Authors: John Norman
No me atrevía a mirarle.
—Es muy guapa —dijo una voz de mujer. Era increíblemente hermosa. Llevaba un collar. Sus ropas eran blancas y le llegaban hasta el tobillo, con pliegues clásicos. Supuse que era una muchacha de categoría superior en el campamento y que las demás teníamos que obedecerla. No es infrecuente, en los lugares en que hay varias muchachas juntas, el poner a una por encima de todas. Los hombres no se preocupan por dirigirnos en nuestras pequeñas tareas. Tan sólo quieren verlas hechas.
—Arrodíllate —dijo la mujer.
Obedecí.
Algunos de los hombres murmuraron con aprobación.
—Veo que está entrenada.
—Es una esclava de placer —dijo Rask de Treve—, aunque no muy buena. Se llama El-in-or. También es embustera, ladrona y astuta.
La mujer tomó mi cabeza entre sus manos y la hizo girar de lado a lado.
—Sus orejas están agujereadas —dijo contrariada.
Algunos de los hombres rieron. No me importaban sus risas. Me daban miedo.
Supuse que, al tener las orejas agujereadas, se sentirían libres para hacerme lo que quisieran.
—Los hombres son unas bestias —dijo la mujer.
Rask de Treve echó hacia atrás su enorme cabeza, como la de un larl, y rió.
—Y tú, Hermoso Rask —dijo ella—, eres la mayor de las bestias.
¡Qué descarada era! ¿Acaso no la azotarían por eso?
Rask volvió a reír y limpió su cara con el dorso de su mano derecha.
La mujer volvió a mirarme.
—¿Así que tú, preciosa, eres una embustera y una ladrona?
Bajé la cabeza rápidamente. No podía mirarla a la cara.
—Mírame.
Levanté la cabeza, asustada, y la miré.
—¿Tienes la intención de mentir y robar en este campamento?
Sacudí la cabeza vivamente, negando.
Los hombres se rieron.
—Si lo haces —me advirtió—, serás castigada de inmediato y tu castigo no será agradable.
—Te azotarán —dijo una de las muchachas que estaban cerca de mí—, y te pondrán en la caja para esclavas.
Aquella noticia, fuera lo que fuese, me desasosegó aún más.
—No, Señora —exclamé—. ¡No mentiré ni robaré!
—Muy bien —dijo ella.
—Está sucia y huele mal —dijo Rask de Treve—. Lavadla y vestidla.
—¿Es tu intención ponerle tu collar? —preguntó la mujer.
Hubo una pausa. Bajé la cabeza.
—Sí —oí que decía Rask de Treve.
Luego se alejó, y con él los demás. La mujer dijo:
—Ven conmigo.
Me levanté y, con las muñecas atadas, la seguí hasta la tienda de las mujeres.
La esclava, con un leve toque de su dedo, puso perfume detrás de mis orejas.
Era la segunda mañana de mi estancia en el campamento de guerra de Rask de Treve. El día en que me pondrían el collar.
No se me permitía usar productos de cosmética.
Arrodillada en el interior de la tienda de las mujeres, miraba hacia la abertura que era la entrada. Fuera podía ver hombres y muchachas pasando en varias direcciones. Era un día soleado y cálido. Soplaban leves brisas.
Me habían preparado para la simple ceremonia del collar de Treve. Ena, la muchacha superior que vestía de blanco, no estaba demasiado contenta por el hecho de que yo no perteneciera a ninguna casta, y no pudiera dar el nombre de alguna ciudad como mi lugar de origen.
—Pero no podemos remediarlo —dijo.
Por lo tanto, se decidió que debería identificarme dando el nombre de mi ciudad real, y mi título y nombre verdaderos. Durante la ceremonia, tendría que referirme a mí misma como Elinor Brinton de la Ciudad de Nueva York. Sonreí para mis adentros. Me pregunté cuántas oportunidades tendría de referirme a mí misma usando aquel nombre en un mundo tan tosco. La orgullosa Elinor Brinton de Nueva York parecía tan lejos de mí...
El día anterior, bajo la supervisión de Ena, las esclavas me habían lavado y peinado y luego me dieron de comer. La comida era buena, pan y carne de bosko asada, queso y fruta. Incluso me dieron un sorbo de vino de Ka-la-na.
Después de que me lavasen, peinasen y diesen de comer, Ena se dirigió a mí:
—Tienes la libertad del campamento, si deseas salir de la tienda.
Me quedé sorprendida. Yo esperaba estar encadenada y encerrada. Ella parecía divertida al ver mi sorpresa.
—No te escaparás —sonrió.
—No, Señora.
Pero bajé la cabeza. No quería salir de la tienda de las mujeres. Y Ena se acercó a un baúl, lo abrió, y extrajo un trozo de tela rayada, rectangular.
—Ponte de pie.
Obedecí.
—Alza los brazos.
Lo hice y vi, complacida, que colocaba el trozo de tela sobre mí, ajustado; lo unió con una aguja detrás de la parte ancha de mi hombro. Y lo volvió a sujetar, con otra aguja, detrás de mi cadera derecha.
—Baja los brazos.
Eso hice y me quedé erguida frente a ella.
—Eres hermosa —me dijo—. Ahora ve, corre, y date una vuelta por el campamento.
—Gracias, Señora —exclamé, me volví y salí corriendo de la tienda.
Paseé por el campamento. Supuse que se encontraba en algún punto de la región de Ar, quizás al noreste, entre las colinas que se extienden a los pies de la cordillera Voltai. Era un típico campamento goreano de guerra, aunque pequeño. Tenía un recinto en el que estaban recluidos los tarns, y cobertizos para la cocina y para lavar. Había muchos guerreros, quizás cien o más, los hombres de Rask de Treve, y alrededor de veinte chicas, preciosas, que llevaban breves túnicas de trabajo y que estaban ocupadas realizando sus tareas, cocinando, limpiando cuero o abrillantando escudos. Yo sabía que Treve, por lo que se decía, estaba en guerra con otras ciudades. Las contiendas son frecuentes entre las ciudades goreanas, pues todas tienden a ser beligerantes y a desconfiar de las demás. Rask de Treve, a su manera, continuaba la guerra al enemigo. Sabía que anteriormente había arrasado los campos y atacado caravanas de Ko-ro-ba. Y ahora estaba en la región de Ar. Era un tarnsman audaz, ciertamente. Supuse que Marlenus de Ar daría cualquier cosa por conocer la situación exacta de aquel pequeño campamento protegido por una empalizada. Contemplé a dos guerreros practicar con sus espadas cortas sobre un rectángulo de arena. El sonido del metal me excitó y me asustó, por su rapidez y crueldad. Pensé en lo valientes que tenían que ser para enfrentarse tan cara a cara y blandir una afilada espada corta contra otra.
Examiné la empalizada del campamento.
Puse mis dedos y mis manos sobre los troncos que la formaban y que habían sido pulidos y ajustados perfectamente los unos con los otros. Miré hacia las puntas, tan por encima mío. Era imposible que yo escalase el muro. Estaba encerrada dentro, sin la menor duda.
Seguí caminando junto a la pared interior. Sólo me aparté de ella al llegar al recinto de los tarns.
Al poco rato, llegué a la puerta.
También era de troncos, aunque aquí estaban algo separados. Era una puerta doble. Estaba cerrada y la atravesaban dos grandes vigas encadenadas. Me quedé sorprendida al ver que había otra puerta, de sólidos troncos, más allá de la que yo había visto, y que el campamento estaba rodeado por una doble muralla de troncos. La empalizada exterior tenía un pequeño pasillo desde el que se podía defenderla. La interior no lo poseía. Aquello me molestó. La muralla exterior les permitía defenderse. La interior, alta y pulida, una barrera bastante efectiva, servía estupendamente para mantener a las esclavas dentro. Me sentí furiosa.
Ena me había dicho que no me escaparía.
—Las muchachas no pueden estar cerca de la puerta —dijo un guarda.
—Sí, amo —dije. Y me alejé.
Seguí andando junto a la muralla. Al llegar a cierto punto encontré una puerta muy pequeña, cuyas dimensiones no permitían que pasase por ella más de un nombre a la vez, y arrastrándose. También estaba cerrada con dos cadenas y dos pesados candados. Junto a ella había guardas.
Aun poniéndome en pie sobre las cadenas no podía ni remotamente llegar al borde de la empalizada. Estaba bien encerrada dentro.
—¡Muévete, muchacha! —dijo el guarda.
—Sí, amo —respondí yo, y seguí mi camino.
Vi las tiendas y las hogueras, a los hombres hablando y a las mujeres realizando sus trabajos. ¿Por qué no se guisaban sus comidas ellos mismos, o abrillantaban su propio cuero, o se iban al río o al cobertizo y se lavaban sus propias prendas? Si no lo hacían, era sencillamente porque no deseaban hacerlo. ¡Obligaban a las muchachas a realizar su trabajo! Los odiaba. ¡Nos dominaban y nos explotaban!
Encontré, en cierta parte del campamento, una zona con hierba, en una suave colina. Allí había una pesada anilla de metal, en la parte más alta de la colina. Estaba sujeta a una pesada piedra y enterrada al nivel de la hierba.
En otro lugar encontré un mástil dispuesto horizontalmente sobre otros dos pares de mástiles inclinados y atados en su parte superior. Supuse que sería para colgar carne. Me extrañó ver un aro de hierro, enterrado en la tierra, debajo del centro del mástil horizontal. Fuera, en una zona despejada, había una caja de hierro, cuadrada. En la parte delantera tenía una pequeña puerta de hierro con dos aberturas. La puerta podía cerrarse con dos cerrojos pesados, planos, en forma de pasador, y con dos candados. Me pregunté qué podía guardarse en una caja como aquélla. En un sitio encontré un cobertizo bajo, hecho de troncos, que no tenía ventanas. Su pesada puerta estaba cerrada con dos cierres y dos candados grandes. Imaginé que sería un cobertizo para el almacenaje.
Sin darme cuenta, mis pasos me llevaron hasta el centro del campamento.
Me quedé delante de una tienda amplia y baja, de toldos escarlatas suspendidos de ocho mástiles. Por dentro, como pude ver a través de uno de los faldones, la lona estaba forrada con seda. Era una tienda baja y tan sólo en su parte central podía un hombre estar completamente de pie. En un brasero había un pequeño fuego, sobre cuyos carbones, montado sobre un trípode, estaba calentándose un pequeño bol de metal para el vino. Pensé que Rask de Treve podía tener su vino así. Me resultaba extraño pensar en aquellos tarnsmanes tan brutales y salvajes, y ver que se preocupaban por delicadezas como aquélla. Había oído también que les encantaba peinar el cabello de sus esclavas. Me dije que las ciudades y los hombres son tan extraños, tan diferentes... Sospechaba que había pocos hombres tan fieros y terribles como los de Treve, temidos en todo Gor, y sin embargo les gustaba que su vino estuviera caliente y disfrutaban con algo tan simple como peinar el cabello de una muchacha. El interior de la tienda tenía el suelo cubierto con gruesas y suaves alfombras de Tor y Ar, quizá botín de algún asalto a una caravana. Me pregunté cómo sería estar echada en su interior, desnuda y con un collar puesto, sobre sus suaves alfombras, a la luz de un débil fuego, con los faldones de la tienda bajados y cerrados, completamente a merced del amo. En el extremo más alejado vi unos grandes baúles, pesados y cerrados con tiras de hierro, sin duda llenos con los abundantes botines obtenidos por un salteador, gemas, hilo de oro, collares y monedas, perlas, joyas, pulseras y brazaletes adornados quizá con piedras preciosas, que debían de servir para adornar las extremidades de esclavas exquisitas.
—¿De quién es esta tienda? —le pregunté a una esclava que pasaba por allí.
—¿De quién va a ser, Kajira? —me dijo—. Es la tienda de Rask de Treve.
—Lárgate de aquí —dijo uno de los guardas que la vigilaban.
Oí el tintineo de un par de brazaletes y vi a una muchacha morena acercarse hasta la abertura. Iba vestida con una prenda breve de seda escarlata, diáfana. Me miró y luego, rápidamente, cerró los faldones de la tienda.
El guarda que había hablado conmigo antes se puso de pie.
Salí corriendo, en dirección a la tienda de las mujeres.
Cuando llegué allí me eché sobre las alfombras del suelo y lloré.
Ena, que había estado cosiendo un talmit, una cinta para la cabeza que a veces llevan los tarnsmanes cuando vuelan, se me acercó.
—¿Qué pasa?
—No quiero ser una esclava —lloré.
Ena me abrazó.
—Es duro ser esclava —me dijo.
Me incorporé y la abracé.
—¿Se me permite hablar? —pregunté.
—Claro. En esta tienda siempre tienes libertad para hablar.
—Dicen… —comencé a hablar— ...he oído que Rask de Treve es un amo duro.
Sonrió.
—Eso es verdad —dijo.
—Se dice que ningún otro hombre en Gor puede despreciar o humillar tanto a una mujer como él.
—No he sido ni despreciada ni humillada —dijo Ena—. Por otra parte, si Rask de Treve quisiera despreciar o humillar a una mujer, supongo que sabría hacerlo muy bien.
—Supongamos que una muchacha hubiese sido insolente y arrogante con él.
—Esa muchacha, sin duda, sería bien humillada o despreciada —rió—. Rask de Treve le enseñaría lo que es la esclavitud.
Todas aquellas explicaciones no me tranquilizaban demasiado.
La miré.
—Dicen que sólo usa a una mujer una vez y que luego, con desprecio, la marca y la desecha.
—Me ha usado muchas veces —dijo Ena—. Rask de Treve —añadió sonriendo— no está loco.
—¿Te marcó con su nombre después de usarte?
—No. Fui marcada con la marca de Treve. Cuando me capturó, yo era libre. Era natural que, después de haberme usado y hecho cautiva en sus brazos, al día siguiente, para dar testimonio de este hecho, me marcasen.
—¿Te hizo esclava en sus brazos?
—Sí, en sus brazos descubrí que era una esclava —sonrió—. Supongo que en los brazos de un hombre como Rask de Treve cualquier mujer podría sentirse esclava.
—¡Yo no! —grité.
Sonrió.
—Si una muchacha ya está marcada —dije sin darle importancia, pero asustada—, no se la vuelve a marcar, ¿verdad?
—En general, no. Aunque a veces, por alguna razón, la marca de Treve se imprime en su carne. A veces, también puede marcarse a una muchacha como castigo, y para advertir a otros contra ella.
La miré, confundida.
—Son marcas de castigo —explicó—. Son pequeñas, pero perfectamente visibles. Hay varias de estas marcas. Hay una para quienes han mentido, y otra para quienes roban.
—¡Yo ni miento ni robo!
—Muy bien.
—Nunca he visto la marca de Treve.
—Es raro.
—¿Puedo ver tu marca?
—Pues claro —dijo, y se puso en pie. Extendió la pierna izquierda y subió su hermoso vestido blanco hasta la cadera, dejando su muslo al descubierto.