pero su corazón pertenecía a Portugal. Los relatos de su abuelo junto a la lumbre le hacían vivir la Diáspora
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como si él en persona hubiera dirigido la huida de los suyos a través de las tierras de Europa como nuevo Moisés... Y una noche, recordaba que era la fiesta de Januccá
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de hacía ya muchos años, decidió que un día regresaría al solar de sus antepasados.

Los Yed-Amircal, desde que se habían afincado en aquella ciudad se dedicaban a la compra y venta de manuscritos antiguos tal como el bisabuelo había aprendido de la familia que lo adoptó, enseñanza que luego transmitió a su hijo, que hizo lo mismo, y así sucesivamente, hasta llegar a ellos dos. De esta manera Josué y su hermano Elías se convirtieron, cuando llegó su tiempo, en dos auténticos expertos en la restauración y el cuidado de los manuscritos, así como en el arte de descifrar signos y frases cabalísticas.

Una mañana llegó a su tienda, situada junto a la mezquita de Solimán, un comerciante con el que hicieron tratos y trabaron conocimiento. Se dedicaba el hombre a recorrer los monasterios de Europa y Oriente comprando libros y pergaminos desechados por los monjes por defectuosos, ya fuere porque les faltase alguna hoja o porque un fragmento principal se hubiere extraviado o tuviere alguna raspadura; en aquella ocasión les ofrecía un viejo volumen trabajado en papiro egipcio y dedicado a los autos de fe celebrados en la península Ibérica desde 1500, y cuyo título rezaba así:
Manchas del diablo y otras huellas que éste deja en el cuerpo de sus fieles para distinguirlos en éste y en el otro mundo.
En el índice figuraba una relación de apellidos, uno de los cuales llamó poderosamente la atención de Josué; sin embargo, la página de las señales que a dicho apellido correspondía había sido arrancada. En el lomo del volumen aparecía un número 2, como si fuera la segunda parte o copia y tuviera que haber una primera u original. Todo lo que le reportara noticias del pasado acerca de aquel tema, interesaba sobremanera al joven. De modo que tras consultar con su hermano, la sospecha que había germinado en su cabeza, debida a la práctica de ambos en resolver jeroglíficos y signos cabalísticos, a raíz del apellido que allí figuraba, le hizo tomar su decisión y, sin él saberlo, actuó de catalizador y fue el desencadenante del paso que iba a dar, hasta aquel instante demorado.

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