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Authors: Noah Gordon

Chamán (6 page)

BOOK: Chamán
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Vio muchas otras cosas que habría dibujado si la medicina le hubiera dejado la energía suficiente. Había comenzado estudiando arte en Edimburgo, en franca rebeldía contra la tradición médica de los Cole soñando únicamente con ser pintor, por lo que la familia lo había considerado chiflado. Cuando cursaba el tercer año en la universidad de Edimburgo, le dijeron que tenía talento artístico, pero no el suficiente.Era demasiado prosaico. Carecía de la imaginación vital, de la visión brumosa.

“Posees la llama pero te falta el calor”, le había dicho el profesor de retratos, no con severidad pero sí con toda franqueza. Se sintió abrumado, hasta que sucedieron dos cosas. En los archivos polvorientos de la biblioteca de la universidad encontró un dibujo de anatomía. Era muy antiguo, tal vez anterior a Leonardo, y se trataba de un desnudo masculino seccionado de manera tal que quedaban a la vista los órganos y los vasos sanguíneos. Se titulaba
El segundo hombre transparente
, y Rob quedó gratamente sorprendido al ver que había sido hecho por un antepasado suyo, y que la firma era legible: “Robert Jeffrey Cole, a la manera de Robert Jeremy Cole”. Era la prueba de que al menos varios antepasados suyos habían sido artistas, además de médicos. Y dos días más tarde entró en una sala de operaciones y vio a William Fergusson, un genio que practicaba la cirugía con absoluta seguridad, a la velocidad de un rayo, para reducir al mínimo la conmoción que producía en el paciente el angustiante dolor. Por primera vez Rob J. comprendió que los Cole formaban un extenso linaje de médicos, y tuvo la certeza de que el lienzo más extraordinario nunca podría ser tan precioso como una sola vida humana. En ese momento sintió la llamada de la medicina.

Desde el principio de su formación tuvo lo que su tío Ronald que ejercía como internista cerca de Glasgow— llamaba “el don de los Cole” o sea la capacidad para decir, cogiendo las manos del paciente, si éste viviría o moriría. Era como un sexto sentido para el diagnóstico, en parte instinto, en parte intuición, en parte energía producida por sensores genéticos que nadie podía comprender ni identificar, pero funcionaba siempre y cuando no quedara atrofiada por el uso excesivo del alcohol. Para un médico era un verdadero don, pero ahora, trasplantado a una tierra lejana, a Rob J. le agobiaba porque en el Distrito Octavo había más moribundos de los que correspondía.

El distrito condenado por Dios, como había llegado a considerarlo, dominaba su existencia. Los irlandeses habían llegado allí con grandes esperanzas. En su tierra natal, el jornal de un trabajador era de seis peniques, cuando había trabajo. En Boston había menos desempleo y los trabajadores ganaban más, pero debían trabajar quince horas diarias, durante siete días a la semana. Pagaban elevados alquileres por tugurios, pagaban más por la comida, y allí no había ni siquiera un pequeño jardín, ni un minúsculo trozo de terreno en el que cultivar unas manzanas harinosas, ni tener vacas que dieran leche, ni cerdos para preparar tocino. El barrio lo atormentaba por su pobreza, su mugre y sus necesidades. Estas cosas deberían haberlo paralizado, pero en cambio lo estimulaban a trabajar como un escarabajo que intenta mover una montaña de mierda de oveja. Los domingos deberían haber servido de breve pausa para recuperarse del agotador trabajo de una semana terrible. Incluso Meg se tomaba unas horas libres los domingos por la mañana para ir a misa. Pero los domingos sorprendían nuevamente a Rob J. en el distrito, sin tener que ajustarse al programa impuesto por las fichas de visitas, en condiciones de dedicar horas que le pertenecían a él, horas que no tenía que robar. No tardó en establecer una consulta dominical, en la mayoría de los casos no retribuida, porque mirara donde mirara siempre veía enfermedad y heridas. Muy pronto se extendió el rumor de que había un médico competente que estaba dispuesto a hablar en gaélico, el dialecto céltico que compartían escoceses e irlandeses. Cuando le oyeron pronunciar como en su tierra natal, incluso los más resentidos y cascarrabias se alegraban y sonreían. Beannacht De ort, dohtuir oig —¡Que Dios le bendiga, joven doctor!—, le gritaban por la calle. Todos hablaban del médico que “conocía la lengua” y poco después se encontró hablando el gaélico todos los días. En Fort Hill lo adoraban, pero en la oficina del dispensario no era precisamente popular porque empezaron a aparecer toda clase de inesperados pacientes con recetas en las que el doctor Robert J. Cole prescribía medicamentos y muletas, e incluso alimentos para tratar la desnutrición.

—¿Qué sucede? ¿Cómo? No están en la lista de los enviados por los donantes para recibir tratamiento —se quejó el señor Wilson.

—Son las personas del Distrito Octavo que más necesitan de nuestra ayuda.

—No importa. No se puede permitir que la cola mueva al perro. Si va a seguir en el dispensario, doctor Cole, debe acatar las normas —advirtió el señor Wilson en tono severo.

Uno de los pacientes de los domingos era Peter Finn, de Half Moon Place, que había sufrido un desgarrón en la pantorrilla derecha al caerle encima un cajón de un carro mientras se ganaba medio jornal en los muelles. El desgarrón, que había sido vendado con un trapo sucio, se le había hinchado y le dolía cuando se lo mostró al médico. Rob lavó y cosió los trozos rotos de carne, pero ésta empezó a descomponerse de inmediato, y al día siguiente Rob se vio obligado a quitar los puntos y colocar un tubo de drenaje en la herida. La infección alcanzó unas proporciones alarmantes, y al cabo de unos días el Don le indicó a Rob que si quería salvar la vida a Peter Finn, debía amputarle la pierna.

Esto ocurría un martes, y la solución no podía aplazarse hasta el domingo, de modo que volvió a robarle horas al dispensario. No sólo se vio obligado a utilizar uno de los preciosos vales de tratamiento que le había proporcionado Holmes, sino que tuvo que darle a Rose Finn el poco dinero que tenía y que tanto le había costado ganar para que fuera a la taberna a buscar una garrafa de whisky irlandés, tan necesario para la operación como el bisturí.

Joseph Finn, el hermano de Peter, y Michael Bodie, el cuñado, aceptaron de mala gana ayudarlo. Rob.J. esperó hasta que Peter quedó atontado por el whisky rociado con morfina y lo tendió en la mesa de la cocina, como si se tratara de un sacrificio. Pero al primer corte del escalpelo, el estibador abrió los ojos desorbitadamente, se le hincharon las venas del cuello y su aullido fue una acusación que hizo palidecer a Joseph Finn y dejó a Bodie impotente y tembloroso. Rob había atado la pierna afectada a la mesa, pero como Peter se sacudía y bramaba como una bestia agonizante, gritó a los dos hombres:

—¡Sujetadlo! ¡Sujetadlo enseguida!

Cortó tal como le había enseñado Fergusson, con exactitud y rapidez. Los gritos cesaron mientras cortaba la carne y el músculo, pero el castañeteo de los dientes de Peter era aún más terrible. Cuando separó la arteria femoral, empezó a manar la sangre brillante y Rob intentó cogerle la mano a Bodie para enseñarle a contener el derrame; pero el cuñado se apartó de un salto.

—Ven aquí, hijo de puta.

Pero Bodie corría escaleras abajo, sollozando. Rob intentó trabajar como si tuviera seis manos. Su fuerza y tamaño le permitieron ayudar a Joseph a sujetar a la mesa al agitado Peter, al tiempo que encontraba la habilidad necesaria para coger con los dedos el resbaladizo extremo de la arteria, conteniendo la sangre. Pero cuando la soltó para coger la sierra, la hemorragia se reprodujo.

—Dígame lo que hay que hacer.

Rose Finn se había colocado a su lado. Tenía la cara blanca como la harina, pero logró coger el extremo de la arteria y controlar la efusión de sangre. Rob J. aserró el hueso, hizo unos cuantos cortes rápidos y la pierna quedó suelta. Entonces pudo atar la arteria y recortar y dar unos puntos de sutura a los colgajos. En ese momento, Peter Finn tenía los ojos vidriosos a causa de la conmoción y el único sonido que emitía era el de la respiración entrecortada.

Rob se llevó la pierna envuelta en una toalla raída y manchada para examinarla más tarde en la sala de disección. Se sentía deprimido y fatigado, pero más porque era consciente del martirio sufrido por Peter Finn que por el esfuerzo de la amputación. No podía hacer nada por sus ropas ensangrentadas, pero en un grifo público de la calle Broad se lavó la sangre de las manos y los brazos antes de ir a ver a la siguiente paciente, una mujer de veintidós años que se moría de tuberculosis.

Cuando estaban en casa, en sus propios barrios, los irlandeses vivían en la miseria. Fuera de sus barrios eran calumniados. Rob J. veía los letreros en las calles: "Todos los católicos y todas las personas que apoyan la Iglesia católica son viles impostores, mentirosos, maleantes y cobardes asesinos. UN AMERICANO AUTENTICO”.

Una vez por semana Rob asistía a una clase de medicina que se impartía en el anfiteatro del segundo piso del Ateneo, un local cuyas enormes dimensiones se habían logrado uniendo dos mansiones de la calle Pearl. A veces, después de la clase, se iba a la biblioteca y leía el Boston Evening Transcript, que reflejaba el odio que sacudía a la sociedad.

Pastores destacados, como el reverendo Lyman Beecher, pastor de la iglesia congregacionalista de la calle Hanover, escribían artículos y más artículos sobre "la prostitución de Babilonia y la horrible bestia del catolicismo romano”. Los partidos políticos alababan a los nativos y criticaban a los "sucios e ignorantes inmigrantes irlandeses y alemanes".

Cuando leía las noticias de ámbito nacional para aprender cosas sobre Estados Unidos, se daba cuenta de que se trataba de un país codicioso, que no dejaba escapar la posibilidad de aumentar el territorio.

Últimamente se había anexionado Tejas, había adquirido el territorio de Oregon mediante un tratado con Gran Bretaña y había entrado en guerra con México por California y la zona sudoeste de Norteamérica. La frontera era el río Mississippi, que separaba la civilización del desierto al que habían sido empujados los indios de las llanuras. Rob J. se sentía fascinado por los indios, porque durante su infancia había devorado todas las novelas de James Fenimore Cooper. Leyó todo el material que había en el Ateneo sobre los indios, y luego se dedicó a la poesía de Oliver Wendell Holmes. Le gustó sobre todo el retrato del duro superviviente de "La última hoja", pero Harry Loomis tenía razón: Holmes era mejor médico que poeta. Era un médico excelente.

Harry y Rob se aficionaron a tomar un vaso de cerveza en el Essex al término de las largas jornadas de trabajo, y a menudo Holmes se unía a ellos. Resultaba evidente que Harry era el alumno preferido del profesor, y a Rob le resultaba difícil no envidiarlo. La familia Loomis estaba bien relacionada; cuando llegara el momento, Harry recibiría los nombramientos adecuados que le asegurarían una carrera médica satisfactoria en Boston. Una noche, mientras bebían juntos, Holmes comentó que mientras consultaba algunos libros en la biblioteca se había encontrado con una referencia al "bocio de Cole" y al "cólera maligno de Cole". Eso despertó su curiosidad, y había indagado en la literatura médica y había encontrado abundantes pruebas de las contribuciones de la familia Cole a la medicina, incluida la "gota de Cole" y el "síndrome de Cole y Palme”, una enfermedad en la que el edema iba acompañado de fuertes sudores y respiración estertorosa.

—Además —añadió—, he descubierto que más de una docena de Cole han sido profesores de medicina en Edimburgo o en Glasgow. ¿Son todos parientes suyos?

Rob J. sonrió, turbado pero contento.

—Todos son parientes. Pero la mayor parte de los Cole, a lo largo de los siglos, han sido simples médicos rurales en las colinas de las tierras bajas, como mi padre.

No mencionó el Don de los Cole; no era algo de lo que se pudiera hablar con otros médicos, que lo habrían tomado por loco o mentiroso.

—¿Su padre aún vive allí? —preguntó Holmes.

—No, no. Murió aplastado por unos caballos desbocados cuando yo tenía doce años.

Fue en ese momento cuando Holmes, a pesar de la relativamente poca diferencia de edad que había entre ellos, decidió desempeñar el papel de padre para que Rob fuera admitido en el afortunado círculo de las familias de Boston mediante un matrimonio ventajoso.

Poco después, Rob aceptó dos invitaciones a la casa de los Holmes en la calle Montgomery, donde vislumbró un estilo de vida similar al que en otros tiempos había creído posible para él en Edimburgo. En la primera ocasión, Amelia —la vivaz y casamentera esposa del profesor le presentó a Paula Storrow, que pertenecía a una antigua y acaudalada familia, pero que era una mujer torpe e increíblemente estúpida. Pero en la segunda cena, su compañera fue Lydia Parkman. Era demasiado delgada y no tenía pechos, pero debajo de su cabellera lisa de color nuez, su rostro y sus ojos irradiaban un irónico y travieso humor; pasaron la velada enredados en una conversación divertida y variada. Ella sabía algunas cosas sobre los indios, pero hablaron sobre todo de música, porque ella tocaba el clavicordio.

Esa noche, cuando regresó a la casa de la calle Spring, Rob se sentó en su cama, debajo del alero, y pensó cómo sería pasar sus días en Boston, como colega y amigo de Harry Loomis y Oliver Wendell Holmes, casado con una anfitriona que presidiera una mesa divertida.

En ese momento se oyó la débil llamada en la puerta que él ya conocía. Meg Holland entró en la habitación. Ella no era demasiado delgada, notó Rob mientras la saludaba con una sonrisa y empezaba a desabotonarse la camisa. Pero por primera vez Meggy se quedó sentada en el borde de la cama, sin moverse.

Al hablar lo hizo en un ronco susurro, y fue su tono más que sus palabras lo que sobrecogió profundamente a Rob J. La voz de Meg Holland tenía un tono apagado, como el sonido de las hojas secas arrastra das por la brisa.

—Estoy embarazada —dijo

6

Sueños

—Seguro —añadió.

El no supo qué decirle. Recordó que cuando empezó a visitarlo ya era una mujer experimentada. ¿Cómo podía saber si el niño era suyo?

"Yo siempre he usado el preservativo", protestó mentalmente. Pero, para ser justo, debía admitir que no se había puesto nada las primeras veces, y tampoco la noche en que probaron el gas hilarante.

Debido a su formación, estaba condicionado a no apoyar jamás el aborto, y en este caso fue lo suficientemente sensible para resistir la tentación de sugerirlo, consciente de que la religión estaba muy arraigada en ella.

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