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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (11 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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No era mayor que yo, estoy segura, pero se dirigía a mí como si yo fuese una niña.

El pie del guarda me golpeo de nuevo.

—¡Cómprame, Señora! —dije mecánicamente.

—Una extranjera —sonrió la mujer—. Qué gracia…

—La recogí en el campo —intervino Targo. Le preocupaba que mi presencia en su cadena pudiese ser tomada como evidencia de su poco criterio. Deseaba asegurarle a la mujer que me había adquirido a cambio de nada, que no habría invertido para comprar una chica de tan poca calidad para su cadena.

Miré a los ojos de la mujer. Me miraba directamente por encima del velo y sus ojos parecían divertidos. Daba la impresión de ser muy bella. ¡Qué espléndida y delicada! No podía soportar más la presión de su mirada.

—Puedes bajar la cabeza, muchacha —dijo, no sin amabilidad.

Agradecida dirigí la cabeza de nuevo hacia el suelo.

Estaba enfurecida por mi comportamiento, por cómo me sentía, pero al mismo tiempo no podía evitar aquellas reacciones en mí.

Ella tenía un aspecto esplendoroso, era magnífica. Yo no era nada. Las otras chicas tenían también las cabezas inclinadas hacia la hierba y estaban arrodilladas delante de la mujer libre. Ellas, como yo, no eran más que esclavas, estaban desnudas, tenían los tobillos encadenados, sus gargantas estaban unidas por la misma correa y estaban marcadas: no eran nada ante una mujer libre.

Me eché a llorar. Yo era una esclava.

Se oyó el tintineo de los cencerros de los boskos y el restallar de los látigos. Targo retrocedió, inclinándose ostentosamente, y la carreta paso lentamente frente a nosotras, comenzando a moverse. Los pies de la escolta de guardas pasaron a menos de dos metros de donde estábamos.

Cuando la carreta y la comitiva hubieron acabado de pasar por delante nuestro, Targo se irguió. Tenía una extraña expresión en el rostro. Estaba contento por algo.

—A las carretas —dijo.

—¡A las carretas! —gritaron los guardas.

Volvimos a los carros.

—¿Quién era? —preguntó el guarda canoso.

—Rena de Lydius —dijo Targo— de la Casta de los Constructores.

Una vez más me encontré como las otras chicas, encadenada en nuestra carreta, avanzando lentamente por los campos, camino de Laura.

Aquella noche nos detuvimos temprano junto a una corriente para acampar. A última hora de la tarde las muchachas, vigiladas por los guardas, realizan algunas tareas. Atienden a los boskos, limpian las carretas, van a buscar agua y preparan el fuego. A veces también se les permite cocinar. Ute y yo, atadas juntas por la garganta, pero aparte de eso con libertad de movimientos, vestidas con nuestros camisks como las demás, salimos con dos cubos para recoger bayas, acompañadas por un guarda. No había muchas bayas y no resultaba fácil llenar nuestros cubos. Robé unas cuantas del cubo de Ute y conseguí así llenar el mío primero. Se suponía que no podíamos comerlas y no creo que Ute hiciese lo contrario, pero yo me metía unas cuantas en la boca en cuanto el guarda no miraba. Si una tenía cuidado de que el jugo se mantuviese dentro de la boca, no quedaban manchas delatadoras en los labios o las mejillas. Ute era una tonta encantadora.

Cuando regresamos al campamento, casi había anochecido.

Me sorprendió ver brillando cerca de nuestra carreta, una pequeña hoguera circundada por piedras. De ella sobresalían los mangos de dos hierros.

Después de alimentarnos, se nos permitió sentarnos cerca de las carretas. Llevábamos los camisks puestos. Lo único que nos impedía movernos libremente, era una larga tira que nos mantenía a todas juntas, a intervalos de un metro. Estaba atada al tobillo izquierdo de cada una de nosotras.

Por alguna razón las muchachas no hablaban demasiado.

De pronto, los guardas se pusieron en pie de un salto y tomaron sus lanzas.

Dos hombres salieron de la oscuridad. Eran guerreros. Entre ellos, con el rostro descubierto, había una mujer que andaba dando tumbos. Sus brazos extendidos sobre sus resplandecientes vestidos estaban atados a sus costados por una ancha tira de cuero. La arrojaron a los pies de Targo. Todas las chicas nos arremolinamos a su alrededor, pero los guardas nos hicieron retroceder con sus lanzas. La mujer intentó ponerse de rodillas, pero no le permitieron levantarse. Sus ojos tenían una mirada enloquecida. Movió la cabeza para decir que no. Entonces Targo alargó cuarenta y cinco piezas de oro, que tomó una a una del saco de piel que llevaba sujeto al cinto, a aquel de los dos hombres que parecía el jefe. Las muchachas gritaron sorprendidas. Era un precio fantástico. ¡Y ni siquiera la había tasado! Comprendimos entonces que aquella muchacha había sido contratada con antelación. Los dos hombres tomaron el oro de Targo y se retiraron hacia la oscuridad.

—Fuiste tonta al contratar mercenarios para que te guardasen —dijo Targo.

—¡Por favor! —gritó ella.

Entonces la reconocí. Era la mujer de la comitiva.

Me sentí complacida.

—¡Por favor! —sollozó la mujer. Tuve que admitir para mis adentros que era hermosa.

—Tienes un admirador —le dijo Targo—, un capitán de Tyros que se fijó en ti el otoño pasado. Me ha encargado que te compre privadamente en Ar, para ser llevada a sus jardines de placer en Tyros. Pagará cien monedas de oro.

Varias de las chicas dejaron escapar exclamaciones de admiración.

—¿Quién? —preguntó la cautiva, con voz lastimera.

—Lo sabrás cuando seas vendida a él —dijo Targo—. La curiosidad está reñida con la Kajira. Podrías ser golpeada por ello.

La mujer, terriblemente desconcertada, sacudió la cabeza.

—¡Piensa! —urgió Targo— ¿Fuiste cruel con alguien? ¿Ofendiste a alguien? ¿Le negaste a alguien la cortesía que le era debida?

La mujer pareció aterrorizada.

—¡Desnudadla! —ordenó Targo.

—¡No, no! —lloró ella.

La liberaron de la tira de cuero con que la habían atado y cortaron sus vestidos para quitárselos.

La ataron fuertemente a la enorme rueda trasera de nuestro carro. En particular, su muslo derecho fue asegurado con varias tiras de cuero. Yo misma llevaba la marca en el muslo izquierdo.

Vi como la marcaban.

Gritó terriblemente, echando la cabeza hacia atrás. Luego se puso a llorar con la mejilla apretada fuertemente contra la llanta.

Todas nos arremolinamos en torno a ella.

—¡Levanta la cabeza, niña! —le dije.

Levantó la cabeza y me miró, con los ojos brillantes. Estaba desnuda. ¡Yo llevaba un camisk! Llena de rabia. La golpeé en el rostro.

—¡Esclava! —grité—. ¡Esclava! —la golpeé de nuevo.

Uno de los guardas me apartó. Ute fue hacia la muchacha y le rodeó los hombros con sus brazos para consolarla. Yo estaba furiosa.

—A las carretas —dijo Targo.

—¡A las carretas! —repitieron los guardas.

Nos quitaron la correa de los tobillos y pronto volvimos a estar encadenadas en las carretas.

La nueva chica fue colocada en nuestra carreta, cerca de la parte delantera. La ataron de pies y manos y le reforzaron la protección del costado para que no pudiera hacerse nada en la marca. También le pusieron una caperuza de esclava, con una mordaza, para que sus lloros y gritos no molestasen a ninguna de nosotras.

Me sorprendió ver que los guardas habían enganchado los boskos y a la luz de las tres lunas, volvimos a ponernos lentamente en marcha a través de los campos.

Targo no quería permanecer demasiado tiempo en aquel sitio.

—Mañana —le oí decir— llegaremos a Laura.

8. LO QUE OCURRIO AL NORTE DE LAURA

Llegamos a las orillas del Laurius poco después de que amaneciera, la mañana siguiente.

Había niebla y hacía frío. Tanto las otras chicas como yo, excepto la nueva recién marcada, que estaba encapuchada y amordazada, con el costado atado, nos arrastramos entre las capas de lona sobre las que viajábamos en la carreta. Junto con otras chicas alzamos la lona de un lado de los cuatro que cubría y espiamos lo que había fuera, en la niebla de las primeras horas del día.

Nos llegó el olor a peces del río.

A través de la niebla podíamos ver hombres moverse por entre unas bajas cabañas de madera. Algunos de ellos debían ser pescadores, que iban de regreso con una primera captura y que seguramente habían espiado la superficie del río con antorchas y tridentes durante la noche. Otros, con redes, caminaban en dirección al agua. Pudimos ver grupos de peces atados a palos colgando a los lados. Había también algunas carretas que circulaban en nuestra misma dirección. Vi algunos hombres que llevaban carga, sacos y haces de leña atados con cuerdas. En el umbral de la puerta de una de las pequeñas chozas de madera vi una esclava. Llevaba una breve túnica marrón y se nos quedó mirando. Donde ésta se abría, a la altura de su garganta, distinguí el brillo de un collar de acero.

De pronto, el mango de una lanza golpeó la lona por donde estábamos mirando y la dejamos caer de inmediato.

Miré a mi alrededor a las otras muchachas. Ya estaban despiertas y parecían emocionadas. Laura sería mi primera ciudad goreana. ¿Habría allí alguien que me enviase a casa? ¡Qué frustrada me sentía, encadenada en la carreta! Incluso la abertura trasera del carro había sido atada. La lona estaba húmeda y algo sucia por el rocío y la niebla y un poco de lluvia temprana. Quería chillar y gritar mi nombre y pedir ayuda. Pero apreté los puños y no lo hice.

En aquel momento la carreta comenzó a inclinarse hacia delante y supe que descendíamos por la río. Noté igualmente, que las ruedas resbalaban en el barro y reconocí el sonido del pesado freno al ser lanzado hacia delante y el del pie del conductor del carro al posarse sobre la llanta de la rueda delantera izquierda. Luego, poco a poco, tirando y soltando el freno, consiguió que la carreta, dando saltos, resbalase y se deslizase hacia abajo y hacia delante. Finalmente noté piedras bajo las ruedas y la carreta se niveló de nuevo.

Permanecimos allí durante unos minutos y luego oímos a Targo regatear con el dueño de una gabarra por nuestros pasajes hasta el otro lado del río.

La carreta rodó hacia delante, sobre un muelle de madera, los boskos bramaron. El olor de los peces y del río era muy fuerte. El aire era frío, húmedo y fresco.

—Esclavas fuera —oímos.

Alzaron el trozo de lona de la parte posterior y la puerta de madera cayó hacia abajo.

El guarda canoso y de un solo ojo abrió la barra, alzándola.

—Esclavas fuera —dijo.

Mientras nos deslizábamos hacia la parte de atrás de la carreta nos quitaron las anillas de los tobillos. Entonces, desnudas y sin cadenas, nos agruparon junto al borde del río, sobre el muelle de madera. Tenía frío. Vi un repentino movimiento en las aguas del río. Algo, con un movimiento rápido de su gran aleta dorsal, había saltado como una flecha desde las aguas de debajo del muelle para meterse en la corriente del Laurius. Vi el resplandor de una aleta dorsal negra y triangular.

Grité.

Lana miró también y lo señaló con el dedo.

—¡Un tiburón de río! —gritó, excitada.

Varias de las muchachas miraron en aquella dirección, mientras la aleta cortaba las aguas y desaparecía en la niebla de la superficie.

Me aparté del borde y me coloqué entre Inge y Ute, que me rodeó con sus brazos.

Una gabarra amplia y de lados más bien bajos comenzó a moverse hacia el muelle. Tenía dos grandes remos que gobernaban dos hombres. Tiraban de ella dos gigantescos palmípedos, dos tharlariones de río. Aquellos eran los primeros tharlariones que veía. Me dieron miedo. Tenían escamas, eran inmensos y sus cuellos eran muy largos. Sin embargo, parecía que en el agua, a pesar de su enorme tamaño, se movían delicadamente. Uno de ellos hundió la cabeza bajo la superficie y, momentos más tarde, la volvió a sacar, goteando y abriendo y cerrando los ojos, con un pez plateado moviéndose en la pequeña mandíbula de dientes triangulares. Se tragó el pez, y volvió su pequeña cabeza para mirarnos, esta vez sin parpadear. Estaban unidos a la amplia gabarra por un arnés. Los controlaba un gabarrero instalado en una especie de cesto de cuero que era parte del arnés, suspendido entre ambos animales. Iba provisto de un largo bastón que usaba a modo de látigo. En ocasiones también les gritaba órdenes, mezcladas con floridas blasfemias y ellos respondían a sus gritos lentamente, no sin delicadeza. La gabarra crujió al rozar con el muelle.

El precio del transporte de una persona libre a través del Laurius era un tarsko de plata. El coste del transporte de un animal, sin embargo, era sólo de un discotarn de cobre. Me enteré, sorprendida, de que eso es lo que iba a costar yo. Targo tuvo que pagar veintiún discotarns de cobre por mí y las demás chicas, la nueva y los cuatro boskos. Había vendido cuatro muchachas antes de llegar a las orillas del Laurius. Los boskos fueron desenganchados de las carretas y atados en la parte delantera de la gabarra. También allí delante había una jaula de esclavas y dos guardas, con los mangos de sus lanzas, nos condujeron sobre la gabarra hasta su interior. Detrás nuestro uno de los gabarreros cerró de un golpe la pesada puerta de hierro y corrió el cerrojo, también de hierro pesado. Me volví para mirar. Cerró de golpe una cadena de seguridad. Estábamos enjauladas.

Me cogí a los barrotes y miré al otro lado del río, hacia Laura. Oí cómo, detrás mío, las dos carretas entraban rodando luego eran aseguradas en sus sitios con cadenas. Las colocaron sobre grandes círculos de madera, que podían rotar. De esta manera, la carreta podía entrar de frente en la gabarra, y al hacer girar la plataforma se la podía sacar de la misma. La niebla había comenzado a levantarse y la superficie del río, ancho de movimientos lentos, brillaba aquí y allá, por zonas. A unos metros a mi derecha un pez salió del agua y volvió a desaparecer, dejando detrás suyo una serie de círculos relucientes. Oí los gritos de dos gaviotas sobre mi cabeza.

El gabarrero, que estaba en la canasta de piel, gritó y azotó a los dos tharlariones en el cuello con el bastón que utilizaban como látigo.

Había otras gabarras en el río, unas navegando a lo largo. Otras lo hacían en dirección a Laura y otras salían de allí. Estas últimas usaban tan sólo la corriente. Las que se aproximaban eran tiradas por tharlariones de tierra, arrastrándose por largas carreteras a los lados del río. El tharlarión de tierra puede nadar y tirar de una gabarra para cruzar o recorrer el río, pero no es tan eficiente como el gran tharlarión de río. Ambas orillas son usadas para llegar hasta Laura, aunque en general se prefiere la más al norte. Los tharlariones sin arnés, que regresan a Lydius siguiendo el curso del Laurius, suelen preferir la ruta de la orilla sur, que no es tan usada por los tharlariones a remolque como la del norte.

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