Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Mateo dio gracias a
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por su buena fortuna. Había encontrado un trabajo que lo introducía en el mundo que le interesaba para sus averiguaciones. El hombre le había parecido una excelente persona e iba a ganar unos dineros que le permitirían vivir dignamente sin nada pedir a los suyos.
Comenzó su tarea a la mañana siguiente y hasta que hubo pasado un tiempo no fue totalmente consciente de su buena estrella. Don Manuel era un auténtico enamorado de los libros, y era un gozo poder acceder a aquella biblioteca. El ambiente de la casa era agradable, la comida excelente y hasta el mastín parecía haberle cobrado afecto. Pasaron los meses y su patrón cada vez prolongaba más sus ausencias; él quedaba en la casa como dueño y señor y la criadita que le recibió el primer día, pese a que su aspecto siempre fue desmedrado, su estatura escasa y su delgadez extrema, lo cuidaba con un esmero y un mimo tras los que adivinaba que la chica escondía otros planes.
Un año largo había transcurrido ya desde sus inicios en aquel menester, cuando una mañana don Manuel le propuso que, si le convenía, podía dejar su posada y trasladarse a vivir a su mansión. El cuarto de su hijo estaba vacío y éste iba a permanecer fuera de Portugal varios años. Mateo se ahorraría unos buenos dineros, trabajaría más descansado y él, en sus ausencias, dejaría la mansión mejor guardada. A Mateo le pareció de perlas la propuesta y a los dos días, luego de despedirse de los dueños de su posada agradeciéndoles cuantas cosas habían hecho por él, hizo su traslado en un carromato que alquiló asombrándose de lo que en un año habían ido creciendo sus pertenencias. Un paquete llevó en sus manos con los dos efectos que no abandonaba jamás: el códice cuyo descubrimiento le hizo emprender su viaje y la llave de la casa de sus antepasados. Dos sucesos importantes decidieron su destino y ambos acontecieron en un breve espacio de tiempo. Una noche de invierno, recordaba que hacía mucho frío, su cámara estaba totalmente oscura pues el fuego de la chimenea se había apagado y en el duermevela le pareció oír que alguien abría la puerta de la habitación; ni tiempo tuvo de despertar cuando sintió que un cuerpo joven y tibio se deslizaba entre las sábanas de su lecho. Mateo había cumplido los treinta y cinco años y hacía dos que no yacía con mujer; sintió el tirón de la carne y cayó en la tentación. Cuando todo terminó, de igual forma como había comenzado, la muchacha se levantó y tomando su camisa salió de la estancia. A la mañana siguiente ella sonreía feliz y Mateo no sabía adónde dirigir su mirada. Aquella situación se fue repitiendo noche a noche siempre que don Manuel no estuviera en la ciudad. Por las noches eran amantes y durante el día Isabel, que así se llamaba la muchacha, y él se trataban con la distancia y el respeto que correspondía a su condición. Esta circunstancia ensombrecía el carácter de Mateo y le tenía tenso e intranquilo. Por una parte comprendía que aquello no estaba bien, pero por otra... su carne era débil y su soledad mucha. La otra cuestión que cambió su vida fue una coyuntura increíble que le puso en la vía de la solución de todas aquellas cosas por las que había emprendido su viaje. La librería de don Manuel estaba totalmente ordenada y puesta al día. Mateo le había organizado un completo archivo por materias y por fechas, e incluso el hombre le pedía consejo cuando le ofrecían o él pretendía comprar un nuevo ejemplar. Una mañana lo abordó cuando estaba subido a la escalerilla donde se encaramaba para alcanzar el último anaquel, ya que su menguada estatura le impedía acceder a él sin recurrir a dicha ayuda. Don Manuel le confió que un clérigo buen amigo suyo, especialista en volúmenes que versasen sobre temas de la Iglesia o de órdenes religiosas y que frecuentemente le proponía cambios sobre libros cuyos temas interesaban a uno y no al otro, le había pedido a raíz de los comentarios laudatorios que sobre su persona había emitido en cantidad de ocasiones que le prestase un tiempo a Mateo para poner un poco de orden en su archivo y realizar una labor pareja a la que había llevado a cabo, con tan buen resultado, en casa de don Manuel; éste no tenía inconveniente alguno en hacerle el favor siempre y cuando Mateo no pusiera alguna objeción. A él le pareció de perlas, porque de esta forma se alejaría unos días de su tentación y además entraría de lleno en el tema que tanto le atraía e interesaba. De manera que un par de días después de la charla mantenida, cogió parte de sus cosas y se trasladó a la casa del clérigo.
Vivía éste en una esquina de la calle de Luis de Camoens, en un antiguo barrio que en tiempos fue la segunda judería de la capital. La casa no estaba, como la de don Manuel, bien conservada, y únicamente la solidez de su construcción había impedido que el paso del tiempo hiciera mella en su estructura. El clérigo era un tipo adusto y poco comunicativo que le hizo preguntas de un capcioso que jamás le había hecho su patrón; Mateo se escabulló hábilmente, pues ya tenía muy bien aprendida su lección, y al cabo de un par o tres de días, ante la calidad de su trabajo, el desconfiado fraile se rindió y le dio los poderes necesarios para manejar sus libros aunque él, cosa que pasaba frecuentemente, se hallara ausente. El desorden de la biblioteca era total. Mejor dicho, aquello no era una biblioteca; aquello era un cúmulo de libros metidos en cajones de madera sin ningún orden ni concierto. La labor de Mateo iba a ser ímproba y se vio obligado a decirle a don Manuel que su trabajo se iba a alargar mucho más tiempo del previsto. Su nuevo cuarto estaba bajo el tejado y no tenía, ni con mucho, las comodidades de la otra casa. Pero no le importó. Su labor le apasionaba y allí podía estudiar a fondo muchos de los temas que tanto le interesaban al respecto de los sucesos acaecidos allá por el 1506.
Una tarde tuvo la certeza de que
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estaba con él. En el fondo de una de las cajas más deterioradas y sin sospecharlo siquiera, encontró un volumen lleno de polvo que por su tacto y forma le resultó conocido. Se sentó a hojearlo y casi le da un pasmo. Tenía en sus manos, y con el número 1 en el lomo, el volumen gemelo del que él guardaba en su cuarto; miró instintivamente a ambos lados, pese a que sabía que nadie a aquella hora estaba en la casa, y rápidamente lo escondió entre su camisa y el jubón. La mañana se le hizo eterna, pues con la excusa de que aquella tarde don Manuel marchaba a Coimbra deseaba decirle al clérigo cuando llegara que tras el almuerzo se demoraría y que volvería a la hora de la cena. Así lo hizo, y luego de obtener su permiso partió como un villano con su tesoro escondido entre los pliegues de su capa. Arribó a su destino e Isabel le abrió la cancela con un mudo reproche en el fondo de sus ojos. Sin embargo, él no tenía tiempo, en aquel momento, para otra cosa que no fuera subir a su habitación y revisar su hallazgo.
Cerró la puerta atrancándola con el pasador y, arrimándose a la ventana, se dispuso a investigar. Colocó ambos volúmenes uno al lado del otro en una mesilla, y los cotejó cuidadosamente; el segundo volumen no era la continuación, sino la copia exacta del primero. Entonces comenzó a buscar en el primer tomo la página que faltaba en el que había llegado a sus manos en Estambul. ¡Allí estaban dibujadas y perfectamente coloreadas las manchas encontradas en la piel de algunos de aquellos desgraciados, y que según el tribunal del Santo Oficio eran marcas del maligno! Y al costado de cada una de ellas aparecían el nombre y los apellidos de los condenados a la hoguera. A Mateo se le detuvieron los pulsos. Ante sus asombrados ojos se hallaba la señal que su abuelo y su hermano tenían en la espalda y, aunque el nombre no coincidiera, era evidente que ¡había encontrado los orígenes de su familia! No tenía mucho tiempo y se puso a trabajar. Con una fina cuchilla que extrajo de un estuche en el que guardaba las herramientas de su oficio, cortó a ras de margen la hoja correspondiente a las manchas y luego hizo lo mismo con las del índice que a ellas se referían; después tomó su códice, el que tenía en el lomo el número 2, y abriendo cuidadosamente el forro exterior de piel alojó con mucho tino entre la tapa dura del volumen y la cubierta de cuero repujado las hojas que había guillotinado del códice hallado en la casa del clérigo. Cuando terminó su trabajo, tras encolarlo y coserlo, nadie habría imaginado que aquel libro hubiera sido manipulado anteriormente; después lo ocultó bajo la mesa camilla y colocó sobre él un gran brasero de hierro fundido a fin de que el engrudo se asentase y su trabajo quedara irreprochable.
Cuando todo estuvo terminado se fue al puerto. Los barcos que partían de Lisboa o no le convenían, porque su ruta era otra, o no había sitio en el pasaje hasta al cabo de veintidós días. Entonces tomó su decisión. Se dirigió al mercado de ganado y animales de carga y monta, que estaba en la plaza del Duque de Moura, y se hizo con un castrado que le pareció tranquilo y resistente, lo pertrechó de los arreos necesarios para un largo viaje y mediante el oportuno pago le buscó cuadra y acomodo para aquella noche; después encaminó sus pasos al mercadillo de ropa vieja que se hallaba en la plaza de Lourenco Marqués, tras la parada de diligencias, y allí se hizo con una vestimenta de peregrino y un viejo hábito del Carmelo con sus correspondientes aditamentos. Con todo ello regresó a casa de don Manuel y, viendo que en aquel momento Isabel salía por la puerta del jardín, esperó a que la muchacha doblara la esquina. Entonces introdujo la llave en la cerradura y cruzando el jardincillo ante la mirada indolente del mastín, que hizo caso omiso de él al haberlo reconocido, entró en la casa, subió a su habitación y tras comprobar que allí seguía su hallazgo ocultó los bultos con sus compras en el fondo del armario; luego tomó el códice cuyas páginas había hurtado y se dirigió a la casa del clérigo.
Tocó la campanilla y al punto abrió la puerta el criado. Mateo lo saludó y el hombre, sabiendo que trabajaba para su amo, sin nada preguntar y casi sin contestar el saludo lo dejó pasar. Dirigióse presto a la biblioteca y tras encender un candil y un candelabro sacó de su bolsa el códice. Lo colocó en un estante detrás de otros muchos volúmenes, se instaló en el escritorio del fraile y luego de afilar con una navaja la punta de un cálamo, mojarlo en el tintero y acercarse el candil, se puso a trabajar a fin de que el hombre a su regreso lo encontrara atareado. Pasaron cinco cuartos de hora y a las ocho en punto el ruido de la llave en la cerradura anunció la vuelta del eclesiástico. Mateo había desarrollado una buena labor durante el tiempo que llevaba trabajando para el hombre y cuando le dijo que había recibido graves noticias de su familia y que su deber de hijo le obligaba a regresar a su casa, éste respondió que lamentaba enormemente el perderlo ya que nunca nadie había cuidado sus libros como él lo había hecho, y que estaría eternamente agradecido a don Manuel por la deferencia que con él había tenido al prestarle a tan buen bibliotecario, pero que de cualquier manera su actitud como hijo y cristiano le honraba. Siendo como era el hombre harto tacaño, Mateo cobró su trabajo mejor que bien y tras decirle que si volvía estaría dispuesto, caso de que a don Manuel no le interesase, a tomarlo a su servicio, Mateo recogió sus bártulos y regresó a la casa de Castelobranco.
Un cúmulo de sentimientos encontrados pugnaban dentro de su corazón: por un lado no decir nada a nadie y de madrugada abandonar la casa como un ladrón, y por otro despedirse de la muchacha y decirle que si su vida fuera de otra manera tal vez las cosas habrían sido diferentes, pero que lo sucedido entre los dos no había sido por su parte un mero desahogo. Finalmente optó por lo segundo y tras dejar un mensaje para don Manuel y despedirse de la muchacha, se dirigió a su habitación con el fin de preparar sus pertenencias para un largo viaje. Lo último que hizo antes de acostarse fue examinar cómo había quedado la reencuadernación de su tesoro. Y viendo que el pegamento ya se había secado y antes de guardarlo en el fondo de su zurrón, lo abrió por la página primera y con una pluma de ave escribió una frase para que si por los avatares del destino algo le ocurría, el alma caritativa que lo hallara pudiera hacer llegar a su destino aquel volumen que tanto representaba para los suyos.
Se desnudó y tras apagar el candil se dispuso a acostarse. Apenas el pábilo del velón había dejado de humear, cuando la puerta se abrió y entró Isabel. Toda su vida recordaría aquella última noche.
A las cinco de la madrugada y cuando los carros de los aguadores todavía no circulaban por las calles, el judío Josué Yed-Amircal partía a lomos de su caballo rumbo norte, hacia Iberia, a cumplir la cita que tenía con su destino, cautelando la posibilidad de que alguien, sospechando su condición semita y su procedencia, lo persiguiera suponiendo que lo natural era que se dirigiera al sur a buscar cualquier barco que lo condujera a Estambul.
Marcelo Lacalle andaba en los caminos. Aquél había sido, sin duda, uno de sus más largos trayectos. Había salido de León, iba ya para nueve días, y se había recorrido los senderos, atajos, trochas y calzadas de dos provincias de los territorios de su cristiana Majestad. Deseando estaba llegar a su casa de Carrizo, pues ansiaba regresar junto a su hijo de tres años. La fortuna le había sonreído al depararle la posibilidad de rehacer su vida al conocer a través de una amiga de su niñez, Casilda Peribáñez, a una muchacha buena, diligente y honrada, dispuesta a casarse con él y sacarlo de su viudedad, amén de ejercer de madre para Marcelino, y que hasta el día de la fecha había sido la doncella de doña Beatriz de Fontes, esposa de don Martín de Rojo, hidalgo cuya casa solariega estaba ubicada en el término de Quintanar del Castillo. Leonor era su nombre.
El día era cerrado y unas nubes amenazadoras preñadas de agua que presagiaban tormenta se iban desplazando de este a oeste en el marco de un cielo gris y plomizo que auguraba una jornada cargada de sinsabores y problemas. Su última posta la había realizado en la Puebla de Sanabria, que se hallaba en la ruta que debía recorrer a su regreso, entre Braganza, adónde había acudido como tantas otras veces llevando una misiva del palacio episcopal de Astorga a la casa de don Sebastián Fleitas, y Ponferrada, última parada antes de emprender el camino de retorno hacia su casa. Allí había cambiado su agotado cuartago por un jamelgo de raza indefinida, pero que sin embargo le estaba resultando un cómodo y dócil animal.
Había ya sobrepasado Peñalva de Santiago y, siendo buen conocedor de aquellos andurriales, decidió tomar un atajo que le acercara mas rápidamente a su destino aun a riesgo de que al apartarse de la calzada principal se pudiera topar con alguna cofradía de villanos de los que se dedicaban a asaltar a los peregrinos que desde cualquier lugar se dirigieran o regresaran de ganar las indulgencias rezando en la tumba a los pies del apóstol.