Authors: John Norman
El sonido del acero de las espadas llegó débilmente hasta la colina en que nos encontrábamos Ute y yo.
—¡Suéltame! —gritó Ute.
Las cintas que llevábamos alrededor del cuello eran bastante anchas, como lo era también la que nos unía. Pero la que llevábamos alrededor del cuello estaba perforada en dos sitios por los que el guarda había hecho pasar varias veces algunas vueltas de fibra para atar y la había anudado.
Mis dedos lucharon con el nudo inútilmente. Me sentí desesperada. No podía soltarlo. Ute me apartó y comenzó a morder la tira de cuero desesperadamente, sosteniéndola con las manos.
Me eché a llorar.
No todos los tarnsmanes habían desmontado. Algunos seguían sentados sobre sus monturas, aunque los pájaros estaban ahora sobre la hierba.
Uno de ellos, que estaba sentado sobre su pájaro, se quitó el casco, secó el sudor de su frente y se lo volvió a poner. Era su jefe. Le reconocí perfectamente, incluso desde lejos.
—¡Es Haakon! —grité—. ¡Es Haakon de Skjern!
—¡Pues claro que es Haakon de Skjern! —dijo Ute, que seguía mordiendo la tira de cuero y desgarrándola con los dedos.
Haakon se puso de pie sobre los estribos de su tarn y agitó la espada hacia las carretas. Desmontaron más guerreros que corrieron entre las carretas.
Sus hombres eran considerablemente superiores en número a los de Targo.
Repentinamente, de debajo de los carros salieron docenas de muchachas corriendo en todas direcciones.
—Ha hecho salir a las chicas —chilló Ute furiosa. Tiró de la correa. No había podido romperla con los dientes. Me miró enloquecida—. No nos han visto. Tenemos que escapar.
Sacudí la cabeza negativamente. Tenía miedo. ¿Qué haría? ¿A dónde iría?
—¡Vendrás conmigo o te mato! —gritó.
—¡Voy contigo! ¡Voy contigo!
Vi regresar a los tarnsmanes para subirse de nuevo a sus pájaros. No les interesaban, o no lo suficiente, las carretas o las provisiones. Podía interesarles el oro de Targo, pero para obtenerlo tendrían que arriesgar unos cuantos hombres. Mientras, el verdadero tesoro se les estaba escapando.
Targo, un hombre racional y un brillante mercader de esclavas, había decidido conservar su propia vida y la de sus hombres, y la seguridad de su oro, haciendo huir a las esclavas.
Es una medida desesperada, que un mercader de esclavas no toma alegremente. Aquello evidenciaba que Targo había reconocido la seriedad de su situación y el margen por el que su enemigo le superaba en número y el probable resultado de seguir con todo aquello.
—¡Ven, El-in-or! —gritó Ute—. ¡Ven!
Tiró con las dos manos de la correa que nos mantenía unidas y la seguí dando tumbos.
Nos volvimos en una ocasión.
Vimos tarnsmanes que volaban persiguiendo a muchachas que corrían. Con frecuencia un tarn tomaba a una entre sus garras y alzaba el vuelo. Entonces el tarnsman le hacía regresar a tierra, saltaba de su silla, obligaba al animal a soltar a la histérica muchacha, a la que ataba las muñecas y sujetaba en una argolla de su silla, para luego remontar el vuelo de nuevo y cazar otra. Un hombre llevaba cuatro muchachas atadas a su silla. Otros tenían distintas tácticas. Hacían volar al tarn bajo y a corta distancia de la muchacha que iba corriendo. En un determinado momento, el batir de alas del tarn la golpeaba y la hacía caer rodando sobre la hierba. Antes de que ella pudiera ponerse en pie, el tarnsman se hallaba encima suyo, atándola. Otros las golpeaban con el mango de sus lanzas y las hacían caer para así poder atarlas. Otros ni siquiera se dignaban desmontar. Cazaban a lazo a las fugitivas, utilizando para ello delgadas tiras de cuero trenzado que son conocidas por todos los tarnsmanes. Ni se preocupaban de atar a sus prisioneras. Las colocaban sobre la silla, sin detener el vuelo, las desvestían y entonces sí, las ataban y aseguraban a la argolla de su silla.
Vi a Rena de Lydius correr, desesperada, para alejarse de las carretas. Llevaba su camisk puesto.
Un tarnsman dirigió su tarn tras ella, que corrió con todas sus fuerzas.
El amplio lazo de cuero trenzado cayó rápidamente sobre su cuerpo. El tarn pasó por delante suyo a sólo unos centímetros de su cabeza. La cuerda se tensó. Gritó. Fue alzada en el aire, gritando, y colocada sobre la silla. La vi cogerse al tarnsman, aterrorizada. Con un pequeño cuchillo, él cortó la fibra de atar que era el cinturón del camisk. Guardó entonces el cuchillo y le quitó la prenda del todo. Le hizo gestos a Rena para que se echara boca arriba sobre la silla delante suyo, cruzando las muñecas y las piernas. Ella, aterrorizada, le obedeció al instante y él la ató.
Grité.
La tira que rodeaba mi cuello y me unía a Ute tiró de mí y caí.
—¡Rápido! —gritaba Ute—. ¡Rápido!
Conseguí ponerme en pie y, siguiéndola, corrí cuanto pude.
Me quedé de pie en medio de la rápida corriente, con el agua más o menos a la altura de las rodillas. Había atado mi camisk alrededor de mi cintura con la fibra de atar.
Dejé las manos quietas y observé detenidamente la forma plateada que giraba en las claras aguas.
Nadó cerca de la valla de pequeñas ramas que Ute había formado en el fondo de la corriente y dio media vuelta como si estuviese sorprendido.
Hundí las manos para atraparlo. Llegué a tocarlo. Se produjo una enorme agitación en las aguas y retiré las manos con un grito de enfado. Salpicándome y revolviendo algunos guijarros, la forma escurridiza se me escapó.
Me erguí de nuevo.
No le resultaría fácil huir de mí.
Me quedé de pie dentro de la estructura de ramas hechas por Ute. Tenía dos partes. La primera, situada a unos pies corriente arriba, tenía forma de V, estaba abierta por abajo y apuntaba corriente abajo. Formaba un túnel de ramas, de manera que cualquier pez de tamaño mediano o pequeño podía entrar dentro con facilidad, pero no podría encontrar tan fácilmente la abertura para volver a salir. La segunda parte de la estructura era una sencilla valla de ramas de forma curva y constituía la pared corriente abajo de la trampa.
Ute estaba cazando. También había puesto trampas y para ello había usado los trozos de fibra para atar que, a través de las perforaciones, había mantenido alrededor de nuestros cuellos las correas de cuero.
Volví a perseguir el cuerpo plateado para llevarlo hasta la trampa.
Nos sorprendía el haber podido escapar. Al estar alejadas de las carretas habíamos tenido la suerte de poder huir sin ser descubiertas.
Estuvimos corriendo durante más o menos un ahn y por fin, sin aliento ni fuerzas, apenas pudiendo movernos, alcanzamos el borde de una amplia espesura de Ka-la-na.
En aquel bosquecillo, todavía atadas la una a la otra por la garganta, nos dejamos caer sobre la hierba.
—Ute —le susurré—, ¡tengo miedo!, ¡tengo miedo!
—¿No lo entiendes? —me dijo bajito, con los ojos llenos de alegría—. ¡Estamos libres! ¡Libres!
—¿Pero qué haremos ahora?
Se arrastró hacia mí y comenzó a trabajar, con sus dedos menudos, en el nudo que ataba el collar a mi garganta.
—Necesitaremos esta fibra de atar —dijo.
Al cabo de un rato, consiguió deshacer el nudo.
—Ahora, deshaz el mío.
Lo volví a intentar. No podía aflojarlo.
—Trae un palo pequeño —dijo.
Así lo hice.
Mordió y masticó el extremo del palito, afilando su punta. Luego, me lo alargó.
Con aquella herramienta conseguí aflojar el nudo al cabo de un tiempo y quité la correa que rodeaba su garganta. Recogió la pesada tira de cuero y la colgó de su hombro. Añadió los dos pedazos de fibra de atar al cinturón de su camisk que también era de la misma fibra. Luego se puso en pie.
—Sígueme —dijo—. Tenemos que adentrarnos más en la espesura.
—No puedo moverme. Estoy demasiado cansada.
Ute me miró.
—Si deseas marcharte ahora —expliqué—, debes proseguir sin mí.
—Muy bien. Adiós, El-in-or —dio media vuelta y se puso a andar.
—¡Ute! —grité.
No se volvió.
Me puse en pie de un salto y eché a correr tras ella.
—¡Ute! —sollocé—. ¡Ute, llévame contigo!
Mis manos se posaron sobre el cuerpo plateado que estaba en el agua delante mío.
Hice otro intento por atraparlo. En esta ocasión lo cogí, pero se retorcía, tenía unos cuernos y ásperas escamas. No se estaba quieto. No pude retenerlo. ¡Tenía un tacto de lo más terrible! Con un golpe seco de cola, se soltó y salió a toda velocidad corriente abajo, pero entonces, dado que la barrera de pequeñas ramas le obstaculizaban el paso, dio la vuelta y, bajo el agua, sin moverse, se quedó frente a mí.
Me fui apartando hacia la entrada de la V que apuntaba corriente abajo.
Podría mantenerlo dentro de la trampa. Ute regresaría al cabo de unos momentos.
Llevábamos libres cinco días. Nos habíamos quedado en espesuras de Ka-la-na durante el día y cruzado los campos durante la noche. Ute iba en dirección sur. Rarir, el pequeño pueblo en el que nació, se encontraba al sur del Vosk y cerca de las orillas de Thassa.
—¿Por qué deseas ir hasta allí? —le pregunté.
La habían robado de aquel pueblo cuando era una niña. Sus padres habían sido asesinados el año anterior por larls errantes. Ute pertenecía a la casta de los curtidores.
—No me entusiasma —dijo—. Pero ¿dónde se puede ir? En mi propio pueblo no me harán esclava.
A veces, por la noche, Ute murmuraba el hombre de Barus, a quien había amado.
A los doce años, Ute fue adquirida por un curtidor de Teletus. Él y su compañera se ocuparon de ella y la liberaron. La adoptaron como hija suya y se preocuparon de que recibiera una buena instrucción sobre el trabajo de los curtidores, la casta que era la suya por derecho de nacimiento.
Al cumplir los diecinueve años, comparecieron miembros de la Casta de los Iniciados
Habían decidido que la joven iniciase su viaje a las Sardar que, de acuerdo con las enseñanzas de los Iniciados, viene impuesto por los Reyes Sacerdotes sobre cada goreano antes de cumplir los veinticinco años.
Si una ciudad no se preocupa de que sus jóvenes realicen el viaje, entonces, de acuerdo con tales enseñanzas, pueden caer desgracias sobre la ciudad. Es una de las obligaciones de los Iniciados el mantener registros y determinar que cualquier joven capaz lleve a cabo el viaje y quede libre de la obligación para con los Reyes Sacerdotes.
—Iré —manifestó Ute.
Por otra parte, ella sabía que algún día antes de que cumpliese los veinticinco años, tendría que emprender aquel viaje. Los Mercaderes de Teletus que controlaban la ciudad iban a pedírselo, temerosos de los posibles efectos que el descontento de los Reyes Sacerdotes pudiera acarrearles en sus negocios. Si ella no emprendía el viaje se vería alejada del dominio de su jurisdicción, más allá de la protección de los soldados. Generalmente, para un goreano este tipo de exilio es equivalente a la esclavitud o la muerte. Para una muchacha tan hermosa como Ute, habría significado, sin ninguna duda, una rápida reducción al apresamiento, a las cadenas y al collar.
Estuvo de acuerdo en participar con el grupo que estaba siendo organizado entonces por los Iniciados.
Ute llegó, de hecho, a las Montañas Sardar.
Pero las vio desnuda y atada con cadenas de esclava.
Su nave cayó en manos de los mercaderes negros de Schen-di. Tanto ella como las demás, fueron vendidas a comerciantes, que se encontraron con los mercaderes de esclavas en una cala secreta para comprarles su captura. Luego las transportaron por tierra, en carretas de esclavas, hasta las Sardar, donde fueron vendidas en la gran Feria de primavera de En'Kara. Cuando la vendieron, pudo ver por encima de la empalizada los picos de las Sardar.
Durante cuatro años, Ute, que entonces era una belleza, pasó de un amo a otro y de ciudad en ciudad.
Luego fue llevada por uno de sus amos, junto con el resto de sus esclavas, a las Sardar de nuevo, para ser vendida otra vez, y así intentar rehacerse de las deudas que el hombre tenía como resultado de la pérdida de una caravana de carros de sal.
Allí la adquirió Barus, de los Curtidores.
Ute había tenido muchos amos, pero en sus sueños sólo mencionaba el nombre de Barus.
Se enamoró perdidamente de él, pero intentó doblegarle a su voluntad en una ocasión, como ella me había explicado.
Desesperada, vio como él la vendía.
—¿Por qué no quieres regresar a Teletus? —le pregunté.
—Oh —dijo sin darle importancia—, no soy capaz de cruzar el Thassa a nado. Ni creo tampoco que me resultase fácil conseguir un pasaje. ¿Y no crees que el capitán me haría su esclava? Además, quizá mis padres adoptivos ya ni siquiera vivan en la isla.
Aquello parecía posible, pues la población de una isla de intercambio como Teletus tiende a ser algo más móvil que la de una ciudad establecida con una tradición de cien años o más.
—Pero —insistí—, quizá pudieras conseguir llegar hasta allí de alguna manera, y a lo mejor tus padres adoptivos todavía viven en Teletus.
Si tenía que seguir a Ute, prefería, sin ninguna duda, ir a una isla de intercambio antes que a un tosco pueblecito al sur del Vosk.
—¡Ellos se portaron bien conmigo! —gritó—. ¿Cómo crees que puedo regresar y avergonzarles? ¿Podría presentarme ante ellos, como hija suya, con las orejas agujereadas? Me esconderé en Rarir.
Parecía una decisión irrevocable.
Di una patada a las piedras del riachuelo, desde donde estaba, frente a la entrada a la trampa.
La criatura plateada comenzó a moverse hacia la abertura. Me daba un poco de miedo. En un determinado momento, sus ásperas escamas rozaron la parte delantera de mi pierna, por encima del tobillo. Grité. Cerré los ojos, apreté los dientes y los puños, con todo el cuerpo contraído. Cuando me atreví a abrir los ojos otra vez, la criatura había vuelto a colocarse en la valla de ramas más alejada. Estaba quieta y me miraba.
Suspiré aliviada. No se había escapado.
De no haber sido por Ute, no creo que hubiese sobrevivido.
Me había enseñado lo que podía comerse y lo que no. Fue ella quien me explicó cómo se construía una trampa en el agua. Y quien me demostró cómo hacer trampas con fibra de atar, doblando pequeñas ramas y haciendo gatillos con junquillos.
Me enseñó también cómo podía hacerse, con fibra, un trozo de leña y un gatillo formado con una ramita, una trampa lo bastante grande como para cazar un tabuk, aunque en realidad nunca la utilizamos. Podía haber llamado la atención de un cazador. Las trampas más pequeñas podían pasar desapercibidas más fácilmente. Por otra parte hubiera sido difícil para Ute y para mí colocar el tronco en aquella trampa, y además, sin un cuchillo y deseando movernos aprisa, la caza del tabuk habría resultado demasiado pesada para nosotras. También me enseñó a hacer cobijos de varios tipos y a usar un pequeño bastón de forma redondeada para derribar pájaros y animales pequeños. Me enseñó a buscar comida allí donde a mí no se me hubiese ocurrido nunca. Yo extraía las raíces que ella me indicaba. Pero no me gustaba tanto recoger los pequeños anfibios que ella capturaba con las manos o los insectos grandes y gordos que sacaba del interior de troncos o de debajo de algunas rocas.