Catalina la fugitiva de San Benito (64 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¿Qué es ello?

—Cierta vez que don Martín, montando a caballo, se golpeó con la rama de un árbol, doña Beatriz me pidió que le ayudara aguantando la jofaina de agua caliente y láudano en la que ella empapaba el trapo con el que le hacía las friegas. Recuerdo perfectamente que en el hombro izquierdo el hidalgo tenía una mancha como la que ha descrito este hombre. Eso es lo que me ha puesto nerviosa, pues no sabía si decírselo o callarme.

—Habéis hecho lo correcto. Olvidaos y no lo comentéis con nadie.

Leonor miró a su pequeño y pensó que el Señor le perdonaría aquella piadosa mentira.

El jabalí

Catalina no tenía tiempo de asimilar tantas nuevas experiencias; cada día era una eternidad y cada nueva situación un manantial de conocimientos. A la salida de su primera feria quedaron acampados a la orilla de un arroyuelo, sin duda afluente del Sequillo, que les suministraba agua y pesca abundante.

Cuando al siguiente día se levantó la muchacha, ya las mujeres habían encendido la hoguera y el fuerte aroma de pescado a la brasa le recordó que desde el día anterior no había probado bocado. En la carreta no había nadie y como nada le urgía se dedicó a ordenar sus pensamientos.

Una luz matizada con reflejos dorados entraba por la ventana posterior del carromato, inundando el interior de pequeñas partículas que jugueteaban entre los rayos de sol y se posaban sobre las cosas. Súbitamente pasó su mano con rapidez entre dos de las doradas cintas y el fino polvillo se agitó suavemente como lo hacen los pececillos de colores cuando están en el agua de un estanque y alguien tira un guijarro; pensó que cualquiera de aquellas pequeñas motas de polvo, al cabo de unos días, podían posarse en el amado rostro de Diego y las envidió. Con el tiempo, a veces no lograba enfocar claramente las adoradas facciones, pero todo lo que perdía en claridad lo ganaba en intensidad y a veces el amor le dolía en el pecho y se ahogaba. Sus diecisiete años, puestos en pie, le reclamaban su ración de vida.

Sin saber cómo recordó un sermón que de niña siempre había llamado su atención, cuando fray Gerundio desde el pulpito se dirigía, amable, a las más pequeñas y les decía que ni una hoja se movía en los árboles sin que lo supiera Dios nuestro Señor y que ni la más pequeña e insignificante de sus criaturas quedaría desatendida si se dirigía a Él con confianza y le suplicaba algo. En aquel instante se arrodilló al costado de su yacija y rogó al Señor con todas sus fuerzas que le permitiera vivir a la vera de Diego sin nada más pedir; que le permitiera ser una sombra que anduviera cerca de su sombra y que con verlo y poderlo amar se conformaba, sin hablarle nunca y sin que él supiera jamás de su condición de mujer.

Cuando terminó su rezo se puso en pie y se dispuso a vestirse. Sus planes se iban cumpliendo con una precisión que le asustaba. Todo, cual si el Señor estuviera de su parte, le estaba saliendo como había planeado. La casualidad de encontrar a los gitanos había sido una bendición. Quizá la providencia los puso en su camino para mejor prepararla para lo que tenía que venir; lo de los cuchillos había sido como la primera piedra de un edificio de conocimientos que se iba levantando día a día. En las pequeñas pantomimas que ensayaban le tocaba indistintamente hacer de hombre o de mujer y el dominio que había adquirido para impostar la voz hacía que, en ocasiones, engañara hasta a Florencio; ya le habían anunciado que, en el próximo pueblo donde actuaran, en el diálogo sobre las ventajas de pertenecer a uno u otro sexo iba a ser ella quien diera la réplica a Manuel.

Ya había terminado de vestirse, y cuando tomaba un trapo y un trozo de jabón del que hacía Magdalena mezclando grasa de animales con sales de potasio e hirviéndolo, a fin de llegarse al arroyo y lavarse la cara, los nudillos de Curro golpearon la puerta en tanto su vocecilla de ave canora la llamaba con sordina:

—¡Catalina, Catalina! ¿Estáis despierta?

—Pasad, Curro. Ya estoy lista.

El zagal abrió la puerta de la carreta y asomó su ensortijada cabeza por el hueco.

—Me prometisteis que me enseñaríais a manejar la espada. ¡Yo os enseñé a pescar! ¿Lo recordáis?

—Tenéis razón, estoy en deuda. ¿Dónde están los demás?

—Mi madre y mi tía están preparando la comida, los hombres han salido a afilar y Violeta está arreglando a los animales y me ha dicho que en cuanto os despertéis la avisemos.

—¿Por qué me habéis dejado dormir hasta tan tarde?

—Mi padre ha ordenado a mi madre que no os molestara. Ayer trabajasteis duro y no estáis acostumbrada; hoy tenéis asueto. Me imagino que os quiere conquistar para que permanezcáis entre nosotros.

—Sois unas gentes maravillosas y jamás olvidaré lo que habéis hecho por mí. Sin embargo tengo algo ineludible que hacer. Pero... aún falta mucho. Vivamos hoy, Curro. Hoy es hoy... mañana aún no ha llegado.

Catalina tomó el talabarte que pendía de un pomo de la cabecera del catre y mientras con una mano se lo colocaba con la otra despeinaba los rizos de Curro, que haciendo una cómica reverencia abría la puerta para que salieran de la carreta. Llegaron a la hoguera a la vez que lo hacía Violeta, que venía de sus trajines con las bestias, y los tres se dispusieron a yantar. Las cuñadas habían preparado un guiso de pescado y patatas con una pieza que había caído en la red colocada en el riachuelo la noche anterior, y entre risas y comentando el buen apetito de los jóvenes les sirvieron en unos platillos de loza tres cumplidas raciones del oloroso guiso, que desapareció en menos tiempo del que se tarda en contarlo.

—Parece que os habéis despertado con buen apetito —comentó Tarsicia ante la voracidad que mostraban, propia de los pocos años.

—Ayer llegué tan cansada que ni me acuerdo del momento que me eché en el catre para dormir. Cuando tal me ocurre, ni hambre tengo.

—Cuando os acostumbréis al trabajo —replicó Curro con la boca llena—, tendréis tiempo para todo. Si importante es dormir, más lo es comer. Yo, con el estómago vacío, no puedo conciliar el sueño.

—¿Trabajo? Vos no sabéis lo que es eso —terció Violeta—. ¿A quién sino a vos le tocaba hoy arreglar a los animales? Si no es por mí se hubieran muerto de hambre.

—No os preocupéis, hija mía, que ahora mismo os va a compensar. —La que así hablaba era Magdalena y dirigiéndose al muchacho añadió—: Iréis al encinar a hacer leña... y no como la última vez, que trajisteis cuatro astillas y un poco de hojarasca; tiene que durar cuatro días, que ha sido el tiempo que vuestro padre ha dicho que permaneceremos aquí, y la hoguera ha de mantenerse encendida todo el tiempo. O sea que reponed fuerzas, que vais a necesitar mucha.

—¿Decís que hasta dentro de cuatro días no partimos?

—Eso han acordado Florencio y mi hombre. ¿Tenéis prisa acaso, Catalina?

—No precisamente. Pero quisiera llegar a Madrid antes de terminar el estío.

—No sufráis por ello. Nosotros, cuando llega el mal tiempo, también nos hemos de recoger.

En estas charlas andaban cuando, terminado el refrigerio, partió Curro hacia el bosque a cumplir su cometido y las dos muchachas, tras recoger en un cesto todos los enseres sucios, lo hicieron hacia el riachuelo con el fin de lavarlos, sujetando el capazo una por cada asa.

—¿Por qué vais siempre vestida de hombre? —indagó Violeta.

—Mi señor padre quería un muchacho y nací yo. Me educaron como a un chico y es por eso que sé manejar la espada y montar a caballo. Las labores propias de mi sexo no me atraen lo más mínimo, ésa es la verdad.

—Y... ¿por qué os fuisteis de vuestra casa?

—Mi padre se casó tras enviudar y mi madrastra no me quería; me hacía la vida imposible y me tuve que escapar —mintió Catalina.

—¿Tenéis familia en Madrid?

—No.

—Entonces, ¿por qué tanto interés en llegar a la Corte?

—Es más fácil esconderse en un sitio donde haya mucha gente. Además, hay alguien a quien me gustaría volver a ver.

—¡Ésa es la razón! Estáis enamorada.

—Tal vez.

—¿Y de quién?

—¡Que más da! Es una vieja historia que a nadie interesa.

—Yo me casaré con Manuel, lo sé de siempre. Nosotras no escogemos, lo hacen nuestros padres.

—Pero ¿lo amáis?

—Eso qué importa. Lo conozco de siempre y de siempre sé que seré su mujer. Además, sí lo quiero.

—¿Y él a vos?

—Soy su prima y me ve pequeña, pero también sabe que un día seré su mujer.

Llegaron al río y ambas se disponían a vaciar el capazo cuando un ruido, a su espalda, las hizo volverse: saliendo de la floresta, un jabalí de respetable tamaño las observaba con sus ojos porcinos. Venía herido y furioso; el asta rota de una flecha corta lanzada por una ballesta sobresalía de su omoplato derecho. Violeta, sin pensarlo dos veces se echó a la corriente de agua pensando que hasta allí no se metería la bestia. Catalina se incorporó despacio. El animal vacilaba. Los gritos de Violeta advirtiéndola para que huyera excitaron al jabalí que, súbitamente, se arrancó primero con un trote cochinero y después, agachando la cabeza, con un franco aunque cojitranco galope. Catalina dudó un instante; luego, echando mano a la espalda tiró de vizcayna y esperó a que la bestia estuviera cerca. Sentía los pulsos en la vena del cuello, pero aguardó; sabía que, tal como le había explicado Florencio, solamente tendría una oportunidad. Su mente recordaba: «Niña, nada tiene que ver el apresuramiento con la diligencia.» Los gritos de Violeta la aturdían. Catalina con un rápido y automático movimiento había tomado la daga por el extremo afilado; el animal ya estaba encima de ella. Su muñeca hizo el giro tantas y tantas veces repetido y el afilado puñal partió de su mano escribiendo en el aire su mensaje de muerte; la daga avanzó al encuentro del jabalí y el choque de las sumadas velocidades hicieron que ésta se clavara profundamente en la piel del porcino animal a la altura del codillo bajo el brazuelo izquierdo. ¡La bestia, pareció no enterarse! Estaba ya tan sobre la muchacha que ésta podía ver claramente las cuchillas de sus afiladísimos colmillos. El grito agudo de Violeta rasgó el aire. Apenas tuvo tiempo Catalina de lanzarse de cabeza sobre el limo de la orilla, que el animal pasó por su lado raudo y con el estruendo propio de una carroza de tiros largos
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; cuando se dio cuenta de que había fallado su embestida se reviró lanzándose de nuevo sobre Catalina, que intentaba en aquel momento alzarse, resbalando en el barro. Creyó llegada su última hora y su pensamiento voló desde Diego a la madre Teresa, pasando por Blasillo y por Casilda. ¡Mentira parecía que unos segundos pudieran ser tan largos! La realidad volvió sobre ella cuando al tiempo que una de las sucias cacerolas que habían bajado al río para lavar se estrellaba, lanzada por Violeta, en la testuz de la bestia, ésta rodaba muerta a los pies de Catalina. Violeta salía del agua; Curro y las mujeres, atraídos por los gritos de esta última, se asomaban por el límite del encinar y el animal daba sus últimos estertores.

A partir de aquel momento todo fue una fiesta. Transportaron entre los cinco, como pudieron, al jabalí que, como luego aseveraría Tomé, debía de pesar sobre unas veinte o veinticinco arrobas. Los hombres regresaron y la hazaña de Catalina llenó de orgullo a Florencio, amén de que un puerco salvaje de tamaña envergadura representaba comida y dinero que reforzaría la precaria economía de la familia.

—Cuando están heridos son muy peligrosos. La flecha le ha hecho mucho daño y al correr lo ha matado. Estaría refugiado en el encinar, porque al haber bellota tenía la comida asegurada. Habéis sido muy valiente; de no atinarle con el cuchillo en sitio tan puntual os habría herido sin duda y tal vez matado. Os habéis ganado con creces la estancia entre nosotros, Alonso, que hoy os habéis portado como un hombre.

Luego todo fue un ritual. Avivaron el fuego de la hoguera, degollaron al animal y recogieron en cuencos el resto de la sangre, poniéndola a cocer en la lumbre; después le cortaron las pezuñas y lo colocaron sobre una gran madera, plegado sobre sus patas. Entonces Florencio, con un afilado cuchillo, le hizo una incisión en el punto que la cabeza se une al tronco, y el animal se abrió por la espalda de arriba abajo debido al peso de su grasa. Así comenzaron unas largas operaciones destinadas a trocear el animal, embutir en sus propias y lavadas tripas trozos de su carne y de su grasa y proceder igual con su sangre adobada con pimienta; finalmente se salazonaron sus jamones y sus patas delanteras y casi todos sus despojos fueron aprovechados. Cuando ya terminaban, Catalina observó cómo Tarsicia guardaba en un paño el corazón, así como cerdas de las pezuñas y la verga del animal en sendos botes.

En todos estos trajines ocuparon el día y antes de cenar llevaron al río los despojos y los echaron en él. Florencio no quería que el olor de sangre atrajera a las alimañas que deambulan por la noche buscando su yantar.

Luego salió la luna y al resplandor de su pálida luz y al calor del fuego de la hoguera, tomaron sus guitarras y las conchas huecas de madera y danzaron como posesos hasta altas horas de la madrugada. Cuando se recogieron en las carretas, el astro rey ya empujaba desde el horizonte a su golfa compañera indicándole que el espacio de la bóveda celeste le pertenecía.

Valladolid

Las carretas avanzaban bajo un sol septembrino por el anchuroso camino que conducía desde Villanubla a Valladolid. Siete largos meses hacía que Catalina había huido de Benavente y le parecía que, por lo intenso de la experiencia vivida, hubieran transcurrido no menos de tres años.

Desde el día del jabalí, su interés se volcó en que Tarsicia le explicara las misteriosas maniobras que realizaba con filtros mágicos y misteriosas pócimas a demanda de las mozas y mozos de los pueblos con el fin de que sus amores fueran correspondidos.

La carreta traqueteaba por el camino y la vieja gitana y ella estaban solas en su interior. Manuel andaba en el otro carricoche y Florencio manejaba el tiro desde el pescante. Iban sentadas, una frente a la otra, junto a la ventana que se abría en la parte posterior del carromato, y el rubio sol del atardecer al atravesar las copas de los árboles que señalaban el borde del camino marcaba de luces y de sombras el ajado rostro de la gitana.

—Y ¿el mal de amores lo remediáis?

—Amores u otras cosas que no curan los físicos son las que yo remedio.

—Y ¿por qué andáis con tanto cuido en según qué lugares?

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