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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (16 page)

BOOK: Causa de muerte
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—¿A qué hora?

—Es el único pero. No permitiré que Danny haga nada de esto hasta que salga de servicio. No estaría bien que durante las horas de trabajo me trajera mi coche privado.

—¡Mierda! —exclamó Lucy, impaciente—. Entonces mañana tampoco tendré transporte, ¿no es así?

—Me temo que ninguna de las dos lo tendrá.

—¿Y qué vas a hacer mientras tanto?

Le ofrecí una copa de vino antes de responder.

—Iré al despacho, y probablemente pasaré mucho tiempo al teléfono. ¿Se te ocurre algo que hacer en la oficina de campo de aquí?

Lucy se encogió de hombros.

—Conozco a un par de personas que estuvieron conmigo en la academia —dijo.

Por lo menos allí encontraría a otro agente que la llevaría al gimnasio para quitarse de encima el malhumor a base de ejercicio. Estuve a punto de decírselo, pero me mordí la lengua.

—No quiero vino. —Dejó la copa sobre el mueble bar—. Voy a seguir bebiendo cerveza.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—No estoy enfadada.

Sacó una Beck's Light del pequeño frigorífico y la destapó.

—¿Quieres sentarte?

—No —respondió—. Por cierto, tengo el Libro, así que no te alarmes si no lo encuentras en tu maletín.

—¿Que lo tienes tú? ¿A qué te refieres? —La miré con inquietud.

—Lo he seguido hojeando mientras estabas con la señora Eddings. —Tomó un trago de cerveza—. Me pareció que sería interesante revisarlo por si se nos había pasado algo por alto.

—Creo que ya lo has revisado bastante —me limité a responder—. Me parece que todos hemos visto lo necesario.

—Hay muchas partes al estilo del Antiguo Testamento. Me refiero a que en realidad no tiene nada de satánico.

La contemplé en silencio y me pregunté qué pasaba realmente en aquel cerebro tan increíblemente complicado.

—Para ser sincera, lo encuentro bastante interesante y creo que sólo tiene poder si permites que lo tenga. Yo no lo permito, de modo que no me preocupa —la oí decir.

—Bueno, lo que está claro es que hay algo que te preocupa. —Dejé mi copa.

—Lo único que me preocupa es no poderme mover de aquí. Y estoy cansada, así que me voy a acostar ahora mismo —añadió—. Que duermas bien.

Pero no fue así. Me quedé sentada ante el fuego, inquieta por ella porque probablemente la conocía mejor que nadie. Quizá todo se reducía a que ella y Janet habían tenido una discusión y por la mañana harían las paces, o tal vez era verdad que tenía mucho que hacer y la imposibilidad de regresar a Charlottesville representaba un problema mayor de lo que había imaginado.

Apagué el fuego y comprobé una vez más la alarma para asegurarme de que estaba conectada. Después volví a mi habitación y cerré la puerta, pero seguía sin conciliar el sueño, así que me senté en la cama a la luz de la lámpara y con el repiqueteo de la lluvia en los oídos estudié las páginas que habíamos imprimido con la máquina de fax de Eddings. Había dieciocho números de teléfono marcados en las dos semanas anteriores, todos ellos muy curiosos, y la lista apuntaba a que, en efecto, había estado parte del tiempo en casa, al menos haciendo algo en su despacho.

Sin embargo, enseguida se me ocurrió también que si se había dedicado a trabajar en casa debería haber numerosas transmisiones a la oficina de AP en el centro. Pero no era así. Desde mediados de diciembre sólo había enviado dos fax a la oficina, por lo menos desde la máquina que habíamos encontrado en la casa. Era fácil determinarlo porque había colocado una marca de acceso rápido para el número de fax del servicio de cable, de modo que aparecía «Mesa AP» en la columna de identificación, junto a otras marcas menos descifrables como «NVSE», «DRMS», «CTP» y «LM». Tres de estos números tenían prefijos de las zonas de Tidewater, Virginia Central y Virginia Septentrional, mientras que el prefijo de «DRMS» era Memphis, Tennessee.

Intenté dormir pero la información pasaba ante mis ojos y no podía cerrarlos, y las preguntas se agolpaban. Me pregunté con quién estaría en contacto Eddings en aquellos lugares, y si sería importante. Pero lo que no podía quitarme de la cabeza era el escenario en el que había muerto. Seguía viendo su cuerpo suspendido en aquel río legamoso, retenido por una manguera inútil enganchada a una hélice oxidada. Notaba su rigidez cuando lo había retenido en mis brazos y lo había izado conmigo. Ya antes de llegar a la superficie había sabido que llevaba muchas horas muerto, y ésta era una razón más para mis sospechas de que cuando alguien entró en su apartamento de Richmond y borró sus archivos ya llevaba varias horas muerto.

A las tres me incorporé en la cama y clavé la mirada en la oscuridad. La casa estaba en silencio, salvo los ruidos habituales; sencillamente, era incapaz de desconectar mi mente consciente. Casi sin quererlo bajé los pies al suelo. El corazón me latía como sobresaltado de que me moviese a aquellas horas. Fui al despacho, cerré la puerta y escribí esta breve carta:

A QUIEN INTERESE:

Sé que éste es un número de fax, de lo contrario llama ría personalmente. Necesito conocer su identificación, si es posible, porque su número aparece en la lista de llamadas de la máquina de fax de una persona fallecida recientemente. Haga el favor de ponerse en contacto conmigo tan pronto como le sea posible. Si desea comprobar la autenticidad de esta comunicación, pida por el capitán Pete Marino, del Departamento de Policía de Richmond.

Añadí los números de teléfono y firmé con mi nombre y cargo, y faxeé la carta a todos los números de acceso rápido de la lista de Eddings excepto, como es lógico, a la Associated Press. Después me quedé sentada un rato tras la mesa, contemplando con la mirada un tanto vidriosa la máquina de fax, como si fuera a resolverme el caso inmediatamente. Pero siguió en silencio mientras yo leía y esperaba. A una hora prudente —las seis—, llamé a Marino.

—Supongo que no hubo alboroto —dije después de que el teléfono chocara con algo y se cayera y de que me llegara un murmullo desde el otro lado de la línea—. Bien, veo que estás despierto —añadí.

—¿Qué hora es? —Aún parecía hallarse en un estado de estupor.

—Es hora de que te levantes y te pongas en marcha.

—Encerramos a cinco tipos. Después los demás se calmaron y volvieron adentro. ¿Qué haces despierta?

—Yo siempre estoy despierta. Y por cierto, me convendría que hoy me llevasen al trabajo...

—Bien, prepara un café —dijo Pete—. Voy para allá, qué remedio...

8

C
uando llegó Marino, Lucy aún estaba en la cama y yo preparaba una ensalada de frutas y café. Le abrí la puerta, y al ver la calle volví a desanimarme. Durante la noche, Richmond se había convertido en hielo y acababa de oír por la radio que los árboles caídos habían echado abajo algunos tendidos eléctricos en diversas zonas de la ciudad.

—¿Has tenido problemas para llegar? —pregunté mientras cerraba la puerta.

—Depende de a qué clase de problemas te refieras. —Marino se quitó el abrigo y me lo dio.

—Con el coche.

—Llevo clavos. Pero estuve fuera hasta pasada la medianoche y estoy agotado.

—Vamos. Toma un buen café.

—¿Bueno? ¡Eso es chirle!

—Es guatemalteco y te prometo que está cargado.

—¿Dónde está la chica?

—Duerme.

—Ya. —Soltó un bostezo—. Debe de ser estupendo.

Pasamos a la cocina, con sus numerosas ventanas; tras ellas, el río corría lento y sus aguas tenían el color del peltre. Las rocas estaban glaseadas y los árboles eran fantasías que empezaban a brillar con las vagas luces del amanecer. Marino se sirvió el café y añadió azúcar y crema en abundancia.

—¿Quieres?

—Solo, por favor.

—Me parece que a estas alturas no es necesario que me lo pidas.

—Nunca doy nada por sentado —respondí mientras sacaba unos platos del aparador—. Sobre todo con los hombres. Parece que tengan un rasgo mendeliano que les impide recordar detalles importantes para las mujeres.

—Sí, claro, pero yo podría hacerte una lista de cosas que Doris olvidaba siempre, como volver a colocar en su sitio mis herramientas después de utilizarlas —comentó de su ex mujer.

Me entretuve junto al fregadero y Marino miró a un lado y a otro como si quisiera fumar un cigarrillo. No iba a permitírselo.

—Supongo que Tony no te preparaba nunca el café —dijo.

—Tony nunca hacía gran cosa por mí, excepto intentar dejarme embarazada.

—Pues no hizo un trabajo demasiado bueno, a menos que tú no quisieras niños.

—Con él, no.

—¿Y ahora?

—Sigo sin quererlos con él. Toma. —Le acerqué un plato—. Sentémonos.

—Espera un momento. ¿Ya está?

—¿Qué más quieres?

—¡Joder, doctora, esto no es comida! ¿Y qué cono son estas lonchitas verdes con cosas negras?

—Kiwis. Seguro que ya los has probado —respondí con tono paciente—. Tengo unos panecillos...

—Sí, un panecillo. Con queso cremoso. ¿Tienes sésamo o semilla de amapola para echar por encima?

—Si espolvoreas semilla de amapola en el pan y mañana te hacen una prueba de drogas, darás positivo de morfina.

—Y no quiero saber nada de esa basura sin grasas. Es como comer una masa.

—No, de eso nada —repliqué—. Cualquier masa es mejor.

Dejé la mantequilla, dispuesta a permitirle vivir por una vez. A estas alturas, Marino y yo éramos más que compañeros, e incluso más que amigos. Dependíamos el uno del otro de una manera que ninguno de los dos hubiera sabido explicar.

—Cuéntame todo lo que hiciste —me dijo, sentados los dos a la mesa, con el desayuno delante y junto a una gran cristalera—. Sé que has estado levantada toda la noche, haciendo algo.

Dio un buen mordisco al panecillo y alargó la mano hacia el zumo.

Le hablé de la visita a la señora Eddings y de la nota que había escrito y enviado a unos números pertenecientes a lugares que desconocía.

—Es extraño que enviara fax a todas partes menos a su oficina.

—Envió dos —le recordé.

—Tengo que hablar con la gente de allí.

—Buena suerte. Y recuerda que son periodistas.

—Eso es lo que más temo. Para esos zánganos, Eddings es sólo una historia más. Lo único que les interesa es lo que vayan a hacer con la información. Cuanto peor es la muerte, mejor la encuentran.

—En fin, no sé, pero sospecho que quien tuviera tratos con él en esa oficina va a mostrarse sumamente cauto sobre lo que se dice. Y no creo que pueda echársele en cara. Una investigación de una muerte da miedo a los que no pidieron ser invitados.

—¿Cómo está el examen toxicológico? —preguntó Marino.

—Espero tenerlo hoy.

—Bien. Tú consigue la certificación de que es cianuro y quizá podamos llevar el caso como debería haberse llevado. De momento estoy intentando explicar supersticiones al comandante del Equipo A y no sé qué voy a hacer con los Keystone Kops de Chesapeake. Y si le digo a Wesley que es un homicidio, me pedirá pruebas porque él también está en situación precaria.

Me perturbó la mención de su nombre y miré por la ventana el río innavegable que avanzaba, espeso, entre grandes peñas oscuras. El sol encendía unas nubes grises en el cielo.

De la parte de atrás de la casa, donde estaba Lucy, me llegó el sonido de la ducha.

—Parece que la Bella Durmiente ha despertado —dijo Marino—. ¿Ella también necesita que la lleven?

—Creo que hoy tiene quehacer con la oficina de campo. Deberíamos irnos... —añadí; la reunión de personal en mi despacho era siempre a las ocho y media.

Me ayudó a recoger los platos y los dejó en el fregadero. Minutos después, cuando ya me había puesto el abrigo y tenía el maletín médico y la cartera en la mano apareció de pronto mi sobrina en el vestíbulo con el pelo mojado y la bata ajustada.

—He tenido un sueño —dijo con voz deprimida—. Alguien nos mataba a tiros mientras dormíamos. Nueve milímetros, directo en la nuca. Hacían que pareciese un robo.

—Oh, ¿de veras? —Marino se puso los guantes forrados de piel de conejo—. ¿Y dónde estaba un servidor? Porque algo así no puede suceder si estoy yo en la casa.

—Tú no estabas.

Pete la miró con extrañeza y se dio cuenta de que Lucy hablaba en serio.

—¿Qué comiste anoche?

—Era como una película. Debe de haber durado horas.

Al mirarme vi que tenía los ojos hinchados y cansados.

—¿Quieres venir al despacho conmigo? —le ofrecí.

—No, no. Se me pasará. Si de algo no tengo ganas en este momento es de estar rodeada de cadáveres.

—¿Irás a ver a esos agentes que conoces en la ciudad? —pregunté con inquietud.

—No lo sé. Pensábamos trabajar en la respiración de oxígeno en circuito cerrado, pero no me siento con ganas de ponerme un traje de buceo y meterme en alguna piscina cubierta que apeste a cloro. Creo que esperaré hasta que llegue mi coche y luego me iré.

Marino y yo no hablamos mucho camino del centro; los potentes neumáticos con clavos se agarraban a las calles heladas con un traqueteo uniforme. Sabía que estaba preocupado por Lucy. Aunque se mostrara brusco con ella, habría hecho trizas con sus propias manazas a cualquiera que la hubiera tratado igual. La conocía desde que Lucy tenía diez años y era él quien le había enseñado a conducir un todo terreno de cinco marchas y a disparar con un arma.

—Doctora, tengo que preguntarte una cosa —dijo finalmente cuando aminoró la marcha al llegar al peaje—. ¿Te parece que Lucy está bien?

—Todo el mundo tiene pesadillas —respondí.

—Eh, bonita —dijo a la empleada mientras mostraba su pase por la ventanilla—, ¿cuándo te decidirás a hacer algo para cambiar este tiempo?

—No me eche la culpa a mí, capitán. —Le devolvió la tarjeta y levantó la barrera—. Usted me dijo que se ocuparía de todo.

Su voz jovial nos fue siguiendo mientras continuábamos la marcha. Qué triste era, pensé, vivir en una época en que incluso las empleadas de un peaje tenían que llevar guantes de plástico por temor a que su piel entrara en contacto con la de otro ser humano. Me pregunté si llegaría un momento en que cada uno viviríamos en una burbuja para no morir de enfermedades como el virus Ebola o el sida.

—Me parece que tiene un comportamiento un poco extraño —continuó Marino. Subió el cristal de la ventanilla y, tras una pausa, preguntó dónde estaba Janet.

—Con su familia. En Aspen, creo.

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