Authors: Patricia Cornwell
—No sabía que hubiéramos llamado a la policía de Chesapeake.
—Virginia Beach y nosotros tenemos un canal de ayuda mutua, y por eso me he enterado de lo sucedido. Debo confesarle que lo primero que me ha pasado por la cabeza es que podía haber una relación.
—¿Una relación con qué? —pregunté.
—Con nuestro caso —dijo él, y se acercó un paso más—. Parece que alguien hizo un buen trabajito con los coches. Da la impresión de que ha sido una advertencia, como si quisiera decir «estáis metiendo las narices en unos asuntos que no os incumben».
Bajé la mirada hasta detenerla en sus pies, en sus botas Goretex de cuero del color del hígado, perfectamente anudadas, y observé el dibujo que dejaban las suelas sobre la nieve. Roche tenía manos y pies muy grandes y llevaba suelas Vibram. Contemplé de nuevo un rostro que habría resultado atractivo si no fuera tan mezquina y despreciable el alma que había tras él. Permanecí un rato sin decir nada, pero cuando lo hice fui muy directa.
—Eso que dice me recuerda mucho al capitán Green. ¿Usted también pretende amenazarme?
—Sólo era un comentario.
Roche siguió acercándose hasta que me encontré contra la pared. La nieve acumulada en lo alto de ésta empezaba a fundirse y me entraron unas gotas de agua helada por el cuello del abrigo mientras la sangre me hervía en las venas.
—Por cierto —continuó el detective, cada vez más cerca—, ¿qué novedades hay en ese caso nuestro?
—Haga el favor de apartarse —le dije.
—No estoy seguro, ni mucho menos, de que me lo haya contado todo. Creo que tiene una idea bastante clara de lo que le sucedió a Ted Eddings y que está guardándose información.
—No es momento ni lugar para hablar de ese caso... ni de ningún otro —respondí.
—¿Lo ve? Eso me deja en mala posición porque tengo superiores ante los que debo rendir cuentas. —Absolutamente incrédula, vi cómo posaba la mano en mi hombro mientras añadía—: Estoy seguro de que no querrá buscarme problemas.
—No me toque —le advertí—. Y no siga por ese camino ni un segundo más.
—Me parece que usted y yo tenemos que tratarnos más para superar nuestro problema de comunicación... —Roche dejó la mano donde la tenía—. Podríamos cenar juntos en algún rincón tranquilo y recogido. ¿Le gusta el marisco? Conozco un lugar de lo más privado en el Sound.
Guardé silencio, tentada de hundirle el dedo bajo la nuez.
—No sea tímida. Confíe en mí. Esto no es la capital de la Confederación, con todas esas viejas esnobs venidas a menos que abundan en Richmond. Aquí somos partidarios de vivir y dejar vivir, ¿sabes a qué me refiero?
Intenté escabullirme pero me agarró por el brazo.
—Te estoy hablando. —Roche había pasado al tuteo y empezaba a mostrarse bastante enfadado—. Y no irás a ninguna parte hasta que me hayas escuchado.
—¡Suélteme! —exigí. Intenté desasirme, pero el detective tenía una fuerza sorprendente.
—Por muchos títulos que tengas, no eres rival para mí —masculló. Su aliento olía a menta verde.
Clavé la mirada en sus Ray-Ban.
—¡Quíteme las manos de encima ahora mismo! —exclamé con voz sonora y severa—. ¡Ahora mismo! —insistí, como si quisiera fulminarlo en aquel mismo instante.
Roche me soltó bruscamente y me alejé con paso decidido por el patio nevado, mientras mi corazón se desbocaba por su cuenta. Al llegar a la parte delantera de la casa, aturdida y sin aliento, me detuve.
—En el patio de atrás hay unas huellas que deberíamos fotografiar —dije a los presentes—. Pertenecen al detective Roche, me lo he encontrado allí. Y quiero sacar todas mis cosas de esta casa.
—¿Qué significa eso de que te lo has encontrado allí? —preguntó Marino.
—Hemos tenido una conversación.
—¿Cómo pudo llegar allí sin que lo viéramos?
Escruté la calle y no vi ningún coche que pudiera ser el de Roche.
—No lo sé —respondí—. Supongo que atajó por los patios de los vecinos. O quizá vino por la playa.
Lucy me miró sin saber qué pensar.
—¿No volverás por aquí? —preguntó—. ¿Nunca más?
—Nunca más. Si se cumplen mis deseos, no volveré a pisar este lugar en mi vida.
Mi sobrina me ayudó a empacar el resto de mis cosas y no expliqué lo que había sucedido en el patio trasero hasta que estuvimos en el coche de Marino, avanzando a buena velocidad por la 64 Oeste en dirección a Richmond.
—¡Mierda! —exclamó Pete—. Ese hijo de puta te ha agredido. ¿Por qué no gritaste?
—Creo que su misión era acosarme por cuenta de otro —apunté.
—¡Me importa un carajo cuál fuera su misión! ¡Te ha molestado! ¡Deberías denunciarlo!
—Lo que ha hecho no es ningún delito.
—¡Te ha puesto la mano encima!
—¿Y quieres que lo haga detener por haberme agarrado del brazo?
—No debería haberte tocado siquiera. —Marino, al volante del coche, estaba enfurecido—. Le has dicho que te soltara y no lo ha hecho. Eso es rapto, o agresión simple, como mínimo. ¡Maldita sea! ¡Este trasto está desajustado!
—Tienes que denunciarlo a Asuntos Internos —dijo Lucy desde el asiento del copiloto, donde manoseaba el escáner porque no podía tener los dedos quietos—. Oye, Pete, este ruido no es normal —añadió—. Y en el canal tres no se oye nada. Eso será el distrito tercero, ¿no?
—¿Cómo quieres que lo sepa, si estamos cruzando Williamsburgh? ¿Crees que soy un patrullero de carreteras local?
—No, pero si quieres hablar con alguno, creo que podría reparar el aparato.
—Estoy seguro de que serías capaz de sintonizarlo con el maldito trasbordador espacial —replicó Pete con irritación.
—Si puedes —intervine yo—, ¿por qué no me conectas a mí?
L
legamos a Richmond a las dos y media. Un guarda levantó la valla y nos franqueó el paso a la apartada urbanización donde me había trasladado recientemente. Como era típico de aquella zona de Virginia, no había nevado y el agua caía ahora en abundancia de los árboles porque la lluvia se había convertido en hielo durante la noche y había subido la temperatura.
Mi casa de piedra estaba retirada de la calle, sobre un saliente rocoso con una panorámica de un recodo agreste del río James, y la parcela, con árboles, estaba rodeada por una valla de hierro forjado por la que no podían colarse los niños del vecindario. No conocía a nadie de las casas contiguas y tampoco tenía interés en entablar conocimiento.
Cuando por primera vez en la vida tomé la decisión de construir una casa, no había previsto problemas de aquella clase, pero ya fuese el techo de
pizarra
, los acabados de los ladrillos o el color de la puerta principal, al parecer todo el mundo tenía algo que criticar.
Cuando las cosas llegaron a tal punto que las llamadas telefónicas de mi frustrado contratista empezaron a interrumpir mi trabajo en el depósito, amenacé a la asociación de vecinos con llevarlos a juicio. No es preciso decir que hasta el momento había recibido muy pocas invitaciones a fiestas en la comunidad.
—Seguro que tus vecinos estarán encantados de verte en casa —murmuró Lucy con tono seco mientras nos apeábamos del coche.
—Creo que ya no me prestan mucha atención. —Busqué las llaves en el bolso.
—¡Que va! —masculló Marino—. Eres la única persona que conocen que se pasa los días en la escena del crimen y r descuartizando cadáveres. Probablemente no te pierden de vista desde sus ventanas en todo el tiempo que pasas en casa. ¡Joder, si es probable que los guardas los llamen uno por uno cuando te ven llegar!
—¡Muchísimas gracias! —respondí mientras abría la puerta de casa—. ¡Precisamente cuando empezaba a sentirme un poco más feliz de vivir aquí!
La alarma de robo emitió su sonoro aviso de que más valía que encontrara pronto la llave adecuada y miré a mi alrededor como siempre hacía, porque la casa todavía me resultaba extraña. Tenía miedo de que el techo tuviera goteras, de que se cayera el revoque o se estropeara cualquier otra cosa, y cuando vi que todo estaba en orden sentí una profunda satisfacción por mi logro.
La casa tenía dos niveles y era muy abierta, con ventanas para captar hasta la última partícula de luz. El salón era un tabique de cristal que recogía kilómetros de río, y al atardecer contemplaba desde allí la puesta de sol sobre los árboles de las riberas.
Junto al dormitorio tenía un despacho que al final había resultado lo bastante espacioso como para trabajar en él. Lo primero que hice fue mirar si había recibido algún fax, y encontré cuatro.
—¿Algo importante? —preguntó Lucy, que me había seguido mientras Marino entraba cajas y bolsas.
—De hecho todos son de tu madre. —Se los di.
Lucy arrugó el ceño.
—¿Por qué habría de enviarme fax aquí?
—No le dije que me había instalado temporalmente en Sandbridge. ¿Se lo dijiste tú?
—No, pero la abuela sabía dónde estabas, ¿no?
—Claro —respondí—, aunque la abuela y tu madre no siempre se enteran bien de las cosas. —Eché un vistazo a lo que leía—. ¿Todo va bien?
—¡Mamá es tan rara! Fíjate, le instalé un modem y un CD-ROM en el ordenador y le enseñé a utilizarlos. Un error. Ahora, siempre anda con preguntas. Cada uno de estos fax es una consulta sobre el ordenador. —Lucy pasó las hojas con cara de fastidio.
Yo también estaba de uñas con Dorothy, su madre. Era mi hermana, mi única hermana, y no era capaz de molestarse siquiera en desear feliz Año Nuevo a su única hija.
—Estos los ha enviado hoy —continuó Lucy—. Es un día de fiesta y está escribiendo otro de esos ridículos libros para niños.
—Seamos justas —le dije—. Sus libros no son ridículos.
—Sí, claro. No sé de dónde sacará sus historias, pero desde luego no será del sitio donde yo crecí.
—Ojalá no estuvierais peleadas. —Era el mismo comentario que le había estado haciendo a Lucy toda la vida—. Algún día tendrás que hacer las paces con tu madre, sobre todo cuando muera.
—Tú siempre piensas en la muerte.
—Porque la conozco y es la cara opuesta de la vida. No puedes pasar por alto que existe, como no puedes pasar por alto que hay noche. Tendrás que entenderte con Dorothy.
—No, imposible. —Lucy dio media vuelta a la silla giratoria de cuero del despacho, se sentó en ella y me miró cara a cara—. No tiene sentido intentarlo. No entiende absolutamente nada de mí y nunca lo ha entendido.
En eso probablemente tenía
razón.
—Si quieres, utiliza mi ordenador —le ofrecí.
—Sólo me llevará un minuto.
—Pete nos recogerá hacia las cuatro.
—No sabía que se hubiese marchado.
—Estará fuera un rato.
Cuando entré en el dormitorio y empecé a deshacer paquetes, Lucy ya estaba tecleando. Necesitaba un coche y me pregunté si debía alquilar uno; también necesitaba cambiarme de ropa pero no sabía qué ponerme. Me molestó que la idea de ver a Wesley todavía me hiciese dudar de qué ponerme, y a medida que pasaban los minutos empecé a sentir auténtico temor a verlo.
Marino pasó a recogernos a la hora prevista. En alguna parte había encontrado una estación de servicio abierta y había llenado el depósito. Nos dirigimos al este por Monument Avenue hasta el barrio conocido como el Abanico, en cuyas calles históricas se sucedían las magníficas mansiones y las viejas casonas ocupadas por universitarios. Al llegar a la estatua de Robert E. Lee tomó hacia Grace Street, donde Ted Eddings tenía su casa en un dúplex blanco de estilo español en cuya fachada pendía una bandera de Santa Claus sobre el porche de madera. Una cinta de color amarillo subido, tendida de poste a poste, delimitaba la zona reservada a la acción policial en una morbosa parodia de los lazos de Pascua. En la cinta, una leyenda en letras negras advertía a los curiosos que no pasaran de allí.
—Dadas las circunstancias, no quería que entrara nadie y no sabía quién más podía tener llave —explicó Marino mientras abría la puerta de la casa—. Y lo que menos necesito es a un casero entremetido que decida hacer inventario del ajuar precisamente ahora.
No vi el menor rastro de Wesley. Cuando ya empezaba a pensar que no se presentaría, oí el ronco rugido de su BMW gris. Aparcó a un lado de la calle y observé cómo se recogía la antena de la radio al parar el motor.
—Si quieres entrar, doctora, yo lo esperaré —me dijo Marino.
—Tengo que hablar con él. —Lucy desanduvo sus pasos y bajó los escalones mientras yo me ponía unos guantes de algodón.
—Estaré dentro —dije yo, como si Wesley fuera un completo desconocido.
Entré en el vestíbulo del piso de Eddings y su presencia me abrumó al instante en cualquier sitio donde mirara. Percibí su personalidad meticulosa en el mobiliario minimalista, las alfombras indias y los suelos pulimentados, y aprecié su calidez en las soleadas paredes amarillas en las que colgaban atrevidos grabados. El polvo formaba una fina capa que aparecía alterada allí donde la policía había abierto recientemente armarios y cajones. Begonias, ficus, filodendros y ciclámenes daban la impresión de estar de luto por la pérdida de su dueño, y busqué una regadera.
Di con una en el cuarto de la lavadora, la llené y empecé a atender las plantas porque no había razón para dejarlas morir. No oí entrar a B en ton Wesley.
—¿Kay? —Su voz sonó serena a mi espalda.
Me volví, y Benton captó en mis ojos una pesadumbre que no me inspiraba él. Se quedó mirando cómo echaba agua en una maceta.
—¿Qué haces?
—Lo que ves, ni más ni menos.
Benton guardó silencio, con su mirada fija en la mía.
—Yo lo conocía. Conocía a Ted —murmuré—. No muy íntimamente, pero era popular entre mi personal. Me entrevistó muchas veces y yo lo respetaba... En fin... —Mi cabeza empezó a divagar.
Wesley estaba delgado, lo que marcaba aún más sus facciones, y ya tenía el pelo completamente blanco aunque no era mucho mayor que yo. Parecía cansado, pero toda la gente que conocía tenía el mismo aspecto. Sin embargo no parecía que acabara de separarse. No se le veía desgraciado de estar lejos de su mujer o de mí.
—Pete me ha contado lo de los coches —dijo.
—Es bastante increíble —asentí mientras seguía regando.
—Y lo del detective..., ¿cómo se llama? ¿Roche? De todos modos tengo que hablar con su jefe. Por teléfono mantendremos los buenos modales, aunque cuando cuelgue voy a actuar.
—No es preciso que hagas nada.