Cautiva de Gor (13 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Cautiva de Gor
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—Cómprala —le indicó, no muy amablemente.

El hombre se inclinó haciendo una profunda reverencia en tono de burla para disculparse. Los demás se rieron y nosotras continuamos nuestro camino. Seguí notando su mano en mi pierna durante unos segundos. Por alguna razón, me sentía satisfecha. ¡Ninguno había alargado la mano para tocar a Lana!

El olor del tarsko asado se hacía más intenso y, para alegría nuestra, las carretas giraron y entraron en uno de los grandes almacenes. El suelo era suave. En cuanto entramos cerraron las puertas. Entonces, de rodillas, comimos tarsko asado y pan, y bebimos leche caliente de bosko.

Me di cuenta de que Targo estaba de pie delante mío.

—¿Por qué te ha tocado el hombre del muelle? —preguntó. Yo bajé la cabeza.

—No lo sé, amo —respondí.

El guarda tuerto se colocó junto a Targo.

—Ahora anda mejor que antes —le indicó.

—¿Crees que podría ser hermosa? —le preguntó Targo.

Aquélla me pareció una extraña pregunta. Ciertamente una chica es hermosa o no lo es.

—Podría —dijo el guarda—. Está más bella desde que la tenemos.

Aquello me gustó, pero no lo comprendí.

—Es difícil para una muchacha de seda blanca ser hermosa —remarcó Targo.

—Sí, pero hay un buen mercado para las de seda blanca.

Yo no conseguía entender nada. Miré de nuevo a Targo.

—Ponla sexta en la cadena.

Bajé los ojos, sonrojada por lo que en el fondo era un halago. Cuando volví a alzar la cabeza, Targo y el guarda estaban en algún otro sitio. Comencé a masticar mi tarsko y mi pan. Miré de reojo a las que hasta entonces habían sido quinta y sexta en la cadena, y que ahora eran tercera y cuarta. No parecían muy satisfechas.

—Bárbara —dijo la que era sexta.

—Quinta —le respondí yo.

Pero afortunadamente para mí, Targo no exhibió su cadena en Laura. Quería precios más elevados.

Después de comer proseguimos nuestro camino, subiendo por las calles de madera, unidas por el cuello, junto a las carretas. En cierto momento pasamos junto a una taberna de raga. Dentro, adornada con joyas y cascabeles, que por lo demás era la única ropa que llevaba, vi a una muchacha bailando en un cuadrado de arena entre las mesas. Bailaba despacio, exquisitamente, siguiendo la música de instrumentos primitivos. Me quedé paralizada. Nunca había visto una mujer tan sensual. Sobre el mediodía llegamos a un recinto para esclavas al norte de Laura. Existen varios de éstos. Targo había reservado sitio en uno de los recintos, junto a otros. El nuestro compartía una pared de barrotes con otro, el de Haakon de Skjern, para quien Targo había viajado hasta el norte para negociar. Los recintos están formados por dormitorios sin ventanas, hechos con troncos y tienen suelos de piedra sobre los que se esparce paja; el dormitorio se abre con una pequeña puerta, de un metro de alto, y da al patio de ejercicio. Este patio es como una gran jaula. Sus paredes son barrotes y también lo es el techo. Los del techo a veces se sujetan al patio por montantes de hierro. Había llovido hacía poco en Laura y el patio estaba embarrado, pero lo encontré más agradable que el mal ventilado dormitorio. No se nos permitía llevar nuestros camisks en el recinto, tal vez quizás a causa del barro del patio.

En el recinto adyacente al nuestro se apretujaban unas doscientas cincuenta o trescientas muchachas de los pueblos. Algunas de ellas lloraban mucho, aunque a mí no me importaba demasiado. Pero me alegré de que por la noche los guardas usasen sus látigos para mantenerlas calladas. De esa manera podíamos dormir todas un poco. Estaban desnudas y eran esclavas, pero cada mañana, se trenzaban la una a la otra sus largos cabellos rubios. Aquello parecía importante para ellas, y se les permitía hacerlo, por alguna razón. Las otras chicas de Targo, de las cuales yo formaba parte, llevaban todas el pelo largo, suelto y peinado liso. Yo esperaba que mi cabello creciese deprisa. Lana era la que tenía el pelo más largo de todas nosotras. Le llegaba por debajo de la cintura. A veces me daban ganas de cogerla por el pelo y sacudirla hasta que tuviese que implorar piedad. Muchas de las muchachas de los pueblos aún no habían sido marcadas. Ni llevaban collares. Generalmente tenían los ojos azules, aunque algunas los tenían grises. Eran muchachas capturadas por los hombres de Haakon de Skjern en los pueblos al norte del Laurius y de los pueblos costeros, incluso de una zona tan al norte como la frontera con el Torvaldsland. Muchas no parecían demasiado preocupadas por su esclavitud. Supuse que la vida en un pueblo tenía que ser dura para una muchacha. Targo podría elegir libremente cien de estas jóvenes. Había pagado un depósito de cincuenta discotarns, y durante nuestra primera mañana en el recinto, le había visto pagar ciento cincuenta más al enorme, barbudo y ceñudo Haakon de Skjern. También había visto cómo Targo, sin prisa, con sus ojos expertos y sus manos rápidas y delicadas, examinaba a las mujeres. Ellas intentaban apartarse de él. Cuando lo hacían eran sujetadas por dos guardas. Me di cuenta de que las muchachas que respondían así eran seleccionadas invariablemente, incluso dejando atrás a otras atadas junto a ellas que eran más hermosas. A Targo le costó más de dos días acabar de decidirse. Cuando elegía a alguien, la muchacha era enviada a nuestro recinto. Ellas no se mezclaban con nosotras, sino que, con sus acentos norteños, se reservaban para sí mismas. Se dedicó un día entero a calentar hierros y marcarlas. Al margen de todo esto, he de decir que no fueron tampoco días agradables para la nueva chica, Rena de Lydius. Se la mantenía en el dormitorio, con las muñecas atadas detrás de la espalda y el cuello encadenado a una pesada argolla instalada en la pared. Además, excepto cuando comía, se la mantenía amordazada y con la caperuza puesta. Ella solía sentarse contra la pared, con las rodillas encogidas y la cabeza gacha, de manera que la capucha y la mordaza le ocultaban el rostro. Se me asignó la tarea de alimentarla. La primera vez que le retiré la mordaza y la capucha me suplicó que la ayudase a escapar o que les contase a otros su situación. ¡Qué tonta era! A mí podían azotarme por algo como aquello, quizás me empalasen. Le respondí
«Calla, esclava»
y le volví a poner la mordaza y la caperuza. No la alimenté para que aprendiese la lección. Aquella mañana me comí su ración e hice lo mismo por la noche. A la mañana siguiente, cuando la solté, tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no intentó hablarme. Le di de comer en silencio, poniéndole la comida en la boca y diciéndole que comiera rápido, y le hice beber un trago de agua de la bolsa de piel. Luego volví a atarla. Ella había pertenecido a una casta alta. La odiaba. Estaba decidida a tratarla como lo que era: una esclava.

Más allá del recinto de Haakon de Skjern se veía el de sus tarns, donde, sujetos por una pata, los grandes pájaros batían sus alas, lanzaban las cabezas hacia atrás y chillaban. A veces lograban soltarse y golpeaban a sus cuidadores con sus grandes picos amarillentos. El aire producido por sus potentes alas, que formaba huracanes de polvo y pequeñas piedras, podía levantar a un hombre del suelo. Aquellos picos poderosos y aquellas garras de fuerza imponente, podían partir a un hombre en dos con la misma facilidad con que partían los muslos de bosko con que se alimentaban. Incluso separada de ellos como estaba, por tres paredes de barrotes, la pared del recinto de Haakon y la de nuestro recinto en común, aquellos pájaros me tenían aterrada. Me alegré de ver que las bellezas del norte de Haakon se alejaban cuanto podían de aquel lado de su recinto. A veces, cuando alguno de los enormes pájaros gritaba, varias de ellas lo hacían también y salían corriendo hacia nuestros barrotes o se refugiaban en el dormitorio. No sé por qué razón las mujeres temen tanto a los tarns, pero lo cierto es que es así. Aunque muchos hombres los temen también. Se dice que el tarn sabe quién es un tarnsman y quién no. Y si se le acerca uno que no lo es, puede despedazarle. No es sorprendente que los hombres no se acerquen a estas bestias. Yo había visto cuidadores de tarns, pero a excepción de Haakon de Skjern, no había visto tarnsmanes. Eran hombres salvajes de la Casta de los Guerreros, que pasaban mucho de su tiempo en las tabernas de Laura, bebiendo, peleando y jugando, mientras las esclavas, excitadas y con los ojos brillantes, les servían y les rozaban, para hacerse notar y que les ordenasen ir a las alcobas. No era de extrañar, pues, que algunos hombres, incluso guerreros, odiasen y envidiasen a los arrogantes y regios tarnsmanes, ricos una noche y pobres la siguiente, siempre en la cresta de la aventura, de la guerra y del placer, llevando su orgullo y su hombría en el andar, en el acero de su costado y en la manera de mirar.

Pero Haakon era un tarnsman y me asustaba. Era feo y no parecía de fiar. Targo estaba nervioso en sus tratos con él.

Permanecimos seis días enteros en el recinto. Cinco de esos días, por la mañana, fui llevada junto a otras cuatro muchachas a Laura, atada a ellas, para traer provisiones al recinto. Nos acompañaban dos guardas. Pero curiosamente, al llegar a un determinado edificio, uno de los guardas me separaba de las demás y juntos, el guarda y yo, entrábamos en el edificio, mientras los otros proseguían su camino hacia el mercado. Al regresar llamaban a la puerta, momento en el que mi guarda y yo salíamos de allí. Entonces me unían a las demás otra vez, se redistribuían los bultos, yo tomaba mi parte y, llevando mi carga como una esclava, sobre la cabeza con la ayuda de una mano, regresaba junto a las demás bajo vigilancia. Las dos últimas veces, ante mis repetidas súplicas, me permitieron llevar una jarra de vino sobre la cabeza. Ute me había enseñado a andar sin derramarlo. A mí me divertía ver que los hombres me contemplaban. Pronto pude llevar vino tan bien como cualquier otra de las chicas, incluso Ute.

El edificio en el que me detuve aquellos días era la casa de un médico. Me llevaron por un pasillo hasta una habitación en la que se recibía a las esclavas. Me quitaron el camisk. El primer día, el médico, un hombre tranquilo que llevaba las ropas verdes propias de su casta, me examinó concienzudamente Los instrumentos que usaba, las pruebas a las que me sometió y las muestras que tomó, no eran diferentes de las de la Tierra. Me llamó poderosamente la atención el hecho de que aquella habitación, por más primitiva que fuese, estaba iluminada por lo que en goreano se llama una lámpara de energía, una invención de los Constructores. No pude ver ni cables, ni pilas. Sin embargo, el lugar estaba lleno de una luz suave y blanca que el médico podía regular haciendo rotar la base de la bombilla. Además, algunos de los instrumentos que formaban su equipo distaban mucho de ser primitivos. Por ejemplo, había una pequeña máquina con indicadores y diminutas repisas sobre las que colocaban las muestras de sangre y orina, tejido o cabello. Con un bolígrafo anotaba las lecturas de la máquina. En la pantalla, colocadas sobre la máquina, vi claramente aumentado algo que me recordó una imagen visualizada en un microscopio. Él estudiaba brevemente la imagen y luego hacía más anotaciones. El guarda me había prohibido terminantemente hablar con el médico, como no fuese para contestar sus preguntas, algo que debía de hacer con prontitud y rigor, sin importarme su naturaleza. Aunque el médico era amable, noté que me trataba y consideraba como un animal. Cuando no estaba examinándome, permanecía abandonada en un lado de la habitación, donde me arrodillaba sola, sobre los tablones, hasta que me necesitaba de nuevo. Hablaban de mí como si yo no estuviera presente.

Cuando terminó, mezcló varios polvos de diferentes tipos en tres o cuatro frascos, añadiéndoles agua. Se me ordenó beberlos. El último fue realmente nauseabundo.

—Necesita los Sueros Estabilizadores —dijo el médico.

El guarda asintió con un gesto de cabeza.

—Hay que administrarlos en cuatro veces —añadió.

Señaló con la cabeza una plataforma pesada situada en diagonal en una de las esquinas de la habitación. El guarda me ató y me echó, boca abajo sobre ella, y ató mis manos por encima de mi cabeza, muy separadas, con tiras de cuero. Hizo lo mismo con mis tobillos. El médico estaba ocupado con fluidos y una jeringuilla frente a un estante, en una parte de la estancia donde había varios viales.

Grité. El pinchazo fue doloroso. Lo clavó por debajo de mi cintura, sobre la cadera izquierda.

Me dejaron sujeta sobre la mesa durante unos segundos y luego el médico regresó para darle un vistazo al pinchazo. Al parecer, no había habido ninguna reacción inusual.

Me soltaron.

—Vístete —me dijo el médico.

Agradecí poder ponerme el camisk y lo sujeté fuertemente a la altura de mi cintura, con un doble cordel de la fibra usada para atar.

Yo quería y necesitaba hablar con el médico desesperadamente. En su casa, en aquella habitación, había visto instrumentos que me hablaban de una tecnología avanzada, completamente diferente de lo que había encontrado hasta el momento en lo que me parecía un mundo primitivo, hermoso y rudo. El guarda apretó el mango de su lanza contra mi espalda, y me sacó de la habitación. Miré hacia el médico por encima del hombro. Él me miró sorprendido.

Fuera, las otras cuatro chicas y el guarda estaban esperando. Me ataron, me dieron parte de la carga y juntos, regresamos todos al recinto de Targo.

Me pareció ver un hombre pequeño, vestido de negro, que nos vigilaba, pero no estaba segura.

Volvimos, de manera parecida, a casa del médico los siguientes cuatro días. El primer día él se había limitado a examinarme, darme algunos medicamentos de poca importancia y leves consecuencias, y la primera dosis de la Serie de Estabilización. El segundo, tercer y cuarto días recibí las dosis que concluían la Serie. El quinto día, el médico tomó más muestras.

—Los sueros están haciendo efecto —le dijo al guarda.

—Bien —respondió éste.

El segundo día, después de la dosis, intenté hablar con él, a pesar del guarda, para rogarle que me diese información.

El guarda no me azotó, pero me abofeteó dos veces, haciendo que se me llenase la boca de sangre. Luego me amordazó.

Más tarde, una vez fuera, el guarda me miró, divertido.

Yo me quedé de pie frente a él, con la cabeza baja, amordazada.

—¿Quieres llevar la mordaza hasta el recinto? —me preguntó.

Sacudí la cabeza con fuerza. No, si la llevaba puesta al llegar Targo preguntaría con toda seguridad acerca de ella y no cabía la menor duda de que me haría azotar. Le había visto, una o dos veces, obligar a una chica a pedirle a un guarda que la azotase. Entonces, la muchacha era colgada por las muñecas. En estos casos el guarda no utiliza el manojo de tiras de cuero con el que Lana, sólo con su fuerza de mujer, me había golpeado, sino el látigo goreano de cinco tiras, pero empleado con la terrible fuerza de un hombre. No me apetecía en absoluto sentirlo. Me mostraría sumisa, dispuesta a obedecer y a ser complaciente con todo. ¡No! Moví fuertemente la cabeza, ¡no!

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