Catalina la fugitiva de San Benito (21 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Venís de hacer demasiadas leguas a caballo, amigo mío, dejadme que os dispense del protocolo. —Y diciendo esto lo tomó afectuosamente por el hombro y lo condujo hacia el tresillo que estaba bajo el ventanal y que era el punto de la habitación mas alejado de la chimenea, y añadió—: No llueve siempre a gusto de todos, no creáis que me olvido de vuestros calores. Haré este sacrificio por vos y espero que el Señor me lo tenga en cuenta, ya sabéis que soy una flor de estufa.

Acomodáronse los dos hombres. El doctor Carrasco se arrellanó en el sofá y el de Fleitas lo hizo al borde de uno de los dos sillones que componían el tresillo.

—Decidme pues, amigo mío, ¿cómo van vuestras pesquisas?

—Progresan lentamente, reverencia, pero vamos avanzando. Ya sabéis que son cosas muy delicadas que requieren mucha paciencia y mucho tino y, claro está, mucho tiempo.

—Comprendo, en materias tan sutiles se debe andar con pies de plomo. Pero, decidme, ¿hemos progresado algo?

—Yo diría que sí. Pero como sabéis... en estas cuestiones, cosas que parecen distantes y desparejas, súbitamente se juntan y se hace la luz. Tenemos por todos lados ojos y oídos que nos van enviando materiales que, debidamente seleccionados y comprobados, hemos de encajar en un inmenso rompecabezas que solamente al terminarse nos dará la exacta perspectiva del cuadro que intuimos.

—¿Y adónde nos llevan, hasta ahora, las piezas que habéis colocado?

—Veréis, excelencia, en esto juegan conjuntamente el azar, los conocimientos y la intuición.

—Dejaos de circunloquios, don Sebastián, que lo único irrecuperable en este mundo es el tiempo, y el de entrambos es importante y escaso.

—Bien, vamos a ello. En primer lugar me dediqué a seguir los pasos de don Martín de Rojo y para hacerle mover ficha en el tablero acosé a deudos amigos y clientes. Ya sabéis... si queréis que salte el conejo, debéis poner al hurón en la madriguera. Indagué sobre su hacienda y su familia y supe que su situación no es, precisamente, boyante. Su casa solariega necesita de un urgente apuntalamiento; en ella viven su esposa y dos de sus hijas, otra hija casó y vive en Sevilla y al hijo varón lo tiene en la Universidad de Salamanca, no sin grandes esfuerzos, y todo eso sumado a que sus tierras están afectadas por el paso de los ganados hacia la capital y no puede sembrar ni recolectar hace que las deudas le abrumen. Presioné lo suficiente en derredor suyo para que se inquietara y partiera hacia Madrid en busca de apoyo; me interesaba la cantidad y la calidad de los padrinos que lo pudieran avalar en la Corte; siempre es bueno conocer la fuerza de los adversarios a quien puedes llegar a enfrentarte. De cualquier manera y antes de partir, yo ya sabía que la primera persona a quién visitaría, puesto que fue su protector en Nápoles, iba a ser su excelencia el duque de Alburquerque y marqués del Basto, de manera que tuve tiempo para preparar mis peones.

—¿Y cómo preparasteis el tablero, don Sebastián?

—Bien, pues veréis, poderoso caballero es don Dinero y una fina bolsa de seda con cincuenta reales de plata hizo que el secretario del duque cantara más fino y alto que niño de coro.

—¿Y qué canto fue ése?

—Mis manejos dieron resultado y tal como supuse pidió auxilio al duque, que por lo visto tenía contraída una deuda con él desde los tiempos del Tercio Viejo. Éste, al intuir que detrás de todo andaba el Santo Oficio, no quiso inmiscuirse, pero devolviendo el favor lo remitió, con carta de recomendación, a su excelencia don Jerónimo Villanueva, que como bien sabéis es dilecto amigo de Su Majestad. De nuevo tuve que abrir la bolsa para que tintineara el oro y me consta que, al estar el pronotario de Aragón asaz ocupado entre sus tareas y las que el rey le encomienda, le ha hecho saber que en cuanto pueda le dará audiencia, pero va para largo. De cualquier forma, yo sabré el cuándo y el dónde, y también lo que en ella se diga.

—Habéis trabajado diligentemente, caro amigo.

—Pero esperad, excelencia, aún hay más. Ya os he dicho que el azar tiene mucho que ver con mi trabajo.

—Proseguid, os escucho.

—Veréis, investigando el entorno de don Martín di en parar en la partera que asistió al último parto de su esposa y a la que he hecho un par de visitas. En la primera, entre halagos y lisonjas la fui tirando de la lengua; entonces la mujer habló y dijo que el hidalgo tenía cuatro hijas. Algo me olió mal ya que mis informes no coincidían con su aseveración, pues lo cierto es que tiene tres hembras y un varón. Pero entendí que no era momento para tirar de la cuerda y me fui sin más.

—No acierto a comprender...

—Tened un poco de paciencia, ya os he dicho que el azar desempeña un importante papel en los negocios de los hombres.

—Decid mejor la divina providencia.

—Así sea, excelencia. El caso es que tal como os relaté en mi última visita, fui enviado a la feria de Carrizo de la Ribera a fin de comprobar si la compañía de cómicos que allí iba a actuar representaría el auto sacramental anunciado con la debida propiedad y respeto. Al ser familiar del Santo Oficio, fui invitado a asistir a la corrida de toros que se iba a celebrar en honor de san Magín y en la que actuaba de caballero invitado don Diego de Cárdenas, que por cierto demostró gran valor y pericia al salvar la vida de su padrino, el cual, habiendo sido derribado por el toro, de no ser por la decidida intervención de su pupilo a estas horas podría estar dando cuentas a san Pedro; a ambos reconocí por haberlos visto en vuestra sede dos días antes, en ocasión de mi última visita.

—No comprendo adónde queréis ir a parar.

—Ya llego a ello, excelencia. Desde el palco de la Santa Inquisición divisaba perfectamente toda la plaza, cuando súbitamente, en el punto más alejado, pude ver a Marcelo, el correo que me enviasteis a Braganza, junto a la doncella de doña Beatriz, ambos acompañados por la comadrona de los Rojo e Hinojosa y una mujer a la que yo no conocía, que resultó ser el ama que crió al hijo de don Martín y que es una recogida de San Benito.

—En que quedamos, don Sebastián, hijo o hija...

—Ya termino. Antes de que finalizara el festejo, me escabullí entre la gente y me coloqué, embozado en mi capa, ya que María Lujan o vuestro correo me habrían reconocido sin duda, en la puerta por la que obligadamente tenían que salir, me acerqué a ellos con disimulo y mezclado entre la multitud los fui siguiendo hasta la explanada donde se iba a celebrar el auto sacramental. Las tres mujeres se pasaron la tarde porfiando y sin ponerse de acuerdo: el ama y la camarera que fue un niño lo que aquella noche trajo al mundo doña Beatriz y la partera que, con certeza, fue una niña, y que además la recordaba perfectamente por una mancha escarlata que la criatura tenía bajo la tetilla derecha.

—Eso es común en los recién nacidos.

—Pero la forma, excelencia...

—No os comprendo.

—Mirad... hace ya años, cuando estaba asignado a los archivos del Santo Oficio en Portugal, llegó a mis manos la curiosa historia de un relapso
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que pertenecía a una familia de banqueros judíos portugueses, los Lacri-Madei, que el rey Juan III hizo quemar en la hoguera en Lisboa por haber recaído en su herejía. Como observaréis, juntando la primera parte del apellido con la primera sílaba de la segunda parte formaréis la palabra «lacrima» que, como no ignoráis, en latín significa «lágrima». El hecho despertó mi curiosidad y me dediqué a buscar datos sobre la historia. Entonces, por una coyuntura favorable tuve en mis manos un tomo que me mostró un fraile que fue miniador
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habilísimo, y que acostumbraba coleccionar los mejores trabajos que le interesaran de miniadores antecesores suyos; en esta ocasión se trataba de un códice muy curioso en cuyo lomo se veía claramente un número 1, y del que el monje al que encargaron el original, por orden de su superior según constaba en la primera página, hizo una copia donde se podían ver todas las manchas que se atribuyen al maligno, manchas que figuraban en la piel de algunos de los condenados por herejía, a fin de reconocerlas posteriormente en descendientes de los mismos, sobre todo en caso de que tuvieran relación carnal fuera del matrimonio con cristianos viejos y ésta tenía consecuencias. Allí constaban dibujadas y coloreadas, por tanto hechas con toda precisión y detalle. Y en la letra «L» y al lado de la historia del referido judío pude ver la marca: era exactamente un ojo llorando tres pequeñas lágrimas carmesíes.

—Sigo sin comprender adónde queréis ir a parar. —El obispo se rebulló inquieto.

—Excelencia, según sostuvo la comadrona que atendió a doña Beatriz de Fontes, la niña que nació aquella noche tenía bajo la tetilla izquierda una mancha que era, talmente, un pequeño ojo del que caían tres lágrimas escarlatas. Demasiada coincidencia parece.

—¿Y entonces?

—Entonces y a los pocos días volví a visitar a la comadrona y, apretando hábilmente sus tuercas, la llevé a mi huerto y le requisé la libreta en la que durante años llevó la relación de sus parturientas. Al lado de la señal correspondiente al parto de doña Beatriz de Fontes figuraba el dibujo muy primitivo pero suficientemente explícito. Aunque la mujer sostuvo que era una señal para recordar la primera vez que asistía a un parto en casa tan importante y que al no saber escribir lo había marcado con un ojo, pues en los apellidos del padre figuran las letras «o», «j», «o», ved... Rojo e Hinojosa, y que las tres lágrimas querían indicar que ya tenía tres hijas, yo recordaba perfectamente lo que aseveró en la feria de Carrizo ante las otras dos mujeres. Lo que no me pareció prudente sin haber dado oficialidad a mi visita fue urgirla, no fuera que se asustara en demasía, y pensé que ya tendría ocasión de apretarla si conviniera. Pero, observad...

Y tras esto decir, el portugués extrajo del bolsillo de su jubón una pequeña libreta cosida con un bramante y, abriéndola en un punto determinado, mostró al obispo el bosquejo primitivo pero muy claro de un ojo lagrimeante.

El prelado palideció.

—¿Os encontráis indispuesto, excelencia?

—No, tal vez el frío... ya sabéis que el frío me afecta en demasía. Si sois tan amable, hacedme la merced de tirar del cordón de la campanilla.

Al punto así lo hizo el de Fleitas y al instante apareció fray Valentín.

—¿Desea algo su excelencia?

—Así es, coadjutor. Hacedme el favor de traerme una copa de vino caliente, ya sabéis, del que acostumbro... ¿Vos deseáis tomar alguna cosa? Excusadme por no habéroslo ofrecido antes.

—No, excelencia, mil gracias.

Se retiró fray Valentín y retornó al rato con una pequeña salvilla de plata donde portaba una copa de cristal tallado de Bohemia en cuyas facetas refulgía, irisada, la luz que despedía la gran chimenea, y que contenía un líquido de color rojo sangre; el coadjutor dejó en la mesilla auxiliar la bandeja y tras demandar la venia al prelado desapareció. El obispo bebió del licor y se rehizo al punto, dejo con parsimonia la copa en la vasera y, tras entregarle de nuevo el cuadernillo al familiar, habló otra vez:

—Esa historia me interesa, don Sebastián. Es posible, y no me extrañaría, que hubiere en esa familia una mancha impura. Vais a progresar en vuestras averiguaciones. Por cierto, convendrá que visitéis a ese médico. Quizás os aclare las cosas mejor que su comadrona. Pienso que, tal vez, debisteis de comenzar por él; y si se niega a colaborar, me lo traeréis aquí y yo os aseguro que hará el canario
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.

—Perdonad, excelencia, pero mi larga experiencia me dice que es más fácil desatar las lenguas de los humildes, ya que su incultura y desconocimiento de las leyes los hace más asequibles y temerosos y, por serlo, temen a los que ellos intuyen importantes.

—Y ¿conocéis al susodicho médico?

—Efectivamente, reverencia, es el doctor Gómez de León.

—¡Pues visitadlo y dejad a un lado cualquier otro trabajo que os encomiende el Tribunal! Decid que estáis a mis directas órdenes y dedicaos en cuerpo y alma a este menester. Si hay un vestigio de sangre judía en las venas de esa familia, quiero que ese tumor sea extirpado. Debéis informarme si esa señal indigna está marcada asimismo en los otros descendientes y quiero saber de una vez por todas, el sexo de esa criatura, ya que de ser verdad lo que sostiene la comadrona deberemos buscar a otra persona diferente de la que cursa estudios en Salamanca, y veo algo extraño en todo ello.

Tras este discurso, el doctor Carrasco se levantó con dificultad del sofá y se dirigió a la gran mesa; de un cajón extrajo una bolsa que contenía treinta ducados, regresó junto al tresillo y se la entregó al portugués.

—Gastad lo necesario. No regateéis medios. Si todo llega a buen fin, seréis generosamente recompensado.

El portugués se había puesto en pie y tomando la escarcela se la colocó en la cintura.

—No dudéis, reverencia, de que seréis servido con celo y diligencia. Nada me complace más que ofrecer mis servicios a quien tan generosamente sabe apreciarlos. Si no tenéis a bien mandar algo más...

—Nada más, amigo mío. Bueno, tal vez sí. Me gustaría echar una ojeada a ese códice que decís guarda ese miniador amigo vuestro.

—Temo que no va a ser posible. Era mi deseo traéroslo en este viaje e intenté contactar con él en Lisboa para pedírselo en préstamo y en caso necesario requisárselo, pero ocurrió algo extraordinario.

—Decidme, ¿qué fue ello?

—Veréis, estuve en su casa en Lisboa, en la calle Luis de Camoens...

—¡No me importa donde vive vuestro amigo, únicamente quiero saber qué ha sido de ese maldito código!

El portugués se dio cuenta de que el humor del prelado se estaba torciendo...

—Pues veréis, excelencia, al código no sólo le falta la susodicha página, sino que en el índice no existe referencia alguna a la letra «L». Parecía haber sido arrancado; es como si jamás hubiera existido.

—Al final conseguiréis que crea en los milagros. ¿No será que fuisteis excesivamente cicatero con vuestro amigo?

—Sabe Dios que si en algún asunto me vanaglorio de ser excesivamente espléndido es en vuestro servicio.

—Bien, entonces id con Dios y buena caza.

—Con él quedad.

El obispo tiró de nuevo de la borla que accionaba la campanilla y cuando fray Valentín apareció le ordenó que acompañara hasta la salida al señor Fleitas de Andrade. Luego, al quedarse solo, se llegó al escritorio y extrajo del cajón derecho un espejito, se desabrochó la parte superior de su sotana violeta y aproximándose a una cornucopia que estaba colgada en la pared y en el centro de una mesa lateral se colocó ante ella de tal forma que, entre los dos azogados cristales, pudo examinarse la espalda. Allí divisó con claridad meridiana a la altura de su hombro una mancha con la forma perfecta de un ojo del que escapaban tres lágrimas escarlatas.

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