Chamán (3 page)

Read Chamán Online

Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
9.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aunque su cabellera rubia estaba casi totalmente gris, su madre era una de las mujeres más interesantes que jamás había visto, tenía la nariz larga y hermosa, y la boca delicada. Cualquiera que fuese el obstáculo que se interponía siempre entre ambos aún seguía allí, pero ella notó la actitud reacia de su hijo.

—Tarde o temprano habrá que hacerlo, Robert —dijo.

Estaba preparándose para llevar las fuentes y los platos vacíos a la iglesia, donde serían recogidos por los visitantes que habían llevado comida al funeral, y él se ofreció a llevarlos para que no tuviera que hacerlo ella. Pero su madre quería visitar al reverendo Blackmer.

—Ven tú también —propuso; pero él sacudió la cabeza porque sabía que eso supondría una prolongada sesión durante la cual tendría que escuchar los motivos por los que debía recibir al Espíritu Santo. Siempre le asombraba lo literalmente que su madre creía en el cielo y el infierno. Al recordar las discusiones que ella había mantenido con su padre, comprendió que ahora debía de estar sufriendo una angustia tremenda, porque siempre la había atormentado la idea de que, al haber rechazado el bautismo, su esposo no estaría esperándola en el paraíso.

Levantó la mano y señaló la ventana abierta.

—Se acerca alguien a caballo.

Escuchó durante un instante y luego le dedicó una amarga sonrisa.

—La mujer le ha preguntado a Alden si el médico está aquí. Dice que su esposo se encuentra en su casa, herido. Alden le ha dicho que el médico ha muerto. Ella le ha preguntado por el médico joven, y Alden le ha contestado que ése sí que está aquí.

A él también le pareció curioso. Ella ya se había acercado al maletín de Rob J., que esperaba en el lugar de costumbre junto a la puerta, y se lo entregó a su hijo.

—Coge el carro. Los caballos ya están enganchados. Yo iré a la iglesia más tarde.

La mujer era Liddy Geacher. Ella y su esposo, Henry, habían comprado la casa de los Buchanan mientras Chamán estaba fuera. El conocía muy bien el camino, sólo había unos cuantos kilómetros. Geacher se había caído desde lo alto del almiar. Lo encontraron tendido en el lugar en que había caído, jadeando de dolor. Cuando intentaron desvestirlo se quejó, de modo que Chamán cortó sus ropas abriéndolas cuidadosamente por las costuras, para que la señora Geacher pudiera volver a coserlas. No había sangre, sólo unas magulladuras y el tobillo izquierdo hinchado. Chamán cogió el estetoscopio del maletín de su padre.

—Acérquese, por favor. Quiero que me diga lo que oye —le indicó a la mujer, y le colocó las boquillas del aparato en los oídos.

La señora Geacher abrió los ojos desorbitadamente cuando él colocó el otro extremo en el pecho de su esposo. La dejó escuchar durante un buen rato, sosteniendo el aparato con la mano izquierda mientras tomaba el pulso del hombre con las puntas de los dedos de la mano derecha.

—¡Pum-pum-pum-pum-pum!—exclamó ella.

Chamán sonrió. El pulso de Henry Geacher era rápido, lo cual resultaba normal.

—¿Qué más oye? No tenga prisa.

Ella escuchó con detenimiento.

—¿Un crujido no muy suave, como si alguien estuviera estrujando paja seca?

Ella sacudió la cabeza.

—Pum-pum-pum.

Bueno, no había costillas rotas que hubieran perforado el pulmón.

Le quitó el estetoscopio a la mujer y luego recorrió con las manos el cuerpo de Geacher, centímetro a centímetro. Como no oía, tenía que ser más cuidadoso y observador con sus otros sentidos que la mayoría de los médicos. Cuando cogió las manos del hombre, asintió satisfecho ante lo que el Don le indicaba. Geacher había tenido suerte al caer sobre un montón bastante grande de heno. Se había golpeado las costillas, pero Chamán no encontró ninguna señal de fractura peligrosa.

Pensó que tal vez se había roto de la quinta a la octava costilla, y probablemente la novena. Cuando lo vendó, Geacher respiró con mayor comodidad. Luego le vendó el tobillo y sacó del maletín un frasco del analgésico de su padre, a base de alcohol con un poco de morfina y algunas hierbas.

—Le dolerá. Dos cucharaditas cada hora.

Un dólar por la visita a domicilio, cincuenta centavos por los vendajes, y cincuenta centavos más por el medicamento. Pero sólo estaba hecha una parte del trabajo. Los vecinos más cercanos de los Geacher eran los Reisman, cuya casa se encontraba a diez minutos a caballo.

Chamán fue a verlos y habló con Tod Reisman y su hijo Dave, que estuvieron de acuerdo en ayudar y hacer funcionar la granja de los Geacher durante una semana aproximadamente, hasta que Henry se hubiera recuperado.

Guió a Boss lentamente de regreso a casa, saboreando la primavera.

La tierra negra aún estaba demasiado húmeda para ararla. Esa mañana había visto que en los pastos de los Cole empezaban a crecer las flores pequeñas: violetas, amapolas, nomeolvides, y en unas pocas semanas las llanuras estarían iluminadas con los colores más vivos. Aspiró encantado el peculiar aroma de los campos abonados.

Cuando llegó, la casa estaba vacía y la cesta de los huevos no se hallaba en su gancho, lo cual significaba que su madre se encontraba en el gallinero. No fue a buscarla. Examinó el maletín antes de volver a colocarlo junto a la puerta, como si lo viera por primera vez. El cuero estaba gastado, pero era de buena calidad y duraría mucho tiempo. El instrumental, las vendas y los medicamentos estaban en el interior tal como su padre los había dispuesto con sus propias manos, cuidados, ordenados, preparados para cualquier eventualidad.

Chamán entró en el estudio y comenzó una metódica inspección de las pertenencias de su padre, revolvió en los cajones del escritorio, abrió el cofre de cuero y separó las cosas en tres grupos: para su madre, una selección de pequeños objetos que podían tener valor sentimental; para Bigger, la media docena de jerseis que Sarah Cole había tejido con su propia lana para que el médico estuviera abrigado cuando hacía visitas en las noches frías, el equipo de caza y de pesca de su padre y un tesoro tan nuevo que Chamán lo veía por primera vez: un Colt calibre 44 Texas Navy con empuñadura de nogal negro y cañón rayado de nueve pulgadas. El arma le produjo sorpresa y sobresalto. Aunque el pacifista de su padre había accedido finalmente a atender a las tropas de la Unión, lo hizo siempre con el convencimiento de que era un civil y no llevaba armas; entonces, ¿por qué había comprado esta arma, evidentemente cara?

Los libros de medicina, el microscopio, el maletín, el botiquín con las hierbas y los medicamentos serían para Chamán. En el cofre, debajo del estuche del microscopio, había un montón de libros, una serie de volúmenes de papel de cuentas cosido.

Cuando Chamán los hojeó, vio que eran el diario de su padre.

El volumen que escogió al azar había sido escrito en 1842. Mientras pasaba las páginas, Chamán encontró una abundante y casual serie de notas sobre medicina y farmacología, y pensamientos íntimos. El diario estaba salpicado de bosquejos: rostros, dibujos de anatomía, un desnudo femenino de cuerpo entero; se dio cuenta de que se trataba de su madre. Estudió el rostro joven y contempló fascinado el cuerpo prohibido, consciente de que debajo del vientre inequívocamente preñado había habido un feto que acabaría siendo él. Abrió otro volumen que había sido escrito con anterioridad, cuando Robert Judson Cole era un joven que vivía en Boston y acababa de bajar del barco que lo traía de Escocia. Este también contenía un desnudo femenino, aunque en este caso el rostro era desconocido para Chamán; los rasgos resultaban confusos pero la vulva había sido dibujada con detalles clínicos, y se encontró leyendo sobre una aventura sexual que su padre había tenido con una mujer en la pensión en la que vivía.

Mientras leía el informe completo, se sintió más joven. Los años desaparecieron, su cuerpo retrocedió, la tierra invirtió su rotación, y los frágiles misterios y tormentos de la juventud quedaron recuperados.

Volvía a ser un niño que leía libros prohibidos en esta biblioteca, buscando palabras y dibujos que pudieran revelar las cosas secretas, degradantes y tal vez absolutamente maravillosas que los hombres hacían con las mujeres. Se quedó de pie temblando, atento, por temor a que su padre apareciera en la puerta y lo encontrara allí.

Luego sintió la vibración de la puerta de atrás que se cerraba firmemente mientras su madre entraba con los huevos, y se obligó a cerrar el libro y a guardarlo en el cofre.

Durante la cena le dijo a su madre que había empezado a revisar las cosas de su padre y que bajaría una caja vacía del desván en la que guardaría las cosas que serían para su hermano.

Entre ambos quedó en suspenso la pregunta tácita de si Alex vivía para regresar y usar esas cosas, pero Sarah asintió:

—Bien —dijo, evidentemente aliviada de que él se hubiera puesto manos a la obra.

Esa noche, desvelado, consideró que leer los diarios lo convertiría en un voyeur, en un intruso en la vida de sus padres, tal vez incluso en su lecho, y que debía quemarlos. Pero la lógica le indicó que su padre los había escrito para registrar la esencia de su vida, y ahora Chamán yacía en la cama hundida y se preguntaba cuál había sido la verdad sobre cómo había vivido y muerto Makwa-ikwa, y le preocupaba que la verdad pudiera contener graves peligros.

Por fin se levantó, encendió la lámpara y bajó sigilosamente por el pasillo para no despertar a su madre.

Recortó la mecha humeante y subió la llama todo lo que pudo. Eso produjo una luz apenas suficiente para leer. El estudio estaba desagradablemente frío a esa hora de la noche. Pero Chamán cogió el primer libro y empezó a leer, y en realidad se olvidó de la iluminación y de la temperatura a medida que se iba enterando de más cosas de las que jamás había querido saber sobre su padre y sobre sí mismo.

Segunda parte

LIENZO NUEVO, PINTURA NUEVA

11 DE MARZO DE 1839

3

El inmigrante

Rob J. Cole vio por primera vez el Nuevo Mundo un brumoso día de primavera en que el paquebote Cornorant —el orgullo de la Black Ball Line, aunque era un pesado barco con tres mástiles desproporcionadamente bajos y una vela de mesana— fue arrastrado a un espacioso puerto por la marea ascendente y dejó caer el ancla en sus aguas. East Boston no era gran cosa, sólo un par de hileras de casas de madera mal construidas, pero en uno de los muelles cogió por tres centavos un pequeño buque de vapor que se deslizó entre una impresionante formación de barcos hasta el otro lado del puerto y el muelle principal, una extensión de tiendas y viviendas que despedían un tranquilizador olor a pescado podrido, a sentinas y a cabos cubiertos de alquitrán, como cualquier puerto escocés.

Era un joven alto y de espaldas anchas, más corpulento que la mayoría. Cuando se alejó del puerto por las sinuosas calles adoquinadas, le resultó difícil andar porque la travesía lo había dejado totalmente agotado. Sobre el hombro izquierdo cargaba el pesado baúl, bajo el brazo derecho, como si llevara una mujer cogida por la cintura, sujetaba un instrumento de cuerda muy grande. Dejó que América le atravesara los poros. Calles estrechas que apenas dejaban sitio para carros y coches; la mayor parte de los edificios eran de madera o de ladrillos muy rojos.

Tiendas bien provistas de mercancías, con letreros de colores llamativos y letras doradas. Intentó no comerse con los ojos a las mujeres que entraban y salían de las tiendas, aunque sentía un vivo deseo, casi embriagador, de oler una mujer.

Asomó la cabeza en un hotel, el American House, pero quedó intimidado por los candelabros y las alfombras turcas y supo que la tarifa era demasiado alta. En una casa de comidas de la calle Unión tomó un bol de sopa de pescado y pidió a dos camareros que le recomendaran una pensión limpia y barata.

—Decídase, amigo; tendrá que ser una cosa o la otra —le dijo uno de ellos.

Pero el otro camarero sacudió la cabeza y lo envió a casa de la señora Burton, en Spring Lane.

La única habitación disponible había sido construida para que hiciera las veces de alojamiento de los criados y compartía el desván con las habitaciones del peón y la criada. Estas eran diminutas y se encontraban al final de tres tramos de escalera que daban a un cuchitril, de bajo de los aleros, que sin duda sería caluroso en verano y frío en invierno. Había una cama estrecha, una mesa pequeña Con una palangana agrietada, y un orinal blanco cubierto por una toalla de lino con flores azules bordadas. El desayuno —gachas de avena, galletas y un huevo de gallina— iba incluido en el precio de la habitación, de un dólar y cincuenta centavos a la semana, según le informó Louise Burton una viuda de sesenta y tantos años, de piel cetrina y mirada franca.

—¿Qué es eso?

—Se llama viola de gamba.

—¿Eres músico?

—Toco por placer. Me gano la vida como médico.

Ella asintió con expresión vacilante. Le pidió que pagara por adelantado y le habló de una taberna situada a la altura de la calle Beacon en la que podría tomar las demás comidas por otro dólar a la semana.

Cuando se marchó la mujer, se dejó caer en la cama. Durmió plácidamente esa tarde y toda la noche, salvo que aún sentía el balanceo del barco, pero por la mañana se despertó como nuevo. Cuando bajó a dar cuenta del desayuno se sentó junto a otro huésped, Stanley Finch, que trabajaba en una sombrerería de la calle Summer. Gracias a Finch pudo enterarse de dos datos de sumo interés: por veinticinco centavos, Lem Raskin, el mozo, podía calentar agua y colocarla en una tina de estaño; y en Boston había tres hospitales, el Massachusetts General, la Maternidad y el Hospital de Ojos y Oídos. Después del desayuno se sumergió placenteramente en un baño, y sólo se restregó cuando el agua se quedó fría; luego se ocupó de que sus ropas estuvieran lo más presentables posible. Cuando bajó la escalera, la criada estaba a cuatro patas, fregando el rellano. Sus brazos desnudos estaban cubiertos de pecas, y sus redondos glúteos vibraban con el enérgico fregado. El rostro ceñudo de chismosa se alzó para mirarlo mientras pasaba, y él vio que la cabellera roía cubierta por el gorro tenía el color que a él menos le gustaba, el de las zanahorias húmedas.

En el Massachusetts General esperó la mitad de la mañana y luego fue entrevistado por el doctor Walter Channing, que no tardó en decirle que el hospital no necesitaba más médicos. La experiencia se repitió en los otros dos hospitales. En la Maternidad, un médico joven llamado David Humphreys Storer sacudió la cabeza comprensivamente.

Other books

Fugitive by Cheryl Brooks
Working the Dead Beat by Sandra Martin
Priceless by Sherryl Woods
Under the Bayou Moon by Gynger Fyer
Succulent by Marie
Ink and Steel by Elizabeth Bear
The Goodbye Man by A. Giannoccaro, Mary E. Palmerin
Dragon Warrior by Meagan Hatfield
Language Arts by Stephanie Kallos