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Authors: Noah Gordon

Chamán (7 page)

BOOK: Chamán
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Finalmente él le dijo que estaría a su lado. El no era Stanley Finch.

Ella no pareció demasiado alentada por esa declaración. El se obligó a cogerla entre sus brazos y acunarla. Quería ser tierno y consolarla.

Fue el peor momento posible para darse cuenta de que al cabo de pocos años el rostro felino de la joven sería decididamente bovino, no el rostro de sus sueños.

—Eres protestante.

No era una pregunta, porque ella conocía la respuesta.

—Así me educaron.

Era una mujer valiente. Sus ojos se iluminaron por primera vez cuando él le dijo que no estaba seguro de la existencia de Dios.

—¡Conquistador, sinvergüenza! Lydia Parkman ha quedado favorablemente impresionada por tu compañía—le comentó Holmes la noche siguiente en la facultad de medicina, y sonrió cuando Rob J. le dijo que ella le había parecido una mujer muy agradable. Holmes mencionó de pasada que Stephen Parkman, el padre de Lydia, era juez del Tribunal Supremo e inspector del Harvard College. La familia había empezado en el comercio del pescado seco, con el tiempo había pasado al comercio de la harina, y en la actualidad controlaba el extendido y lucrativo negocio de los productos alimentarios envasados.

—¿Cuándo piensas volver a verla? —le preguntó Holmes.

—Pronto, puedes estar seguro —respondió Rob J. sintiéndose culpable, incapaz de permitirse pensar en ello.

Para Rob, las ideas de Holmes con respecto a la higiene médica habían revolucionado la práctica de la medicina. Holmes le contó dos casos que reforzaban sus teorías. Uno tenía que ver con la escrófula, una enfermedad tuberculosa de las articulaciones y las glándulas linfáticas; en la Europa medieval se creía que la escrófula podía curarse mediante el contacto con las manos de la realeza. El otro caso estaba relacionado con la antigua práctica supersticiosa de lavar y vendar las heridas de los soldados y luego aplicar ungüento —terribles pomadas que contenían ingredientes tales como carne en proceso de putrefacción, sangre humana y musgo del cráneo de un hombre ejecutado—. Holmes comentó que ambos métodos daban buenos resultados y eran famosos porque sin proponérselo conseguían la limpieza del paciente. En el primer caso, el enfermo de escrófula era lavado completa y cuidadosamente por temor a que pudiera ofender el olfato de los "sanadores" en el momento de tocarlo. En el segundo caso, el arma era untada con materias en mal estado, pero las heridas de los soldados, lavadas y sin tocar, tenían la posibilidad de cicatrizar sin que hubiera infección. El "ingrediente secreto" mágico era la higiene.

En el Distrito Octavo resultaba difícil mantener la limpieza clínica.

Rob J. se acostumbró a llevar toallas y jabón en el maletín y a lavarse las manos y el instrumental varias veces al día, pero las condiciones de pobreza se combinaban para convertir el distrito en un sitio en el que era fácil enfermar y morir.

Intentó llenar su vida y su mente con la lucha médica cotidiana, pero al tiempo que meditaba sobre su difícil situación se preguntaba si no se estaría encaminando a su propia destrucción. Había perdido su carrera y sus raíces en Escocia debido a su participación en la política, y ahora, en Estados Unidos, había agravado su situación complicándose la vida con un embarazo desastroso. Margaret Holland abordaba su estado de manera práctica; le preguntó a Rob con qué recursos contaba.

Lejos de consternarla, los ingresos anuales de trescientos cincuenta dólares de Rob le parecieron suficientes. Le preguntó por su familia.

—Mi padre está muerto. Mi madre estaba muy débil cuando salí de Escocia, y estoy seguro de que ahora… Tengo un hermano, Herbert.

Administra las tierras de la familia en Kilmarnock, cría ovejas. Es el propietario.

Ella asintió.

—Yo tengo un hermano, Timothy, que vive en Belfast. Es miembro de la Joven Irlanda, siempre está metido en líos.

Su madre había muerto; su padre y cuatro hermanos vivían en Irlanda, pero un quinto hermano, Samuel, vivía en la zona de Boston llamada Fort Hill. Margaret preguntó tímidamente si no debía hablarle de Rob a Samuel y pedirle que estuviera atento por si aparecía una vivienda para ellos, tal vez cerca de donde él vivía.

—Todavía no. Aún es pronto —respondió, y le acarició la mejilla para tranquilizarla.

La idea de vivir en el distrito lo horrorizaba. Pero sabía que si continuaba siendo médico de los inmigrantes pobres, sólo podría mantenerse y mantener a una esposa y un niño en una conejera como ésa.

A la mañana siguiente pensó en el distrito con miedo y al mismo tiempo con rabia, y en su interior creció una desesperación comparable a la impotencia que veía en las calles principales y en los callejones.

Empezó a dormir mal por las noches, perturbado por pesadillas. Había dos que se repetían una y otra vez y que lo atormentaban cuando pasaba una mala noche. Cuando no podía dormir, se quedaba acostado a oscuras y analizaba los acontecimientos en todos sus detalles, hasta que finalmente era incapaz de saber si estaba dormido o despierto.

La madrugada. Tiempo triste, pero con un sol optimista. El está de pie entre varios miles de hombres, fuera de la Fundición de Hierro Carron, donde se fabrican piezas de artillería de gran calibre para la marina inglesa. Empieza con Un hombre que está subido encima de un cajón está leyendo la octavilla que Rob J. había escrito de forma anónima para inducir a los hombres a manifestarse: "Amigos y compatriotas. Despertados del estado en que nos hemos encontrado durante tantos años, nos vemos obligados, por el carácter extremo de nuestra situación y por el desprecio con que se tratan nuestras peticiones, a hacer valer nuestros derechos a riesgo de nuestra vida”. La voz del hombre es alta y se quiebra de vez en cuando, dejando al descubierto su miedo. Al concluir lo vitorean. Tres gaiteros empiezan a tocar: los hombres reunidos cantan a voz en cuello, al principio himnos y luego canciones más animadas, terminando con Scots Whaé Hae Wié Wallace Bled. Las autoridades han visto la octavilla de Rob y han hecho preparativos. Hay policías armados, milicia, el primer batallón de la brigada de fusileros, y soldados de caballería bien entrenados del 7mo. de húsares y del 10mo. de húsares, veteranos de las guerras europeas. Los soldados llevan uniformes espléndidos. Las botas muy lustradas de los húsares brillan como suntuosos espejos oscuros. Los miembros de la tropa son más jóvenes que los policías, pero sus rostros poseen idéntico desdén. El problema comienza cuando el amigo de Rob, Andreul Gerould, de Lanark, pronuncia un discurso sobre la destrucción de las granjas y de la incapacidad de los obreros para vivir de la limosna recibida por un trabajo que enriquece a Inglaterra y hace a Escocia aún más pobre. A medida que la voz de Andrew se vuelve más acalorada, los hombres empiezan a rugir de cólera y a gritar: "¡Libertad o muerte!". Los dragones incitan a sus caballos a avanzar, alejando a los manifestantes de la valla que rodea la Fundición de Hierro. Alguien lanza una piedra. Esta golpea a un húsar que cae de la montura. Enseguida los otros jinetes desenvainan sus espadas con gran alboroto, y una lluvia de piedras cae sobre los otros soldados, salpicando de sangre los uniformes de color azul, carmesí y dorado. La milicia empieza a hacer fuego sobre la multitud. Los soldados de caballería destrozan todo a su paso. Los hombres gritan y lloran. Rob se encuentra rodeado. No puede huir solo. Lo único que puede hacer es salvarse de la venganza de los soldados, haciendo un esfuerzo por mantenerse en pie porque sabe que si tropieza será pisoteado por la multitud que corre aterrorizada…

El segundo sueño es peor.

Otra vez en medio de una multitud. Tan numerosa como la que se había reunido frente a la Fundición de Hierro, pero en este caso son hombres y mujeres que están de pie ante ocho horcas colocadas en Stirling Castle, y la multitud es refrenada por la milicia formada alrededor de la plaza. Un pastor, el doctor Edward Bruce, de Renfreuc, está sentado y lee en silencio. Frente a él hay un hombre vestido de negro. Rob J. lo reconoce antes de que se oculte tras una máscara negra; se llama Bruce no sé cuántos, es un estudiante de medicina necesitado que se ganará quince libras como verdugo. El doctor Bruce dirige la lectura del salmo 130 "Cuando estaba perdido te llamé, oh, Señor”. A cada uno de los condenados se le entrega el acostumbrado vaso de vino y luego son conducidos a la plataforma, donde esperan ocho ataúdes. Seis prisioneros prefieren no hablar. Un hombre llamado Hardie observa el mar de rostros y dice en voz apagada: "Muero como un mártir de la causa de la justicia". Andrew Gerould habla con claridad. Parece fatigado y mayor de veintitrés años. "Amigos míos, espero que nadie haya sido perjudicado. Cuando esto concluya, haced el favor de ir tranquilamente a vuestra casa y leed la Biblia." Todos se ponen la gorra. Dos de ellos se despiden mientras les ajustan el nudo corredizo. Andrew no dice nada más. Tras una señal todo ha terminado, y cinco de ellos mueren sin resistirse. Otros tres dan algunas patadas. El Nuevo Testamento cae de las manos inertes de Andrew sobre la multitud silenciosa. Después de bajarlos, el verdugo les corta la cabeza con un hacha, uno por uno, y levanta el terrorífico objeto por el pelo, diciendo en cada ocasión, como prescribe la ley: "y esta es la cabeza de un traidor".

Al librarse del sueño, a veces se quedaba tendido en la estrecha cama, debajo del alero, tocándose y temblando de alivio porque estaba vivo. Clavaba la vista en la oscuridad y se preguntaba cuánta gente había dejado de vivir porque él había escrito esa octavilla. ¿Cuántos destinos habían cambiado, cuántas vidas concluidas porque él había trasmitido sus convicciones a tanta gente? La moral aceptada decía que valía la pena luchar por los principios, morir por ellos. Sin embargo, cuando se consideraba todo lo demás, ¿no era la vida la más preciada posesión de todo ser humano? ¿Y él, como médico, no estaba obligado a proteger y preservar la vida por encima de todo? Se juró a sí mismo y a Esculapio, el padre de la curación, que nunca más causaría la muerte de un ser humano por una diferencia de convicciones, ni siquiera golpearía a otra persona aunque estuviera furioso.

7

El color de la pintura

—¡No es su dinero el que gasta! —le dijo el señor Wilson una mañana en tono agrio mientras le entregaba un fajo de fichas de visitas—. Es el dinero que entregan al dispensario los ciudadanos notables. Los fondos de una institución benéfica no son para gastarlos al capricho de un médico que está a nuestro servicio.

—Nunca he gastado el dinero de la institución. Jamás he atendido ni recetado nada a ningún paciente que no estuviera realmente enfermo y absolutamente necesitado de nuestra ayuda. Su sistema no sirve. A veces he estado atendiendo a alguien que tenía un tirón en un músculo mientras otros morían por falta de tratamiento.

—Usted se extralimita, señor. —La mirada y la voz del señor Wilson eran serenas, pero le temblaba la mano con la que sujetaba las fichas—. En el futuro deberá limitar las visitas a los nombres que figuran en las fichas que le asigno cada mañana, ¿entendido?

Rob deseaba desesperadamente decirle al señor Wilson qué era lo que entendía, y lo que podía hacer él con las fichas de las visitas.

Pero teniendo en cuenta las complicaciones de su propia vida, no se atrevió. En lugar de eso se obligó a asentir con la cabeza y a marcharse. Se metió el fajo de fichas en el bolsillo y echó a andar en dirección al distrito.

Esa noche todo cambió. Margaret Holland fue a su habitación y se sentó en el borde de la cama, el sitio que elegía para hacer sus declaraciones.

—Estoy sangrando.

El se obligó a pensar primero como médico.

—¿Tienes una hemorragia? ¿Pierdes mucha sangre?

—Al principio, un poco más abundante que de costumbre. Después como siempre. Casi he terminado.

—¿Cuándo empezó?

—Hace cuatro días.

—¡Cuatro días! —Se preguntó por qué ella había esperado cuatro días para decírselo. Meg no lo miró. Se quedó totalmente quieta como protegiéndose contra la ira de Rob, y él comprendió que había pasado esos cuatro días luchando consigo misma—. Estuviste a punto de no decírmelo, ¿verdad?

No respondió, pero él entendió. A pesar de ser un desconocido, un protestante no convencido, para ella representaba la oportunidad de huir finalmente de la cárcel de la pobreza. Tras haberse visto obligado a contemplar esa cárcel de cerca, le resultó sorprendente que ella hubiera sido capaz de decirle toda la verdad, de modo que en lugar de rabia por la demora lo que sintió fue admiración y una gratitud abrumadora. Se acercó a ella, la ayudó a ponerse de pie y le besó los ojos enrojecidos. Luego la rodeó con sus brazos y la estrechó, dándole unas suaves palmaditas de vez en cuando, como si estuviera consolando a un niño asustado.

A la mañana siguiente estuvo paseando de un lado a otro, mareado, y de vez en cuando sentía las rodillas débiles por el alivio.

Hombres y mujeres sonreían cuando los saludaba. Era un mundo nuevo, con un sol más radiante y un aire más benévolo que respirar.

Se ocupó de sus pacientes con la atención de siempre, pero entre una visita y otra, su mente era un torbellino. Finalmente, se sentó en un pórtico de madera de la calle Broad y examinó el pasado, el presente y su futuro.

Había escapado por segunda vez a un destino terrible. Creía haber recibido el aviso de que su existencia debía ser empleada con mayor cuidado y respeto.

Pensó en su vida como en una enorme pintura en proceso de creación. Al margen de lo que a él le ocurriera, el cuadro terminado tendría como tema la medicina, pero tenía la impresión de que si se quedaba en Boston, la pintura estaría hecha con diferentes tonalidades de gris.

Amelia Holmes podía arreglarle lo que ella llamaba "un brillante casamiento", pero después de escapar de un matrimonio pobre y sin amor, no sentía deseos de buscar fríamente uno rico y sin amor, ni de prestarse a ser vendido en el mercado del matrimonio de la sociedad de Boston, carne médica a tanto el kilo.

Quería que su vida estuviera pintada con los colores más intensos que pudiera encontrar.

Esa tarde, al concluir su trabajo, fue al Ateneo y volvió a leer los libros que tanto le habían interesado. Mucho antes de concluir la lectura, supo adónde quería ir, y qué quería hacer.

Esa noche, cuando estaba acostado, oyó un conocido y débil golpe en la puerta. Se quedó inmóvil, con la vista fija en la oscuridad. El golpe se oyó por segunda y luego por tercera vez.

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