Catalina la fugitiva de San Benito (63 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
7.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

El grupo partió hacia el interior, donde los gritos y las voces había hecho acudir al pabellón de la entrada al señor de Bastos y también aumentar la iluminación.

—Don Sebastián Fleitas, sin duda —saludó el anfitrión mientras avanzaba hacia el grupo que estaba atravesando el jardín con la alarma dibujada en el rostro.

—Ciertamente. Lo único que lamento es llegar con retraso.

El criado que portaba el farol estaba ya dando explicaciones a su amo sobre el suceso acaecido hacía pocos instantes en la misma puerta de su casa.

—Pasad, don Sebastián, y perdonad el recibimiento que Toledo os depara. Imagino que no estáis herido. ¡Estamos abandonados de la mano de Dios! ¡Mirad qué tiempos nos han tocado vivir! —Luego, volviéndose al sirviente—: ¡Enviad a alguien a avisar al corregidor, que mande a un alguacil! Antes estas cosas pasaban en los caminos; ahora es tal el desorden que ya no se puede vivir en los aledaños de la ciudad. Pero pasad, don Sebastián, no os quedéis ahí. De inmediato os acompañaran al cuarto de servidores a fin de que os aviéis y después os recibiré en mi despacho.

El portugués agradeció las atenciones del hidalgo y tras componerse en el servicio fue acompañado ante el señor de Bastos, que todavía estaba alterado por los sucesos acaecidos a la puerta de su casa. Ambos se acomodaron en sendos sillones, con dos copas de licor en la mano en una estancia cuya principal riqueza eran los libros.

—Dichoso aquel que puede dedicar sus horas a cultivar el espíritu. No sabéis cómo os envidio. Yo, triste de mí, siempre ando de la Ceca a la Meca
135
en una u otra diligencia que me encomiende la Suprema.

—Los caminos de cada uno son diferentes. Todos intentamos servir donde mejor cuadran nuestras capacidades y según nuestras aptitudes. Pero decidme, don Sebastián, ¿cómo ha sido el incidente?

—No ha tenido más importancia. Ya os habrán contado. Al llegar a vuestra casa he observado que me seguían y cuando ya dejaba atrás la arboleda ha salido a mi encuentro el que parecía ser el jefe Jaque
136
de la cuadrilla; han intentado asaltarme, pero he tenido más suerte que él y le he evitado seguir pecando en este mundo. ¡Que Satanás lo haya acogido en el averno!

—Veis, la ventaja de ser un hombre de acción. De haberme ocurrido a mí, a estas horas ya estaríanse celebrando mis exequias.

—Dejemos este lamentable incidente. ¿Habéis recibido la carta de presentación que os ha enviado su excelencia reverendísima el doctor Carrasco?

—Sin duda. Está sobre mi mesa. Pasemos a comentarla si os parece.

—Bien, ha interesado a su ilustrísima que fuerais nombrado informante en el proceso que se sigue para dilucidar cualquier duda que se suscitara respecto a los méritos o deméritos que pudieran coincidir en la persona de un hidalgo sobre el que os pondré en antecedentes a fin de que sepáis a lo que posiblemente os vais a enfrentar.

—Vuecencia me tiene a su entera disposición. Soy todo oídos. —El portugués se acomodó en su sillón en tanto su anfitrión le rellenaba la copa que había dejado en la mesa que estaba entre los dos.

—Pues veréis, don Martín de Rojo e Hinojosa, hidalgo de la pequeña nobleza con residencia en Quintanar del Castillo, a través de poderosas influencias ha recabado para sí el honor de pertenecer a una de las órdenes de caballería más importantes del reino, ya sea Santiago, Calatrava, Alcántara o Montesa. Al doctor Carrasco le consta que es persona de poca calidad, pues lo conoce bien y desde hace muchos años, ya que forma parte del consejo de protectores del convento de San Benito, cuya presidencia eclesiástica detenta su ilustrísima, y sabe que lo único que persigue a través del tal nombramiento es zafarse de una multitud de acreedores que le reclaman, en justicia, los bienes pignorados. Otrosí debo deciros que es cristiano tibio y que ha opinado en contra de la expulsión de herejes y judíos que llevó a cabo nuestro buen monarca el tercer Felipe, por considerar tal medida contraria a sus intereses. Todo ello nos hace sospechar que hay más y, como barrunta su ilustrísima, es posible que entre sus antepasados hubiere algún baldón, sea morisco, converso, etc. Entonces, ni que decir tiene que antes que los interventores de las respectivas órdenes se pongan a la tarea y descubran tal deshonor nos cabe a nos el impedir que tal ocurra y hemos de dificultar, por todos los medios, que su pretensión prospere; por el bien de la Iglesia y para preservar a tan insignes órdenes de la contaminación perversa que estas perniciosas gentes pretenden con el único fin de medrar.

—Descuidad, que pondré todo mi celo al servicio de la tarea que me ha sido encomendada para que tal no ocurra.

—Bien decís, «que os ha sido encomendada». Y no sabéis cuántos esfuerzos ha costado esta encomienda, pues altas influencia pretendían en la Corte que tal empeño lo prestara persona afín a la idea de que el tal Rojo consiguiera lo que con tanto interés pretende; ya sabéis que son dos los informantes que deben indagar toda cuestión relativa al solicitante. Pues bien, vuestro colega será don Francisco de Úbeda, que ya podéis colegir será proclive a los intereses del que lo ha patrocinado.

—Y ¿puedo saber quién apadrina tal peregrino empeño?

—Tal vez fuera mejor que lo ignorarais.

—Si cuento con la confianza del señor obispo, nada me arredra.

—Bien, si así lo preferís... os diré que se trata de don Jerónimo Villanueva.

Se hizo un espeso silencio entre los dos hombres.

—¿Vaciláis?

—En absoluto. Mas debo reconocer que será conveniente andar con pies de plomo y procurar que los pasos que dé sean medidos y pequeños.

—Entonces, si no tenéis nada que objetar... Una única cosa me queda por deciros.

El de Bastos interrogó con la mirada.

—Cuantas novedades tengáis me las reportaréis a mí, para lo cual contaréis con un correo de toda confianza que reside en la ciudad.

—¿Cuál es su nombre?

—Marcelo Lacalle y vive en la calle del Claustro, junto al convento de las benedictinas. Ése es vuestro hombre.

—No tengáis la menor duda de que seréis puntualmente informado de cuantos avances haga sobre tan espinoso tema.

—Entonces, si nada más queréis añadir partiré hacia mi posada. Aún me quedan gestiones por hacer en Toledo y mañana a lo más tardar quisiera partir hacia Valladolid. —Al decir esto, ya el portugués se levantaba de su sillón y tomando del perchero su capa y su talabarte se dispuso a salir.

—Si no ofendo a vuesa merced, mis criados os acompañaran con luces hasta que por lo menos hayáis sobrepasado la arboleda. Me siento, en parte, responsable de que el percance que habéis sufrido os haya acaecido viniendo a mi casa.

—Si de esta manera os quedáis más tranquilo, sea.

Salieron ambos del despacho y tras llamar el de Bastos a dos criados y ordenarles que se proveyeran de hachones a fin de iluminar el camino al portugués, partió éste, en medio de ambos, en tanto su anfitrión le despedía agitando su mano desde el porche de la entrada.

Cuando pasó por el punto exacto donde había caído abatido el pobre diablo, un charco de oscura sangre coagulada era el mudo testigo del incidente.

A las diez de la mañana del siguiente día don Sebastián Fleitas de Andrade estaba en el aseado domicilio del correo, balanceándose suavemente en una mecedora en el modesto comedor de la pareja mientras degustaba un licor de fresas casero que le había servido Leonor. La estancia estaba encalada y olía a limpio, los muebles eran de humilde pino y de manufactura casera; un niño de un año aproximadamente dormía en un capazo y otro de unos tres o cuatro molestaba a su madre pidiéndole permiso para salir al pequeño huerto a jugar; bajo la campana de la chimenea humeaba un caldero de cobre. El matrimonio estaba de pie frente al portugués, en actitud atenta y respetuosa.

—Haced memoria, Leonor, porque cualquier detalle que os parezca irrelevante puede ser de capital importancia.

El tono del portugués era amable y conciliador, pero Marcelo estaba nervioso. Conocía de siempre la forma de actuar del Santo Oficio y, aunque a su llegada el de Fleitas le aseguró que no tenía por qué albergar temor alguno, conocía sobradamente el
modus operandi
de los familiares de la Suprema y no se le ocultaba que él era únicamente una baza a usar, ya que el peculiar trabajo y el áspero carácter del de Fleitas hacía que no tuviera amigos y que jamás un noble sentimiento lo apartara de la consecución final de su objetivo.

—Intento recordar, pero tened en cuenta que han pasado diecisiete años y que muchos detalles nimios se me han ido de la cabeza.

—Vamos a ver, retomemos la historia. Muchas veces lo que no se recuerda a la primera, sale de las tinieblas a la segunda, como cuando se enciende un farol en la oscuridad, ¿comprendéis? Cuando entrasteis al servicio de doña Beatriz de Fontes ¿qué edad teníais?.

—Dejadme recordar. Yo estaba en el pueblo al cargo de la familia de mi hermano, pues a mi padre no lo conocí y mi madre había muerto; cuando una tía mía, que era la cocinera de don Martín de Rojo, me mandó llamar para que entrara al servicio de la familia en calidad de ayuda de cocina, sin sueldo claro es y únicamente por la comida, tendría doce años más o menos.

—Veis como del hilo se saca el ovillo. Haced memoria y decidme: ¿cuándo entrasteis al servicio directo de doña Beatriz?

—Habría cumplido ya los quince, más o menos.

—¿Estuvisteis siempre a su servicio directo?

—Así fue. Siempre estuve con ella.

—¿Recordáis la noche del último parto?

—Eso sí, de esas cosas no nos olvidamos las mujeres.

—¿Estabais vos presente?

—No ciertamente, era muy joven todavía.

—¿Quién la asistió?

—El doctor Gómez de León y su partera, María Lujan. Tengo entendido...

—Y ¿cuál fue el sexo del recién nacido?

—Doña Beatriz parió un varón, de eso no me cabe la menor duda.

—¿Cómo podéis estar tan cierta, si decís que en el momento del parto no estabais presente?

—Cuando don Martín se retiró de la estancia para irse a descansar, me mandó llamar para que velara al neonato y a la madre.

—Entonces ¿a qué atribuís que hace años, en la feria de Carrizo, sostuvierais una pertinaz polémica con María Lujan acerca del sexo de la criatura?

Leonor comenzó a secarse las manos con un mandil que llevaba sujeto a la cintura en tanto Marcelo se rebullía nerviosamente.

—Lo recuerdo muy bien. Casilda, el ama, fue testigo...

—No me expliquéis lo que de sobra conozco. Limitaos a responder a mis preguntas.

—Bien. Pienso que María, al asistir a tantos partos, bien pudo confundirse. Pero la criatura que yo vi aquella noche en un moisés al costado de la cama de su madre era un niño.

—Y ¿me podéis decir si este niño o alguna de sus hermanas tuviera en su piel alguna mancha peculiar en forma de ojo lagrimeante?

Leonor vaciló un instante.

—No, que yo recuerde.

—¿Estáis segura de ello?

—Ciertamente. Ni las niñas ni Álvaro tenían sobre su piel ninguna mancha carmesí.

—Nadie os ha preguntado el color. ¿Por qué decís carmesí?

Leonor estaba francamente nerviosa.

—Todos los antojos, que yo sepa, son de ese color.

—¿Podéis jurar ante los Evangelios que ninguna de las cuatro criaturas tiene la mancha que os indico?

—Lo juro solemnemente. Ninguno de los hijos de doña Beatriz de Fontes tiene la tal mancha.

—Bien, dejémoslo por ahora. Y además del médico, la comadrona y don Martín, ¿había alguien más aquella noche?

—¿De fuera de la casa, queréis decir?

—Evidentemente.

—Yo pude ver un momento a la hermana de don Martín, la priora de San Benito.

—Pero cuando entrasteis en la estancia para velar a la parturienta, la priora no estaba.

—Cierto. Únicamente estaba don Martín.

—Luego, por tanto, ni el médico ni su partera estaban presentes.

—Exactamente.

—Proseguid ahora con lo que me decíais de la tal Casilda.

—Vuecencia me perdonará la insistencia, pero que la criatura que yo crié fue sin duda un varón os lo confirmará el ama que lo amamantó, y ésa no fue otra que Casilda. Doña Beatriz no pudo hacerlo y a los pocos días de intentarlo y ante la pérdida de peso del infante, ella entró de ama.

—Y ¿sabéis dónde reside actualmente?

—Continúa de fámula en San Benito y cuando puede va a ver a doña Beatriz de Fontes.

En este instante Marcelo interrumpió.

—Con el debido respeto, si vuecencia me permite...

—Os escucho.

—Me conocéis bien; os he servido, y lo sigo haciendo fiel y puntualmente. Conozco a Casilda desde que era una niña. Se fue del pueblo por una triste historia, pero es una buena y cabal persona y a ella debo mi felicidad; ella hizo posible que conociera a Leonor. Yo salgo fiador, si es que hace falta.

—Creedme, Marcelo, os tengo aprecio y no quisiera que sufrierais perjuicio alguno. No salgáis fiador de nadie, porque nadie esta dentro del alma de otra persona. Únicamente Dios nuestro Señor sabe cómo es cada uno y es juez justiciero. Y ahora dejemos esto y vamos a resumir. —El portugués se dirigió a Leonor—: Si algo de lo que digo no os cuadra, hacédmelo saber. En primer lugar, vos erais una criatura cuando entrasteis al servicio de los Rojo; la noche del último parto de la señora no estabais presente, pero os llamaron de madrugada para que velarais a la parturienta y al recién nacido, y éste era un varón; cuando entrasteis en la estancia únicamente estaba don Martín, ni el médico ni la partera se hallaban presentes; aquella noche estuvo un tiempo en la mansión la priora de San Benito, hermana de don Martín, pero se fue antes de que os llamaran. ¿Es así?

—Eso es exactamente lo que yo os puedo decir.

—Bien, pues por ahora es suficiente. Nada digáis de esta entrevista, que a nadie conciernen las cosas que nos suceden y cada uno debe cuidar de su huerto.

Y tras estas palabras el portugués tomó su capa y su chambergo y seguido de Marcelo, que lo acompañó hasta la puerta, salió de la casa.

Cuando su marido regresó, la interrogó:

—¿Por qué os habéis puesto tan nerviosa al ser interrogada sobre esa mancha?

—Marcelo, estas gentes me dan miedo.

—Pero hasta que ha surgido ese tema lo estabais haciendo muy bien.

—He recordado algo.

Other books

Night Music by Linda Cajio
Unavoidable Chance by Annalisa Nicole
Across the Mersey by Annie Groves
The Quiche of Death by M. C. Beaton
The Greatest Evil by William X. Kienzle
Total Surrender by Rebecca Zanetti
Hiroshima in the Morning by Rahna Reiko Rizzuto
Breaking Point by John Macken